La Colección (II)

By on mayo 25, 2017

La Colección (II)

 

Yaguarundi

(Herpailurus yagouarondi)

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Antes que la noche quiebre las estrellas en el horizonte,

cuando el viento aleje la sensación de odio

y nazca de la aurora el vaticinio de ser explorado

por el ojo de vidrio de los sapos.

Mucho antes que los carrizales pidan auxilio al aire

y siembre luz el sol en la sabana

el yaguarundi retornará los pasos

hasta la yugular del equilibrio.

Desenvolver silencio de los prados.

La ruina de la carne que deshebra

el misterio de transmutar energía.

Oscuro corredor nocturno

remolino de ausencia impregnando deseos

indócil pestañar de la laguna:

el yaguarundi, en el remanso del cenote

acecha.

Piel antigua separando madrugadas.

Piernas acortadas

hacia la carrera ágil de la sombra

que descuelga sus mordidas.

Sigilosa presencia de amarillos ojos.

Tatuado en el depredar de la memoria que surge

de la planicie vasta, el yaguarundi permanece atrapado

en la esencia primigenia de las ceibas.

 

Puma

(Puma concolor)

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No se detiene el puma ante la noche, ni la mañana hace posponer empeño.

La sangre inunda los latidos.

Narices hinchadas por el hambre.

Crecen los deseos, las garras relumbran.

El puma anhelante de gargantas.

Desaparecer neuróticos rebaños de corderos.

Adrenalina victimaria paseando cólera sobre la ruina que vigila dentro de la oscuridad.

Sonido áspero.

Posibilidad auténtica en el sabor caliente de las madrugadas.

Crece la aurora y arroja su silencio dentro de la ventisca.

Los colores comienzan su recorrido y el puma teje la muerte entre las patas.

Latiendo bajo la luna, crece como piel evaporada.

 

Ocelote

(Leopardus pardalis)

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Aniquilada sonrisa de amanecer: el ocelote se conforma con detener colmillos sobre las gargantas de los temazates.

Con lentitud dibuja la estela de muerte sobre el polvoso camino en la sabana, arrastrando el cadáver de la delicadeza.

Que los conejos se escondan, víctimas del dolor en la quijada.

Que se remonten días, sueños, ateridas cargas de suplicio inquebrantable.

La maquinaria de manchas recorre pastos tras la erosión de las cactáceas.

Suda posibilidades inhóspitas en esta agreste agonía de la tierra.

Pero la soledad abarca hasta las nubes

que derraman angustia sobre las bromelias incrustadas en los árboles,

olvidadas, alrededor de la sabana abierta.

Debajo de la frescura que esconde la muerte.

El ocelote marcha, necesario, estridente, pegajoso,

por los innumerables dobleces de la noche,

hasta verter sangre en este polvoriento hábitat.

 

Tigrillo

(Leopardus wiedii)

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Devoradores de miedo,

cazadores de sombras.

Son más imponentes los latidos del amanecer

que la incrustación del sueño partido por las manchas.

Se presiente la silueta inesperada del felino miniatura

dentro del laberinto de leguminosas

que hunde sus raíces fijadoras de nitrógeno

como una dinamita proteica

hasta el fondo de la tierra

hasta la calcárea voz de la penumbra.

 

Partiendo la noche

los tigrillos amenazan con la sonrisa cortada por el rayo

y el cojinete esperando acceder a la violencia.

Adán Echeverría

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