Historias Del Ferrocarril: En la Estación del Tren

By on marzo 20, 2015

 

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El silbato se escuchó a lo lejos, y presuroso dirigió sus pasos hacia la cercana estación del ferrocarril. Todos los días acudía a ver la pasada del tren que, procedente de la ciudad de Campeche con destino a Mérida, se detenía en los pueblos situados a lo largo del Camino Real. Serían las cuatro de la tarde y, serpenteando en veloz carrera por entre los charcos de la calle, espantaba las mariposas que se arremolinaban multicolores sobre los terrones de lodo.

En la estación lo esperaba su padre, el jefe de estación, con los diez centavos de costumbre que bien le alcanzaban para comprar las garnachas y la horchata. En el andén, las mestizas ataviadas con huipiles y rebozos de Santa María ofrecían sus variadas ventas que impregnaban el ambiente de olores y sabores deliciosos.

Al detenerse el tren, los pregones de las muchachas vendedoras no se hacían esperar: panuchos, salbutes, horchatas, de todo, antojos de la región. Era de verse los rostros ansiosos de los viajeros hambrientos que, asomados por las ventanillas de los vagones, devoraban los exquisitos manjares. No faltaba, desde luego, el coqueteo entre los viajeros y las guapas muchachas del pueblo, que dejaban escapar en amables sonrisas las luces perlinas de sus blancos dientes en complacencia al forastero.

El maquinista del tren era su amigo y de vez en cuando le permitía subir a la locomotora. Era un tipo corpulento, de overol aceitoso y con la cara cubierta de tizne; aunque de amenazador aspecto, buena persona. Se llamaba Acrelio. Gustoso explicaba los secretos de la locomotora de vapor: las entrañas de fuego consumían grandes atados de leña y agotaba, cual sediento dragón, el depósito de agua que lo abastecía.

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Cierto día, al ponerse en marcha el tren, un pequeño vendedor de garnachas resbaló en el andén y cayó muy cerca de las enormes ruedas de acero que amenazaban triturarlo al más leve movimiento. ¡Gritos de horror, rostros de espanto, confusión! ¡Señales desesperadas avisaban al maquinista para que detuviera el convoy! Acrelio estaba en lo suyo, moviendo palancas y abriendo llaves para dar mayor velocidad a la locomotora. No se percataba del incidente. El fogonero alimentaba con leña la caldera infernal de la máquina que, echando fuegos y espesos humos negros por la chimenea y resoplidos de vapor por los escapes, corría cada vez más rápido ante la mirada atónita de la gente.

El rostro pálido de muerte, los ojos llorosos y las pupilas dilatadas del niño presagiaban un cruel desenlace. Velozmente, muy cerca de su cabeza pasaban las escalerillas de los vagones que amenazaban decapitarlo. El niño trataba de incorporarse, agravando con ello su situación.

De pronto, chirridos de frenos, y golpeteos de vagones que chocaban entre sí estremecieron el ambiente. El tren se detuvo: Acrelio había alcanzado a percibir por el retrovisor las confusas señales. Algo malo pasaba, e instintivamente aplicó los frenos antes de que el niño fuera hecho pedazos. Acrelio había salvado la vida del pequeño vendedor de garnachas.

Poco tiempo después, una tarde el tren no llegó: había descarrilado con saldo de muertos y heridos.

Acrelio murió en su locomotora…y el tren siguió pasando con su cargamento de nostalgias y esperanzas.

 

César Ramón González Rosado

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