La Frialdad

By on febrero 19, 2017

LA_FRIALDAD

La Frialdad

Todo apuntaba a una historia que ocurriera como un cuento de hadas: cálido en el roce de las pieles, polvo de hadas que va cubriéndolo todo con su magia, como algunos dicen; o echarse un polvo, como igual le llaman a lo que hubiera sido la mejor manera de mantenerse en la cordura y ahorrarse los problemas del corazón; sexo sin compromiso como el que se alquila o el que se oferta en la internet. Pero no, uno siempre tiene que seguir los instintos y desobedecer flagrante las ideas del cerebro.

Echarse un polvo y no volverse a ver era la consigna para ella cuando terminó de bañarse aquella tarde, mirarse hermosa en el espejo y saberse plena, dispuesta para la cacería; pero, en vez de eso, aquella tarde intercambiaron teléfonos después del tercer café, seguido del “cuándo nos vemos, en dónde”, para concluir en un “pasaré a tu casa esta noche”, y aquel “espérame” que luego nos avienta sobre una relación de pertenencias y desesperaciones por verse más seguido. Porque la cacería termina cuando las mujeres deciden mostrarse presas para cazadores más experimentados, y había que reconocer que aquel hombre lo era.

Había un inconveniente para toda aquella felicidad que se había dibujado en sus ojos, y bien que lo sabía; pero decidió ocultarlo y devolver abierta la sonrisa a ese “hola” que leyera en los labios del hombre de barba desordenada que le miraba con alguna discreción ahí en la fila, en ese café donde fue para darse la oportunidad de relajarse mientras robaba algunos minutos de su almuerzo antes de volver a la oficina. ¡Pero qué podía significar aquel pequeño secretito de cuatro años que cada viernes se quedaba en casa mirando la televisión, jugando con la sobrina antes de irse a dormir bajo la voz juvenil que la hacía de niñera: “Mami vendrá más tarde, mami saldrá a cenar, pero yo estoy aquí, botoncito de azúcar”! ¿Qué escollo podría ser su hijo para aquella noche de decisiones tomadas bajo la regadera (“Hoy sí quiero disfrutar de un hombre que no sea todo látex”), para dejarse sonreír por ese hombre entallado en mezclilla, con aquella sonrisa y ese atrevimiento que le doblara el orgullo de fémina liberta ya del patriarcado? El pequeño no sería inconveniente para la travesura de una sola noche.

Ella – al igual que muchas ‘ellas’ que quizá usted conozca – tenía un hijo aunque no se le notara en la sonrisa, ni en los ojos, y mucho menos en ese cuerpo que era todo un amasijo de pasión rebosándole la ropa, tan deseosa de presentarse desnuda en los espejos de algún techo, para la rapaz mirada de un hombre que supiera aquilatar su entrega; quería ser ensalivada, tener unas manos rudas y ásperas que le apretaran la carne. ¡Para qué tanta lindeza en los centímetros de piel cuajada en estereotipos de belleza, si no era para ser tocada y disfrutada en la hombría de algún malnacido de pene colgante! “Hola”, había dicho él mientras esperaban el café en la fila, dispuestos cada quien a leer su propio libro en alguna mesa (era la trampa, el montaje del libro siempre daba resultado), en cualquier rincón que les brindara silencio y un poco de paz, al menos para ella que debía volver a la oficina por unas horas más, antes de poder pasar a la guardería por su pequeño, y de ahí a la casa.

En vez de leer, comenzaron la escritura de una historia en las hojas blancas que el otro había ofrecido con sus ganas y emociones abiertas, dispuestas a ser pintarrajeadas.

Ante aquel saludo, ella no pudo prever algún futuro de nubarrones oscuros ni paredes herméticas de frío metal que la derrotarían. También aventó su propio “hola” cargado de coquetería, soplado por encima del café humeante que le acababan de servir. Caminó hacia su mesa, esos pocos pasos que caen como copos de nieve en la calentura de cualquiera, derritiéndose, y dejando en cada gota una invitación para ser alcanzada. Ella aceptó la invitación (y el reto): consiguió a su sobrina como niñera, y se dio un jabonoso baño anticipando sus deseos (si se presenta la oportunidad, la tomaré).

