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La Sublevación del Brujo Jacinto Canek – XI

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XI

 

LA FUNESTA IMPORTANCIA DEL CAPITAN PEDRO DE ALVARADO EN LA HISTORIA DE AMERICA

Y allí os acordaréis de vuestros procederes, y de todas vuestras maldades, con las cuales os contaminásteis; y os incomodará la vista de vosotros mismos, por razón de todas las maldades que habéis cometido.

EZEQUIEL, XX, 43

 

Un premeditado genocidio determina la funesta importancia del capitán Pedro de Alvarado en los anales americanos: la matanza de mexicanos perpetrada en el templo de Huitzilopochtli el distante año de 1520. En realidad la historia de ese garboso conquistador español es una difusa concatenación de atrocidades centrada en el rotundo episodio de esa alevosa carnicería.

LA SATINADA MALIGNIDAD

Todos los historiadores de Indias convienen en describir a Alvarado de una inusitada apostura. Su compañero de armas Bernal Díaz del Castillo lo define de gentil cuerpo y buena manera. El retrato de cuerpo entero que nos contempla desde las seculares paredes del Castillo de Chapultepec recalca sus atributos sustanciales: la gallardía y la ferocidad. Esa efigie casi real nos agrede desde el fondo de su satinada malignidad y nos convoca a temerle y a odiarle. Su presencia es demasiado cercana, demasiado lujosa. Nos abruma su simetría, su disposición siniestra persevera extrañamente en nuestro ánimo. Encajada en la inmaculada gorguera nos observa una hermosa cabeza atestada de rasgos execrables: el duro ceño revestido de odio, las altivas cejas participando de esa lúcida explosión de ferocidad, los ojos claros, malignos, la ilustre nariz que antecede al atildado bigote, los labios imperiosos… La rubicunda tez, el cabello y la barba (lo mismo que el bigote) del color del oro. Por ese afrentoso resplandor de sus facciones los mexicanos le llamaron el sol.

EJEMPLOS DE UNA DILATADA BRUTALIDAD

Su brutalidad (su generoso repertorio de brutalidades) rechaza todo confinamiento. Los ejemplos de su malevolencia son infinitos: dominado por apetitos insaciables ha obligado al cacique de Texcoco a cederle su oro; luego lo ata a una estaca y le quema la barriga con brea derretida. Durante su sangrienta jornada por Guatemala quemó vivo en la hoguera al rey Sequechul sólo por suponerlo hostil a los españoles. Con pretextos similares dió muerte atroz a otros desventurados caciques guatemaltecos. En ausencia del capitán Hernán Cortés, trata con impiedad al emperador Moctezuma. En el país de Utatlán (Guatemala) Alvarado manda herrar como bestias a millares de indios y luego los reparte entre sus hombres.

LA CORDIALIDAD SOSPECHOSA

La sed de sangre de Alvarado es incontenible. En ausencia de Cortés (que ha marchado a Cempoala a dar la batalla a las huestes de Pánfilo de Narváez) permanece en control de la escabrosa situación de la ciudad de México. Por esos días adviene el tiempo de la fiesta del dios Huitzilopochtli. Los mexicanos piden a Alvarado que les permita festejar esa disoluta ceremonia. El rubio capitán concede, con sospechosa cordialidad, la autorización.

LA RUEDA DE LOS CORIBANTES

La desleída madrugada del 20 de mayo de 1520 inalterables sacerdotes del culto azteca le consagraron al horrendo dios Huitzilopochtli obscenas ofrendas de carne humana. Previamente se habían sangrado las orejas, la lengua y el miembro vergonzante (como diría, con austero estilo, el ético padre Landa) con finas espinas de maguey. Aguardaron la aparición del primer sol distraídos en sahumar y engalanar la colosal efigie de su divinidad. Luego encabezaron una prolija comitiva que se encaminó al centro del Patio Sagrado. De pronto, cuatrocientos danzantes invaden esa infinita explanada y concretan la gran rueda de la danza. Muchos de esos coribantes han bebido felices copas de pulque. Otros evidencian el deslumbramiento de los hongos. De ese círculo delirante no habrá modo de escapar una vez entablado el baile. Sátrapas bestiales ataviados con pellejos de esclavos sacrificados reprimen la eventual ruptura del atropellado orden a bastonazos. Y bastonazos propinan a aquéllos que rehúsan (o desconocen) sobrellevar el intrincado ritmo de la música. Quienes no saben comportarse son arrojados a empellones de la rueda. Sólo son respetados los que saben danzar y los que ayunan. Estos son los queridos Hermanos de Huitzilopochtli. Distraídos en el primitivo goce de aquella vertiginosa coreografía, los mexicanos ignoran que los conquistadores han tomado posiciones y que, aviesamente, han incomunicado las salidas del templo Estos obturados accesos prohíjan nombres ilustres: Entrada del Aguilar, Entrada de la Punta de Caña, Entrada de la Serpiente de Espejos…

