José Estilita y otros cuentos – VIII

By on septiembre 17, 2020

VIII

TEXTO AMARGO

Por Pedro Hernández Herrera

El calor del pequeño cuarto se le hizo espeso, insoportable.

Eran las tres de la tarde y acababa de terminar su almuerzo. En casa de Doña Espíritu Cruz, una choza de paja con paredes de “taciste”, inclinadas por lo endebles, le daban tres comidas. Seis pesos diarios pagaba por ellas. Ese día ¡para variar! le dieron huevos por segunda semana consecutiva; revueltos y acompañados de frijoles y tortillas. Ese fue todo su almuerzo. ¡Cómo había llegado a odiar los huevos, allí, en ese sucio y mísero pueblito! Se consolaba pensando que los otros sesenta habitantes del mismo sólo desayunaban, almorzaban y cenaban tortillas, frijoles y café, ese día y todos los días, con la invariable rutina que les imponía la miseria que vivían. Ciertamente, en comparación con ellos ni tenía por qué quejarse pues él, por lo menos cuatro veces a la semana, comía carne. A veces venado, otras gallina, o pescado que traían del río. Cuando había carne se la guardaban a él, el profesor, aunque se les aguara la boca por comerla. Pero él pagaba.

Semidesnudo, con una toalla se secó el sudor que le empapaba todo el cuerpo. No pudo evitar contemplarse a sí mismo. Era fuerte, vigoroso, como correspondía a sus veinticinco años recién cumplidos. Sonrió irónicamente. ¿De qué le podía servir esa juventud allí, en aquel hueco del infierno llamado “El Manglar”? Si pudiera ejercer el magisterio en una ciudad grande… ¡Qué linda sería la vida! Entonces sí valdría la pena vivirla. De un violento manotazo acabó con un tábano que ya le había succionado por lo menos dos centímetros cúbicos de sangre. Al principio se le escapaban muchos, pero la práctica hace al maestro y, pasados dos meses, no había uno que después de picarlo se ufanara de seguir viviendo. Se sentó en la hamaca con los ojos fijos en el techo de paja y se dio a recordar…

Al no contar sus padres con dinero, él no pudo darse el lujo de comprar una plaza en la ciudad, como hicieron dos o tres compañeros que estaban en buena posición. Tuvo que conformarse con el lugar que le asignaron. Su oficio de comisión traía el nombre del poblado al cual, cinco días después, debía presentarse para iniciar las clases.

Se llamaba Xpu-Ha y, según el mapa que consultó, se localizaba en plena selva maya. De sus averiguaciones dedujo que tendría que apearse del camión en el kilómetro 217 y caminar ocho leguas, por un estrecho sendero, hasta un claro que llamaban Pujilbén, donde vivían dos familias. Allí le indicarían el camino a seguir, pues todavía debería recorrer cinco leguas más para llegar a Xpu-Ha. A los dieciocho años, con el ímpetu propio de la juventud, pensó que esa aventura hasta podría resultar divertida. Además, le habían prometido que precisamente por estar tan lejos el lugar donde lo mandaban, ese trabajo le iba a reportar buena puntuación en su hoja de servicios, y tal vez en pocos años ya estaría en la ciudad, tal vez antes de lo que pensaba, tal vez…

Otra sonrisa amarga curvó sus labios y no pudo evitar un estremecimiento de coraje al recordar con qué ingenuidad veía entonces la vida. El sudor que ya volvía a cubrir su cuerpo le formaba en las axilas pequeños riachuelos que descendían por los costados, mojaban sus ingles y desembocaban en los muslos, dejándole una sensación de asco y desasosiego. Se meció un poco, tratando de provocar una corriente de aire, aunque fuese pequeña.

Al dejar la capital para dirigirse a “ejercer su noble profesión” (esa frase, dicha por el funcionario encargado de hablar el día que se graduó, había quedado grabada en su mente) fue despedido por sus padres. Él se portó muy valiente y consiguió que las lágrimas que a toda costa trataban de salir no lo lograran.

Cuando bajó del camión, en el kilómetro 217, eran las tres de la mañana. Por primera vez, sintió esa tremenda soledad y ese vacío que luego habrían de serle tan comunes. Solo lo acompañaban los ruidos de la selva y, de vez en cuando, el silencio, que aun resultaba peor. La luna alumbraba fastuosamente la espesura. ¡Cuántos sonidos nuevos, impresionantes, que él no conocía!

Después supo que uno de ellos, el que se repetía más a menudo, lo emitían los tigres, abundantes allí. Entonces tal vez fue mejor que lo ignorara. A medio camino, afortunadamente, se encontró con un campesino que había salido a buscarlo, pues así lo dispuso el comisario ejidal al tener aviso de la llegada del nuevo profesor. Aunque nunca había montado, le supo deliciosamente hacer a caballo el resto del viaje.