El saludo bastó para que aquella idea de cazadora, de presa, de vamos a engodar el agua de las posibilidades, tuviera significado. Él acudió puntual a la mesa donde los dos pudieron descubrir y extender sus cartas de vida con alguna historia inicial que tal vez no fuera la verdadera, ni siquiera la más actual, sino la tantas veces ensayada para cuando se pudiera conocer a un nuevo prospecto. No hablar de las pasadas relaciones era siempre el argumento tótem. Aunque quizá sí se pudieron contar sucesos personales, ninguno de los dos tenía porqué ser ni la mitad de honesto. No eran unos párvulos y sabían que al poco tiempo – si volvían a verse – podrían preguntarse internamente arrepentidos “porqué le he dicho tanto de mí en esa primera plática.”

¡Para qué decir que tenía un hijo, para qué decir que solo quería coger, que deseaba ser cogida! Todo se trataba de una noche y de un hombre que no fuera todo látex, para descansar un poco de aquel dildo que le mantenía tranquila la furia semanal del sexo, porque todo era pasarla dedicada a su pequeño. Pero la hipocresía social es un principio necesario (¿acaso él no quiere lo mismo, una noche de sexo y nada más?) y todo lo que se deja avanzar luego de la primera vez sucede debido a la confianza que se crea por el jugo hormonal que  –maldita sea la hora – comienza a desbordarse: se gustaron desde el inicio y quisieron repetirse en los ojos del otro cuantas veces fuera necesario: “¿Qué harás este fin de semana? Nada. ¿Puedo verte? Está bien.” Y al día siguiente, claro: “¿Y si desayunamos y te llevo luego al trabajo? Perfecto.” Y la trampa se había cerrado sobre su pie, se había instalado en aquella sonrisa que no se le podía quitar ahora del rostro. Se sabía feliz, pero habría que contarle que tenía un hijo.

Usted lo sabe bien porque, al igual que nosotros, habrá escuchado que es fantástico cuando un hombre se decide a vivir con una mujer que tiene hijos. Las mujeres todas suspiran, los hombres dicen “¡Qué ganas, cabrón, qué ganas!” Pero esa “piel” bien lo vale. Si se trata de echarse la cuerda al cuello, cualquiera te la acerca. Hasta la sociedad afirma: “Qué gran muchacho, con su brazo protector ha venido a terminar las angustias de la mujer abandonada; dentro de su pecho de roble guardará aquel amargo pecado que esa pobrecita le ha endilgado a su familia; él se ha portado como el mismito San José, que cubrió las apariencias zoofílicas entre aquella  –diremos virgen, para mantener la tradición – y aquella “blanca palomita””.

El hombre de esta historia estaba ahí, dispuesto y caballero, apuesto y gentil. La mujer dobló las pestañas, reventó toda en un suspiro y, haciendo a un lado su enorme fortaleza de madre soltera capaz de salir adelante sola, se precipitó en un “¡Va!” Luego de unas pocas salidas, de que él se decidiera a conocer al hijo – “¿Cuál es el problema? Lo podemos llevar al cine, le podemos comprar algún juguetito, una de esas pistolas que al apretar el gatillo enciende lucecitas” –, y de ver a su hijo y a su novio convivir tan lindos, no quiso pensarlo más y se largaron a vivir juntos.

La tercera semana de amores suburbanos, subcutáneos y submarinos, se derramó la mala nota dentro de aquel apartamento de dos recámaras en el piso más alto de un edificio moderno que el hombre había dispuesto para que ella se mudara con su hijo. Pasó de ser una historia, para irse acomodando a ser familia, e irse descubriendo en cada rincón de piel y pensamiento; de “este puede ser el cuarto del niño, y este otro, con la enorme cama, será el nuestro”, a ser una nunca imaginada pesadilla. Ella solo reía, o es que aquella mueca toda sonrisa se había vuelto una costra en su rostro. Llevarse las pocas cosas que tenía con su hijo en aquel cuarto que le prestaba la familia, para ahora habitar con su hombre un piso entero en un edificio en la mejor parte de la ciudad. La tranquilidad que representaba saberse dueña de un espacio propio, como él se lo hacía sentir, subir por los elevadores sin ser vistos, en esa privacidad que le brindaba estar en el último piso, pues ¿quién sube al último piso sin ser invitado?