LA MATANZA

Afianzados a sables, a barras, a puñales, embrazados con estoicos escudos de hierro, irrumpen los españoles en la desenfrenada conmemoración. El primer sacrificado es el tañedor de los atabales: atolondrados zarpazos de un alfanje turco le amputan ambos brazos y lo decapitan. A esa primogénita atrocidad sucederá una infinidad de cuchilladas enloquecidas que cercenan decenas de cuerpos estremecidos: hombres que absorben límpidos navajazos en el vientre, hombres ensartados por fúlgicos aceros que arrojan las entrañas sobre la tierra (pretenden correr y se enredan en esa anarquía de tripas enfangadas), hombres desgajados por barras inflexibles que expiran incrédulos entre violentas efusiones de sangre. Las espadas españolas reiteran, infatigablemente, tajos bestiales a los hombros, al torso, a los brazos de los mexicanos. Esas aceradas redundancias arrojan saldos fatales aterradores. Muchos, recobrados de negras y sangrientas borracheras, buscan anhelantes las salidas previamente obturadas por los españoles: los acogen estoques y puñales erectos que penetran con impecable eficacia los cuerpos inútiles. Algunos pretenden escalar los muros altísimos pero los refuta un atiborrado fuego español. Sólo se salvan quienes se fingen muertos. El Patio Sagrado es ya, a estas horas, un triste compendio de sangre, de fango, de gemidos de danzarines agonizantes. Al final, el capitán Alvarado y sus hombres se aplican a explorar con perversa minuciosidad la multitud de cadáveres descuartizados que yacen en el suelo. Sin prisas, iluminados de sonrisas siniestras, van despojando esos devastados cuerpos de anillos, collares y cascabeles de oro.

UNA MUERTE PROSAICA

Por 1523 nos encontramos a ese apuesto canalla embarcado en el destino de la conquista de Guatemala. Su eminente bestialidad será recompensada con el gobierno de esa abatida provincia. En la batalla de Utatlán fue herido en un muslo; a consecuencia de esa lesión quedó cojo por el resto de sus días.

La tragicómica muerte de Alvarado abjura en cierta forma de su ostentosa bizarría de conquistador. No lo acaban sus enemigos naturales los indios (a quienes tanto horror procuró), no cae gloriosamente en el torbellino de una trifulca heroica (como acaso soñó morir). Su muerte es menos sublime: la menoscaba su naturaleza vulgar: el 24 de junio de 1541 un extenuado caballo sevillano se responsabiliza de su afrentoso destino: despeñándose de lo alto de un cerro (en la provincia de Jalisco) ese deteriorado jamelgo arrastra en su atolondrado descenso al garrido conquistador. Hombre y bestia ruedan por el abismo. Irrumpe una minuciosa confusión: se mezclan el polvo, los gritos, las puntuales piedras escoltando la empinada caída de los protagonistas. Cuando por fin se detiene ese impetuoso derrumbe, Alvarado arroja sangre por la boca. Sus compañeros quisieron saber qué le dolía. Respondió en un rapto teatral: El alma. Llévenme a’do confiese y la cure con la resina de la penitencia. Agonizó diez días y expiró en su cama el 4 de julio siguiente.

LA LUCIDA LOCURA DE UNA VIUDA

Un correcto emisario se encargó de cumplir la desabrida misión de anunciar a la viuda el fallecimiento del Adelantado. Primero hubo un gesto de incredulidad. Luego la explosión de una carcajada y el apresurado desorden de una mímica enajenada. El alarido a la medianoche, el soliloquio disparatado y febril, los súbitos vaivenes anímicos, vinieron después. Fincada en la deleznable seguridad de ese elaborado enloquecimiento la viuda mandó teñir de negro la totalidad de su hacienda: las laberínticas recámaras, las onerosas salas y los retretes y las cocinas. Ennegrecieron también las caballerizas y los patios. Hasta el postrer rincón de esa vasta heredad apechugó ese color funerario con que la mujer pretendía cumplir su exagerado duelo. Sin embargo, se supo infundir inesperada lucidez para exigir, llegado el momento, su discutible derecho a la gubernatura vacante de su esposo. Con demudada cordialidad, el virrey le concedió aquel impensado privilegio.

LA HECATOMBE

La efímera historia del gobierno de la viuda de Pedro de Alvarado no debe juzgarse sino por la desproporcionada cuantía de sus fatalidades. Los espantosos hechos se atropellan: los perros traídos de la Madre Patria para la conquista de América escapan al monte embestidos por el hambre. En los bosques mayas se multiplican y se tornan fieros: andan en montón devorando los rebaños de los granjeros españoles. Un memorable incendio devasta buena parte de la ciudad. Cunden los vándalos: cuadrillas de malhechores asaltan las residencias de los encomenderos. Los esclavos roban a los amos. Los conquistadores ricos, antes que dejarse estafar de sus criados, dilapidan sus amagadas fortunas en los juegos de azar (que es una manera menos exasperante de saberse estafado). Los bueyes, multiplicados sin medida, destruyen las sementeras y arruinan las cosechas. A esta infinidad de calamidades se incorporan el hambre y la peste. Incontables cadáveres colman los cementerios. Ahí permanecen insepultos, podridos. La tarde del 8 de septiembre de 1541 una formidable tempestad se desató sobre el resignado valle de la antigua Guatemala. Atolondraron el espacio truenos descomunales, desgarraron los cielos relámpagos apocalípticos. El viento deshonró la meritoria reputación de corpulentos árboles arrancándolos de raíz. Se inundaron casas y comercios. A la noche el volcán largó grandiosas bocanadas de lava y candela. La ciudad entera de Santiago de los Caballeros (comprendidos la viuda gobernadora y casi todos los vecinos del lugar) fue arrasada por la acumulada furia de un antiguo rencor americano.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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