El poblado en que estaba la escuela –¡a eso le llamaban escuela, en fin! – era tan miserable que al principio pensó que nadie podía habitar entre esos montones de palmas… A él le tocó un jacal situado frente al de la “escuela”, que nada más le servía para dormir, cuando dormía. Sus hábitos higiénicos le hacían ir dos veces al día hasta unos cien metros monte adentro, siempre con el temor de ser interrumpido por alguna víbora. Por las noches tenía que luchar a brazo partido contra los mosquitos, arañas, toda clase de insectos. Su encuentro con serpientes era cotidiano, las esquivaba y las dejaba ir. No las mataba. ¡Eran tantas!

Un año estuvo ahí dando clases. En todo ese tiempo sólo tres veces pudo ir a Limón, un poblado más grande, con atractivos de los que no se podía gozar en Xpu-Ha. Las tres veces se acostó con Lucrecia, una india de veintidós años, de carnes duras y color moreno tierra. ¡La falta que le hacía! También bebió cerveza hasta casi embriagarse. Esos eran los únicos momentos en que se sentía vivir; en que tenía conciencia de que existía. En su jacal de Xpu-Ha hubo ocasiones en que creyó volverse loco, hablaba consigo mismo y tenía sueños desesperantes, unas veces lúbricos y otras incomprensiblemente raros.

Solo cuando iba a Limón y cuando daba clases bullía en plenitud su capacidad creadora. En Limón, con Lucrecia, se sentía orgulloso al hacerla gozar. Ella se quejaba de que no fuera más seguido, pues le confesó cuánto le gustaba. Nunca pudo hacerle entender que si no iba no era por falta de ganas, sino ¡por honrado! Por honradez para con sus alumnos, que recibían de él las primeras semillas de la enseñanza. Hubiera sido traicionar a esos pequeños que, con el estómago pegado, se amontonaban en clase para oírle. ¡No podía faltarles! Aunque claro que con gusto habría pasado una semana entera con Lucrecia, gozándola y haciéndola gozar, sin importarle nada… Pero pensaba que el deber era inquebrantable, que las obligaciones de los maestros eran una ley. ¡No sabía aún de subterfugios, de hipocresías y de irresponsabilidades!

En sus clases, sembraba el saber en esas mentes hambrientas y no le resultaba fácil la tarea. Los primeros días se inscribieron 45 niños. Como no todos alcanzaban en los bancos, no pocos tenían que sentarse en el suelo. A los dos meses, la asistencia se redujo a la mitad, y es que en esa época comenzaba el trabajo en las milpas y desde los diez años los niños se hacen hombres, empiezan a conocer los sufrimientos del trabajo rudo, tienen que dejar la escuela. No obstante su reducido auditorio, se sentía feliz, y ellos también. Ya que no podían remediar su hambre física, al menos la espiritual la satisfacían plenamente. Él era el dios que les descubría esos maravillosos signos, él les conducía las manos en la pizarra y como por un conjuro salían letras que juntándose revelaban un nombre. Veía con deleite cómo tomaban cualquier periódico viejo para deletrear, con las caras radiantes por la proeza. ¡Cómo no iba a sentirse feliz al ver esas expresiones! Se le olvidaban las penurias, el lugar donde estaba y ya no se sentía solo. Con él estaban todas esas criaturas a las que él había enseñado.

¡Qué calor tan espantoso! Aumentaba a cada minuto. El sudor ya se había convertido en parte de su cuerpo. Diríase que se derretía. Con la mano se quitó el que le cubría el pecho.  Luego, con esa ociosidad propia del que sabe que no lo ven, se llevó mano a la nariz. Olió su sudor. Olía a vinagre. Le recordó a Lucrecia. Movió la cabeza a uno y otro lado como para tratar de quitarse los recuerdos…

Al año lo cambiaron de escuela. Exactamente eso fue lo que le hicieron. Cambiarlo de escuela. Porque el nuevo lugar era una copia del anterior. Nunca se imaginó que fueran tan parecidos los poblados en esa extensa y exuberante zona casi virgen que ni los titánicos mayas pudieron dominar. ¿El nombre? Ya no lo recordaba. Tal vez con un pequeño esfuerzo hubiera podido acordarse. Pero, para qué. No valía la pena. No tenía ni un poco de ganas de recordarlo. No podía olvidar, en cambio, las veces que tuvo que pasar corriendo, con su maleta en la cabeza, entre maizales incendiados. ¡Maldita costumbre que tenían de quemar sus milpas! Todavía podía sentir el calor, el fuego lamiéndole la cara y chamuscándole las pestañas. Y el polvo que le invadía los ojos, los oídos, la nariz, la boca y todos los poros del cuerpo, haciéndole toser, toser, hasta caer extenuado. Cuando tenía suerte encontraba en el camino oquedades en las que se conservaba el agua de la lluvia y allí, a grandes sorbos, apagaba su sed. ¡Qué se iba a cuidar entonces de infecciones intestinales o amibiasis y otras paparruchas médicas por el estilo…! Separaba con las manos la espesa capa de verdín y hojas y sumergiendo la cara, bebía y bebía, se hartaba de líquido hasta casi reventar. A veces, además de agua tragaba otras cosas, que sentía pasar garganta abajo. En ese momento no les daba importancia.

