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In Memoriam – Gabriel García Márquez

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Hace un año recibimos con serenidad la noticia del fallecimiento del escritor Gabriel García Márquez. No puedo decir que, al enterarnos, nos causó alegría o tristeza. Por los medios ya sabíamos que sus facultades físicas y mentales estaban mermadas. Por supuesto, habríamos de pecar de egoísmo al estar pensando que en cualquier momento nos asaltaría con una nueva novela, o libro de cuentos. También, en algún momento comentó en los medios que había dejado de escribir; por supuesto, nadie le creyó, quizá por esa idea de que el soldado, el periodista, el escritor debe morir en la trinchera, en el primer puesto de combate, en este caso sobre el ordenador o la máquina de escribir. También son humanos y merecen un descanso, pero ahí queda su obra para estudiar, releer o descubrir por vez primera.

¿A qué viene todo este preámbulo? Hasta donde yo sepa, ningún medio local comentó que Gabriel García Márquez alguna vez, de manera pública y abierta, estuvo en Mérida invitado por el productor Manuel Barbachano Ponce, y que la crónica de su visita se dio en el contexto de la casa Los Almendros, al final de la Avenida Reforma, frente al asilo Celaráin en Cupules. Luego, en otra ocasión, otro medio – hoy desaparecido – destacó en su nota de Aeropuerto que Gabriel García Márquez tocó tierras yucatecas, al interior de una aeronave, en su camino hacia La Habana. Luego se sospechó que el escritor estuvo de incógnito en la meridana capital yucateca, y que solo unos cuantos le reconocieron. Esto ya parece un pasaje bíblico que no le queda a deber nada al realismo mágico macondiano, pero eso ya es parte de la leyenda urbana.

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Me permito llamar al escritor por su nombre: Gabriel García Márquez, “aunque me tarde un poco”, dado el respeto místico y la veneración que le tengo. En ningún momento podría yo llamarle Gabo, como muchos advenedizos o confianzudos de los medios le llamaron – incluso se atreven a llamar “La Gaba” a la señora Mercedes Barcha, su viuda. Ese sobrenombre o diminutivo cariñoso para los Gabrieles colombianos se lo dejo a aquellos que conformaron su primer círculo de amistades, o para aquellos que lo presumían ser, tal como Héctor Aguilar Camín y su esposa Ángeles Mastretta, que no dejaron pasar la oportunidad de tomarse un selfie con el catafalco del escritor de fondo. Por cierto, fue una foto bastante criticada por la superficialidad del hecho.

Entre los modestos tesoros que guardo en un viejo cuarto de cachivaches existe, si no lo ha devorado aún la polilla, un viejo “cuadro” actualmente llamado fotograma o cartel de promoción cinematográfica, de aquellos que se colocaban en los cines de los pueblos o los cines de la Mérida de los años ochenta y mediados de los noventas. Manufacturados en la técnica de una fotografía y agregados como una ilustración, presentaban créditos con los nombres de los actores, director y productora, todo hecho a mano por anónimos ilustradores. El que refiero es de la película “En este pueblo no hay ladrones”, sobre un cuento homónimo de García Márquez, una sencilla historia desarrollada en un pueblo caribeño – tal como se podría esperar – en el cual la sustracción de las bolas de billar de marfil, y su posterior ocultamiento, deriva en un tragedia local dado que es la única diversión y esparcimiento del pueblo. El autor del hecho es un bueno para nada, un don nadie, y gasta lo que le proporciona su enamorada esposa que, embarazada, lava y plancha ajeno.

Los días transcurren lentos y todavía más difíciles que los demás días, por la larga e inacabada espera a que lleguen las nuevas bolas de billar. La fábula del cuento y la película es que uno puede pecar de ladrón, que es grave, pero todavía más grave lo es pecar de bruto. Si me permiten, este cuento es quizá el que cuenta con mayores recursos e influencias rulfianas de todos los que escribió el autor colombiano. Juan Rulfo fue uno de sus maestros de cabecera, el otro lo fue Kafka. Recién llegado el autor a México, otro colombiano universal – Alvaro Mutis – le arrojó los libros El Llano en llamas y Pedro Páramo, y la expresión imperativa “Para que aprenda a escribir”. Señores, todo lo que les digo se puede verificar.

En el cartel de la película no le se le da ningún crédito al autor colombiano. El filme de Alberto Isaac fue una película de inexistente presupuesto, hecho con la colaboración de los amigos y extras espontáneos y en ella aparecen aparecen Abel Quezada, Juan Rulfo, Carlos Monsiváis, José Luis Cuevas, Luis Buñuel, y García Márquez, fumándose un cigarro a la entrada de un cine, recibiendo los boletos de mala gana.

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Cómo les digo para que me crean que ese ambiente fue el de mi pueblo y muchos pueblos de México: el billar, que no hacía referencia propiamente al juego de mesa sino al espacio, al predio, al edificio donde se reunían las personas a jugar o simplemente a mirar, donde había de una a tres mesas y donde se podía apostar o “plantar” con semillas o tapas de refrescos, jugar cartas, dominó o cubilete. Quizá uno podría pasar el solitario, extenso y oscuro, Campo Marte de los pueblos, que es el significado y equivalente cultural de las actuales plazas, ser devorado por los fantasmas de la soledad o mordido por la rabia del hastío y, quizás para huir de ellos, solo nos quedaba el refugio del billar, el único lugar verdaderamente animado de una comunidad. Y quizá en esta identificación, esta subjetivación que nos tocó a todos de manera particular, reside la universalidad del genio de Aracataca, el genio de las letras colombiano-mexicanas.

Las siguientes líneas son un breve pero emotivo homenaje a don Gabriel García Márquez:

“Una vez descubierto, es imposible no prestarle atención, algunas veces más de lo que se supone. Ir por él es una alegoría de Moby Dick: siempre estamos a la caza de la ballena blanca, la suprema convicción y el deseo insatisfecho. Unas veces nos rodeamos de una incontable cantidad – son nuestros amigos–. En él están depositados sueños, fantasías, irrealidades, quizá pesadillas y las peores atrocidades que la mente humana puede resguardar, sus interiores albergan casi todo. Nos procura placer y horas de entretenimiento. Quizá también es una representación de la ventana que abrimos y por la que escapamos y, en vez de caer, subimos y volamos. ¿Por qué me recuerda a Birdman? Algunos estamos convencidos que ahí está todo lo que hay que saber, todo lo que hay que conocer pero, como casi todo, es una herramienta, es un soporte a nuestras menguadas fuerzas para hacer, soñar, ejecutar lo que en la vida real nos está imposibilitado. Damas y caballeros, recibamos con emoción contenida al Libro”.

Juan José Caamal Canul

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