Pero toda esa felicidad terminaría porque el niño rompió con el esquema del romance entre la madre y el novio-amante-dueño.

Cuando el pequeño comenzaba a lloriquear de hambre, o de miedo, o de tristeza, o por el capricho de no quedarse solo en su cuarto, la madre solía correr a calmarlo: “Déjalo llorar, si corres a verlo lo seguirá haciendo. Ya se acostumbrará.” Pero ella se vestía con aquella bata transparente y se bajaba de la cama: “Tengo que verlo, qué tal si le pasa algo”. Con aquellos berridos que el niño lanzaba pidiendo a su “Mamá, Mamá, Mamá” callaba las voces de ratoncitos melosos que se iban devorando poco a poco entre las sábanas, ahí en la recámara nupcial de seda color vino y puerta cerrada en la privacidad. Aquel llanto iba creciendo poderoso desde los pulmoncitos y clausuraba aquellos gritos del orgasmo que terminaban por ahogarse en la garganta, en la punta de la lengua, en el bien lubricado y ya violeta glande que se quedaba a casi, porque ella detenía el movimiento de caderas y abría los ojos alerta al escuchar al hijo, como un venado que ha sido alumbrado por los faros de un carro a media carretera, para escuchar atenta y descubrir o intentar descubrir la razón que asustaba a su crío y lo hacía llorar. “Tengo que ir a verlo, disculpa, es mi hijo.”

¡Cuántas erecciones perdidas tras una mujer que tenía que desprenderse de su erotismo, vestirse de mamá con su batita blanca, transparente, para correr a arropar al niño que se despertaba cuántas veces sea la noche, para recogerlo del suelo, ahí en el pasillo donde estaba acostadito, como un cachorro que dejaran fuera de la casa, afuera de la recámara; levantarlo y en el abrazo decirle “Acá estoy, no pasa nada, tienes que dormir en tu cuarto como niño grande, ¿qué haces tirado en el pasillo si tienes tu camita abrigadora? Sé valiente, no te va a pasar nada, estoy en mi cuarto, y tú en el tuyo, tan sólo duérmete y déjanos dormir a nosotros también.”

Era necesario poner un alto, y el hombre fue a meterse bajo la regadera, para luego tomar su parte de la cama y dormirse masticando algún pequeño drama.

Las noches pasan con esa lentitud que tienen los pensamientos que se enciman unos sobre otros y que aletean por la casa buscando una salida: es el insomnio que provoca el silencio que aparece en la pareja. ¡Qué puede decir ella ahora, qué disculpa puede ofrecer a un hombre que se cierra en el mutismo y le da la espalda! Con cada minuto que los relojes caminan, la mujer se mira asustada por no poder compaginar aquello de darle las buenas noches tanto al niño como al hombre del que se siente vulgarmente enamorada.

Con el paso de las noches, y la repetición de la actitud del niño, ella fue expulsada de la recámara: “¡Quédate con tu hijo, no vengas a meterte a mi cuarto! Si no puedes educarlo para que esté solo, a cada rato te levantarás y jamás podremos disfrutar el uno del otro. No es lo que quiero. Ninguno de los tres lograremos conciliar el sueño. Vete con él y déjame en paz.”

– “Sabías de mi hijo.”

– “Y tú, mis ganas de ti.”

– “Lo dormiré y volveré contigo.”

– “Has arruinado el momento. Duérmelo y mañana buscaremos alguna solución.”

– “¿Arruiné el momento?”

– “¿No pensarás culpar al bebo, verdad?”. El hombre cerró la puerta.

La mujer se metió a la cama con su bebo, lo apretó a su pecho y, mientras sentía y disfrutaba la respiración calma de su hijo, podía sentir bajo la tela del pijama sus rozados pezones aún ensalivados por su hombre, ese hombre escondido en su guarida como un terrible ogro, odiándola. Ella lo sabía y se acariciaba los pies el uno con ayuda del otro, tratando de darse algo de consuelo para intentar entender el cambio en su pareja – “¿Cómo era posible que no pudiera entender que el niño tiene miedo de estar solo? ¡Claro que quiero estar con él! ¿Acaso no se da cuenta de mis ganas, que también deseo tenerlo dentro de mí? –, entender cuál había sido el motivo del disgusto de su hombre.