Hiperhidrosis: estado en que las glándulas son hiperactivas; cuando es maloliente recibe el nombre de Bromhidrosis. Seguía sudando. ¿De dónde saldría tanto sudor?

En el nuevo poblado también estuvo más o menos un año. Y durante otros tres anduvo por esa zona. Por lo regular, cuando viajaba a la capital para disfrutar sus vacaciones, recibía oficio destinándole a un poblado diferente, es decir, igual. No cambiaban las caminatas bajo el sol, hirviente como metal líquido, hasta el poblado en cuestión. Las frugales e insípidas comidas que le preparaban con muy buena voluntad, pero sin arte alguno. Y las noches… Las largas, larguísimas noches, interminables noches, que empezaban a las seis de la tarde y parecían no acabar nunca. ¡Cómo odiaba las noches! Hacían que fluyera a su mente precisamente todo lo que quería apartar de ella. Lo que no se puede gozar es mejor no recordarlo. Y, sin embargo, las imágenes, las evocaciones, las actitudes, los olores se obstinaban en aparecer mientras dormía. A veces, prefería no dormir. Ya conocía todos los ruidos nocturnos. Casi se familiarizó con sus secretos. Pero al otro día el calor agobiante le hacía sentir más el peso de la desvelada.

Ah, un poco de brisa. El aire, al secarle el sudor, le producía una sensación de agradable frescor. Una onda de voluptuosidad le acarició la piel. Cerró los ojos y…

Hoy es maestro de una Escuela Secundaria en la capital. No fueron en balde los padecimientos de los años anteriores. Quién se atrevería a repetirle que nada más al que puede pagar los miles de pesos exigidos, o contar con influencias, se le concede dar clases en la ciudad. Ahí estaba él para contradecirlo. No tenía dinero. No tenía padrinos. Sólo su trabajo y su honradez. Eso le había bastado. Y sí, ahora sí se daba la gran vida.

Ya estaba por terminar el año escolar y no había dado más de sesenta y ocho clases. ¡Para eso había sufrido tanto! Además, todos hacían lo mismo. Aquí sí podía disfrutar de los abundantes días festivos, reales o ficticios, pues allá en el monte daba igual que fuera Primero de Mayo o Dieciséis de Septiembre. Él, de todos modos, no se ausentaba del poblado, estaba incomunicado, atado al lugar. Los días de asueto nada significaban.

Tenía un bonito carro. Y aunque carecía de casa propia, la que alquilaba era muy buena. Faltaba poco para que Pensiones le hiciera el préstamo para adquirir una. Ya la había escogido. Ahora sí, casi a diario tomaba licores, por lo regular hasta tarde y en grandes cantidades, por supuesto, de nombres extranjeros. Había hecho amistades en el Sindicato y, como gastaba dinero a manos llenas, le habían dado un buen puesto en la Comisión. Eso quería decir que el día que se sentía cansado no iba a dar clases. Nadie protestaba. Los alumnos, menos. Además, como ya tenía apoyo de los mandamases, pudo prometerle a Irene que también le conseguiría una plaza en la capital. Se la había echado de amante hacía un año; poco después de haber salido ella de la escuela. Le había entregado su juventud y él tenía que corresponderle. Para eso habían de servirle las influencias. Y pronto ocuparía un puesto todavía más alto y mejor. Se acercaba velozmente a su meta. Allí tendría chance de embolsarse miles de pesos. Y poco trabajo, claro, y muchas parrandas. ¡Quién sabe hasta dónde llegaría!

El hombre elegante debe oler bien. Sea un éxito en la vida con lociones Yardley y desodorante Bond Street. Dígale adiós al sudor. (Life, 19:22:65).

El trueno lo hizo saltar. La lluvia empezó a caer a torrentes. ¡Qué modorra! Con razón había hecho tanto calor ese día. A través del techo empezaron a caer grandes gotas. Al poco rato inundarían el jacal. No se preocupó por cambiarse de lugar. Volvió a tenderse en la hamaca para seguir saboreando el sueño recién interrumpido. Pensó que tal vez no fuera un sueño, tal vez no debía ser tan escéptico, tal vez el trabajo honrado todavía tendría recompensa… Tal vez…

Continuará la próxima semana…

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