Jorge Ibargüengoitia: la muerte perfecta

By on julio 18, 2019

“La muerte es el comienzo de la inmortalidad”

Maximilian Robespierre

Después de concluir una lectura densa (La náusea de Sartre), necesitaba una lectura ligera, así que me dirigí a uno de los libreros del estudio y, entre muchos, reencontré uno que no recuerdo cómo llegó a mis manos. Es un libro de Vicente Leñero: Los pasos de Jorge Ibargüengoitia, de la colección Biografías y Memorias de la Editorial Planeta (2009). Es una reedición, la primera fue en 1989, seis años posteriores a la muerte del protagonista.

Siempre nos aproximamos a las obras por diversos caminos. En mi caso, la primera que vez que estuve frente al legado de Ibargüengoitia fue en una adaptación de su novela “Dos crímenes” (1994) al cine, dirigida por Roberto Sneider y estelarizada por el vigente Damián Alcázar, quien hace unos meses protagonizó “El complot Mongol” (2018). Para esas fechas, los 90´s, se refería a este tipo de películas como “el nuevo cine mexicano”. Recuerdo que la trama me impactó y me invitó a verla una segunda vez, suelo hacerlo con películas en las que creo que una segunda o tercera lectura es pertinente, he llegado hasta a ocho con “Ojos bien cerrados” (1999) de Kubrick y “El resplandor” (1980) del mismo director.

Posterior a este primer acercamiento a Ibargüengoitia a través del cine, se siguieron otros con “Maten al león” (1977) y “Estas ruinas que ves” (1979), también adaptaciones de sus novelas. Quizá una de las películas más vistas y comentadas sea “La ley de Herodes” (1999) dirigida por Luis Estrada, adaptación de su libro de cuentos del mismo nombre (1967) y también protagonizada por Damián Alcázar.

Desde siempre, mi naturaleza curiosa me ha llevado a tratar de conocer la vida del creador, algo de lo que ningún taller o curso ha podido hacerme desistir, a pesar de que repiten que hay que ver la obra sin preocuparse de quién la hace. Mi formación en la psicología me entromete en las biografías de los personajes; no puedo concebir la obra aparte de la vida, la obra es una consecuencia de la vida. Lo que se pone a consideración de nuestros sentidos tiene un antes que la determinó, para bien o para mal. Apuntala esta aseveración el que hace unos días leía el cuento “La mujer que no” de Ibargüengoitia y, al pasar la vista por el título escrito por Leñero, me decidí a seguir sus pasos en 149 páginas que leí cerca de seis horas (lectura ligera).

El tema que me ocupa al entrar a la vida de Ibargüengoitia es la concatenación de pérdidas, renuncias, insatisfacciones, reinvenciones, frustraciones y, como colofón, un accidente aéreo que terminó con su vida a los 55 años. Pareciera exagerado pero, si su muerte impacta, impacta aún más su vida.

La primera pérdida que tuvo fue la de su padre, a los pocos meses de que nació, ocasionando que creciera entre mujeres: su madre y sus tías. Las mujeres deseaban que fuera Ingeniero, por lo que tuvo que trasladarse a Ciudad de México desde Guanajuato, de donde era originario. Insatisfecho con la carrera, un encuentro fortuito con Salvador Novo en Guanajuato, quien había llegado a presentar “Rosalba y los llaveros” de Emilio Carballido, lo decidió a dejar la carrera de la UNAM para inscribirse a la Facultad de Filosofía y Letras de Mascarones, para estudiar Teoría y Composición Dramática, lo que nunca agradó las mujeres de la casa quienes lo visualizaban como ingeniero y no como dramaturgo.

Con 23 años de edad, y a dos años de concluir la carrera de ingeniería, comenzó su carrera literaria con el maestro que lo marcó sus años de formación: Rodolfo Usigli, el padre del teatro mexicano: “…él se sentaba en una silla y daba clase, y yo me sentaba en otra y le oía..,” cita Ibargüengoitia en el ensayo “Recuerdo de Rodolfo Usigli”, publicado en agosto de 1979 en la revista “Vuelta” (fundada por Octavio Paz), semanas después de la muerte del dramaturgo.

Usigli lo consideraba su único alumno verdadero, junto con Luisa Josefina Hernández, el amor imposible de Ibargüengoitia, referenciada a lo largo de su obra literaria, a veces de manera directa. A pesar de su empeño y dedicación, nunca logró complacer a su maestro. La crítica constante al diálogo elíptico de su alumno, y a la poca profundidad de los personajes como consecuencia de esto, decantó en que, aunado al poco éxito de sus obras de teatro, Ibargüengoitia abandonara para siempre el género después de varios intentos.

Desde su primera obra, “Susana y los jóvenes”, examen final del tercer año de Teoría y Composición Dramática, Ibargüengoitia se autoreferenció con Luisa Josefina (Susana) entre dos jóvenes ingenieros, uno aplicado y otro flojo, no quedándose al final con ninguno, narrativa similar en “Clotilde en su casa”. El novel dramaturgo perfiló las características literarias y temáticas que abordarían sus obras, los triángulos amorosos permearían su obra. Como recursos, se serviría de la ironía, la simpleza de conflictos y amargura, consecuencia de sus frustraciones sexuales, económicas y artísticas. Quizá tenga razón Virginia Woolf al decir en “Un cuarto propio” que no se puede crear hasta no vaciarse de los pesares ya que, hasta no hacerlo, la escritura se vuelve una expiación.