El insomnio daba vueltas a la casa, y no fue sino en la luz creciente de la madrugada, con el amanecer colándose por las ventanas, que saltó de nuevo hacia la recámara para reparar el daño con ese sexo matutino que sabía que su hombre disfrutaba. Pero aquél se había metido de nuevo a la regadera, castigándola, y le había gritado que hiciera algo para el desayuno. Ella tendría que ser paciente para sentirse de nuevo acariciada al caer la noche, para de nuevo ser penetrada por aquel toro que le hacía doblarse de rodillas.

– “Comeré en el trabajo,” dijo y salió sin darle un beso, dejando el desayuno y la angustia servidos en la mesa.

El día pasó amargo. Los juegos constantes del niño la entretenían y le hacían olvidar de a poco el mal humor de su pareja. Ella podía entretenerse en cuanta cosa pudiera realizar para la casa: arreglar las cortinas, barrer, acomodar los libros de su novio, recuperar un pequeño espacio para los juguetes de su hijo, lavarle la ropa, cocinar siempre los platos que sabía que él disfruta, y estar lista y bañadita para cuando él pudiera regresar.

El hombre volvió del trabajo con una caja de metal de apenas un metro y treinta centímetros por cada lado; del lado contrario de la puerta tenía un mecanismo que permitía abrir unos pequeños orificios que dejaban pasar el aire. A ella le pareció una caja fuerte extraña, hasta que él le contó para qué la había mandado construir. Hasta que tuvo que mirarla como la jaula que era.

No quiso preguntar, ni intentar algún reclamo: veía al hombre entusiasmado, contándole, y le parecía irreal.

Ella pudo decir que era una estúpida idea, que cómo se había atrevido siquiera a sugerirlo, que se podía meter la caja en el culo, o por donde mejor le cupiera, pero que ella cogía a su hijo y sus pocas cosas, y ahora mismo se largaba para la calle, aunque no tuviera dónde ir; aunque tuviera que dar pasos de cangrejo, doblar la cola y pedir apoyo a la familia; regresarse de nuevo al cuartito que le prestaban; volver a conseguir empleo y pedirle otra vez a su sobrina que cuidara del pequeño mientras le conseguía de nuevo guardería. Pero tras las palabras que escuchaba de su hombre miró esa ira de animal rabioso. “Tú fuiste quien me buscó, recuérdalo bien,” quería gritarle, “en aquel café yo ni siquiera había notado tu presencia, ¿y ahora me traes una caja de metal para meter a mi hijo cuando te moleste, y no escucharlo cuando pida a su madre? Cómo te has atrevido, estás enfermo.”

Pero la mujer bajó la cabeza como un ganso envejecido, mintiéndose en el amor que le hacía cosquillas en la nuca.

Después de cenar juntos los tres, y de ver un poco de televisión, el hombre puso el cuerpo dormido del niño dentro de la caja de metal, para al fin poder gozar de su mujer sin interrupciones. Hacerle el amor o devorarle la ética, el orgullo, el alma toda. La primera noche apenas era un sordo llanto el que se escuchaba desde la caja y, cuando la mujer quería atreverse a ver si el niño estaba bien, su hombre le llegaba al fondo y ella cerraba los ojos, los oídos, cerraba el corazón, y entonces sólo eran golpes mudos atorados en las frías paredes metálicas del cubo. Sonidos todos que crecían dentro de la cabeza de la mujer, que ya no alcanzaba los ojos blancos del orgasmo pero sí a herirse la lengua, desesperada por ignorar a su hijo, porque – a pesar de todo – la mujer gozaba, para qué negarlo. Mantenía la tenue esperanza de darle gusto a su hombre y, luego del coito salvaje, poder sacar a su hijo de aquella prisión apenas amanecía, pegárselo al pecho y llevarlo a la cama para devorarlo a besos: “Todo va a estar bien, pequeño, todo va a estar bien.” Su hombre sonreía.

Las noches se fueron repitiendo: el hombre llegaba y después de cenar metía al dormido niño a la caja. Así ocurrió las dos primeras semanas, para luego reclamarle a la mujer “por qué diablos no lo has metido, por qué tienes que esperar que llegue a casa, no soporto verlo, me fastidia su presencia.” “Tiene miedo, ¿podemos dejarlo fuera esta noche? Se portará mejor, lo puedo asegurar.” Pero no había razones que pudieran admitirse: el niño pasaría las noches adentro de la caja.

Los días se volvieron un desequilibrio que giraba frente a sus ojos, en el espejo de su cama, en las noches de su angustia, porque aquel hombre se mostraba tan dueño de sí, enamorado, tierno. Ahora eran solo ellos dos, como debieron serlo siempre. Ella se mostraba radiante, o eso sospechaban los vecinos las pocas veces que los llegaron a mirar salir al cine, o caminar de vuelta de alguna cena romántica, sin sospechar que la tenía prisionera mientras la presumía satisfecho.

Después del desayuno, cuando él se iba a trabajar, ella gritaba su desesperación para escapar: corría hacia la caja para abrirla de inmediato.

Hasta que una mañana él decidió que no le dejaría la llave: el niño tenía que permanecer encerrado todo el día, todos los días por el resto de su vida.

Quiso pedir ayuda, pero el departamento estaba cerrado, su teléfono móvil sin crédito y, al abrir la laptop, pudo constatar que habían cambiado la clave del Wifi.

El sueño se había clausurado. Este era un hombre terriblemente loco por el amor de su mujer. Todos los que los conocían podrían confirmarlo si fuera necesario, terriblemente loco y apasionado; un loco del que tendría que escapar.

Pero ya no hubo tiempo.

No podría encontrar alivio en el llanto mientras no encontrara la manera de abrir la maldita caja y sacar a su pequeño. Aquello de vivir en el piso más alto del edificio tenía sus desventajas: Nadie tiene porqué subir sin haber sido invitado, y la puerta de casa se mantenía cerrada para sus gritos.

Era inútil, los gritos de “¡Es mi hijo, sácalo, sácalo de ahí!” terminaban en sangre y moretones, seguidos de violentos besos, penetraciones a la fuerza, y aquella alegría del que posee un cuerpo con violencia.

Los días irían pasando y ella perdería la cordura dentro de esta relación en la que era rehén y en la cual había condenado a su pequeño.

Las uñas se le quebraban arañando la caja. “Mamá, mamá” escuchaba todo el día, y se escondía de aquel hombre cuando regresaba.

Pensaba en matarlo, pero aquél regresaba a gozar su cuerpo, aunque ella no estuviera dispuesta. “Cállate mujer; si no tienes cosas lindas qué decir de mí, mejor no digas nada. Ya termina con ese repetido ‘Saca al niño’, que demasiado hago dándoles de tragar a los dos. Te pedí que lo educaras y no quisiste. Es mi turno de enseñarte lo que es la domesticación.”

La mujer no tenía palabras de consuelo para su hijo prisionero. Aquello de “solo será cosa de unos días, velo como un juego, se irá acostumbrando a ti” era ahora un rutilante infierno. El niño iba decreciendo en el abandono, y la desgracia.

“Saquémosle un rato, te lo suplico.” Él accedió de mala gana: “Sólo mientras veo el fútbol.” Le lanzó las llaves. Las cogió hecha en un mar de mocos y corrió a sacar a su hijo, sucio de orines y caca, con el rostro descompuesto, las carnes pálidas, la mirada perdida de ojos amarillos que se cerraban y apretaban, y el continuo sollozar de dolor en las articulaciones por estar doblado siempre en ese pútrido agujero.

“Lavarás la maldita caja, y en la noche espero que ese chamaco esté limpio y de nuevo en donde pertenece.” El maldito reía ante la ocurrencia. “No lo quiero volver a meter.” “Lo que tú quieras no es algo que tenga que discutir, te he dicho lo que harás. No esperes que termine el partido y me levante para hacer lo que te he ordenado.”

Habría que escapar pero cómo; el “dónde” no era importante.

Aquellos ojos y aquel cuerpo, cada día menos acostumbrados a la luz, en el desarreglo de la mente, con el alma empobrecida, marcaban los poco más de quince días de un infante que sobrevivía dentro de una caja de metal, de un niño que había sido destruido dentro de la oscuridad.