Al ser dilecto de Usigli, este intentó dirigir su ópera prima: “Susana y los jóvenes”, lo que no se concretó porque por aquellas fechas el maestro fue enviado como delegado de México de la Industria Cinematográfica al Festival Cinematográfico de Edimburgo. Sin embargo, previo al estreno, Usigli organizó una lectura con un reparto tentativo entre los que se encontraba Maricruz Olivier, con quien Ibargüengoitia tuvo un desafortunado encuentro al estrecharle la mano y que una herida en ésta arrojara sangre directamente al ojo de la actriz, quien se retiró para nunca volver. Entre esta cadena de infortunios se sumaron cambios de teatro, renuncia de actores, el viaje de Usigli, entre otros. Finalmente, la obra la dirigió Luis G. Basurto, sin el éxito apoteótico que esperaban.

Usigli apoyó a Ibargüengoitia, dejándole su clase de Teoría y Composición Dramática en la universidad, clase que también heredó a Luisa Josefina. Asimismo, incluyó “Susana y los jóvenes” en la antología bajo encargo de la Editorial Aguilar acerca de lo más representativo del teatro mexicano contemporáneo. Sin embargo, tiempo después la relación Usigli- Ibargüengoitia ya daba visos de llegar a su fin cuando Usigli criticó que trabajara como publicista.

Al finalizar las becas con las que vivió hasta entonces, tuvo la necesidad de buscar un empleo no visto con buenos ojos por su mentor. Ibargüengoitia envió por barco al Líbano, donde radicaba Usigli, su última obra, la que consideraba la mejor escrita: “Ante varias esfinges”. Usigli, alargando la respuesta, finalmente al año le respondió con una crítica tan severa que Ibargüengoitia decidió no seguir las sugerencias, aunque le hizo creer que sí. Esa fue la última vez que se comunicaron. Ibargüengoitia siguió escribiendo teatro.

Posteriormente llegó Usigli a México a la inauguración del Teatro Independencia, y a la puesta en escena de “Corona de fuego”, obra de su autoría sobre Cuauhtémoc, escrita en verso. Para asombro del dramaturgo, resultó un fracaso. La crítica fue severa e Ibargüengoitia se sumó a esta, en venganza porque su mentor no lo mencionó durante la entrevista que le hizo Elena Poniatowska a pregunta expresa: “¿Y los autores mexicanos, maestro?”. Usigli mencionó a Luisa Josefina y a Raúl Moncada, pero no a él. Pareciera que la ruptura alumno-maestro fuera universal, años antes también sucedió en Alemania con los filósofos Husserl y Heidegger; en el campo del psicoanálisis, la historia se repitió con Freud y Jung.

Ibargüengoitia se reinventó las veces que fueron necesarias para sobrevivir en el universo literario. Ensayó tonos, inventó anécdotas, probó géneros; escribió comedia musical, cuento, teatro infantil, periodismo, ensayo. Incursionó en la crítica teatral en la Revista de la Universidad de México, después de 10 años de fracaso como dramaturgo y varias obras que a la fecha ni se mencionan. En la crítica volcó todas sus frustraciones, lo que redundó en enemistades con quienes habían sido sus compañeros de clase y de teatro.

El final de su etapa de crítico también concluyó mal cuando se burló de “Landrú” de Alfonso Reyes, fallecido años antes, exhibida en La Casa del Lago y dirigida por Juan José Gurrola. Si bien la revista no lo censuró, en la misma edición se publicó la respuesta de Carlos Monsiváis al mismo. Después del incidente, publicó un último texto a manera de despedida intitulado: “Oración fúnebre en honor a Jorge Ibargüengoitia”.

En 1964 comenzó a escribir narrativa con éxito, continuando en el género hasta su muerte, 19 años después. En este tiempo, alcanzó a escribir el libro de cuentos “La ley de Herodes” (1967); “Viajes por la América ignota” (1972) otro de artículos recopilados, y las novelas “Relámpagos de agosto” (1964), “Maten al león” (1967), “Estas ruinas que ves” (1974), “Las muertas” (1977), “Dos crímenes” (1979) y “Los pasos de López” (1981). Al momento de su muerte, quedó inconclusa “Isabel cantaba”.

No sé si Ibargüengoitia, de tener la posibilidad, hubiera elegido la forma como murió. No podemos decir de manera absoluta que la forma de morir sea un devenir del tipo de vida que se lleva, porque no siempre se corresponden vida y muerte. Sin embargo, en este caso, una vida con tantos infortunios y sinsabores tuvo la muerte perfecta para redondearla: El accidente aéreo en Madrid rumbo al encuentro de escritores en Bogotá cortó de tajo la existencia de quien no nació con estrella, pero murió estrellado.

Aída López

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