Al caer la noche y terminar el espectáculo del soccer, él había golpeado a la mujer, para luego encerrarla en el baño, tomar al niño y lanzarlo dentro de la caja. “Desnúdate, mujer que ahora vuelvo”, había dicho, mientras le arrebataba al niño débil que apenas podía mantenerse despierto. Cerró la puerta de la caja y aún le gritó: “¡Maldito escuincle, ya te hiciste caca otra vez!”

La escena muestra al hombre llegando a casa con un ramo de flores para su mujer. La mujer duda de lo que juntos han cometido, y se decide.

Dos noches le duró el novedoso insomnio. Mientras, aquella idea fue creciendo en algún rincón de la casa. Los llantos de su hijo la acechan constante sobre los besos de su mortal enamorado. La madre ya no puede. Se arma de valor, pero no para enfrentar al hombre, sino para huir, abandonando al hijo; porque ¿cómo podría ella sola ayudarlo a sobrevivir? Lo baña y lo pone en la pequeña cama de su cuarto, le acaricia y lo va mimando. Todo va a estar bien.

Pero la fuga corporal no se consuma: el hombre regresó al baño y la encontró desnuda, desangrándose en la pileta. La mira desde el quicio de la puerta: “Hija de puta”, dice entre dientes y cierra la regadera, dejando que la sangre se acumule al borde de la alcantarilla. Toma el cuerpo de la mujer en brazos y encuentra con la vista el arma: un cepillo de dientes roto por el mango, el filo del plástico ha sido mortal, como el amor. “Maldito escuincle, hay que darle de comer por cuánto tiempo más.”

Sólo pasaron tres noches de ignorar la caja y limpiar bien para evitar olores. Los nueve pisos por debajo del departamento, de aquel hogar que se había atrevido a fundar, eran suficiente barrera para los curiosos. Tres días, y a la cuarta noche una nueva hembra en casa a quien poderse dedicar.

Y bien que supo amarla, como antes, como siempre, de nuevo tan lleno de energía.

Otra mujer en su cama que se miraba rindiéndose a esa droga que algunos llaman amor.

La noche fue toda terremoto.

Al amanecer, la nueva mujer caminó de la habitación a la cocina por un vaso de leche fría. El hombre – toro de vidrio e insanamente hermoso – desparrama su desnudez entre las sábanas de la mojadísima cama. Ella lo mira de cuerpo entero y, en su soberbia, sabe que pudo hacerlo feliz, que puede hacerlo feliz si las cosas se repiten, porque ella era responsable de aquella flacidez y aquella calma que muestra el cuerpo del aniquilado mancebo.

Un pequeño ruido apagado llama su atención en la otra recámara.

La caja metálica es el único objeto en el centro de la misma. Se acerca y pega el oído a su frialdad. Trata de escuchar. Quizá se tratara de la caja fuerte. “Así que es rico”. Sabiéndose una extraña que decidió irse al apartamento del hombre que llevaba cortejándola apenas quince días, supo que algún secreto debería contener.

– “Adentro se esconde el amor”.

Ella sonríe al verse descubierta husmeando, y da unos pequeños saltitos, juguetona para apartarse de la caja: “No quise ser chismosa; sentí curiosidad.”

– “No te preocupes. Voy por las llaves para que mires dentro.”

– “No tienes por qué.”

– “¿No quieres conocer el rostro del amor?”, había dicho él mientras metía la llave en la cerradura. Ella caminó unos pasos para situarse a la espalda de él.

– “Ahora lo conocerás. El amor o al menos, por estar acá metido, podríamos pensar que es el cadáver del amor. Acá lo mantengo, para jamás olvidarme de que he amado y bien. ¿Quieres ver?”

Le pidió que se acercara.

Al abrir la caja y ella agacharse para mirar adentro, el hombre la empujó hacia el fondo.

Ella cayó sobre el cadáver de la anterior mujer, aquella madre que había sido tan feliz en aquella fila del café.

Mientras el hombre cierra la puerta, la nueva mujer pega de gritos y patalea hasta que siente los dedos de una manita que le toca las piernas.

Adán Echeverría

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