Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno – XLIII

By on enero 7, 2022

XII

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Las parrandas eran cosa de todos los días en la Ciudad de los Brujos del Agua: corría sin límite la hierba para mejor alegrarse y las comilonas devenían pantagruélicas. A las mesas se sentaban los reyes aliados de Chac Xib Chac, trajeados de llamativas mantas de algodón, anudadas alrededor de los hombros, y finas sandalias doradas; un apuesto príncipe cupul, pisaverde de los buenos, vestía una piel de jaguar en vez de la manta cuadrada y, sabiéndose atractivo con tales ropas, gustaba de pasearse por el comedor ante los ojos embelesados de las hijas de las aristócratas; pero lo más espectacular de las fiestas lo constituían los lujosos tocados de los convidados reales: el de Chac Xib Chac, la gran creación de su modisto Namo Canché, era un insulto a la miseria de los winicoob: sobre el armazón de mimbre, Namo había labrado una feroz cabeza de serpiente que recordaba la simbología del Serpiente Emplumada; completaba aquella mágica estructura la cobertura de una piel de jaguar, mosaico de plumas y trozos de jade; un altísimo penacho de plumas de doce clases de aves exóticas coronaba la obra maestra de Namo que todos contemplaban asombrados.

–Dime la verdad, Tutul Xiu –le decía en privado Chac Xib Chac al rey de Uxmal–¿Hay aquí, entre todos los invitados, alguno que lleve un tocado más hermoso que el mío?

–No, Chac Xib Chac –suspiraba Tutul Xiu–. Ninguno se aproxima en absoluto al tuyo. Ciertamente hay que felicitar a Namo Canché.

–En verdad –aprobaba el rey–: él sabe hacer destacar mi elegancia natural.

Lo cierto es que a la mesa de Chac Xib Chac sólo se sentaban los convidados especiales y todos lucían ropas de lujo y tocados que remataban en admirables juegos de plumas. En otra mesa distinguida departían los jefes de los reinos menores, los capitanes principales y un número de sacerdotes muy amigos de empinar el codo. Los winicoob escuchaban desde sus chozas el vocerío de los celebrantes y se dolían de nunca ser admitidos en aquellos festines, aunque estaban conscientes de su condición de apestados.

–No los quiero por aquí –le advertía Chac Xib Chac al capitán Ojos de Culebra–, su olor no me es agradable y menos su apariencia. Mantenlos alejados de la ciudad.

El capitán, disciplinado a las órdenes de su patrón, apostaba durante los festines a decenas de guardias en los alrededores de la ciudad sagrada para impedir a ella el acceso de los winicoob.

Águila Divina, cómodamente recostado en un camastro, masticaba, al modo de los rumiantes, su acostumbrada provisión de tabaco fresco, mientras observaba con ojo crítico gesticular y alardear de sus riquezas a su jefe. El consejero áulico se manifestaba asombrado de la indiferencia y la apatía de Chac Xib Chac ante los peligros que le acechaban. En medio de aquellas constantes celebraciones, el rey había restado toda importancia al hecho de que Hunac Kel estaba vivo y que podría tomar venganza en cualquier momento.

–O es muy ingenuo o es muy idiota –le confiaba a su subalterno, el sacerdote Nahau Kumun–; este hombre, al que le he señalado tantas veces los riesgos que corre ante las ideas vengativas de Hunac Kel, simplemente se emborracha y desatiende mis advertencias. Y no te creas que lo hace de puro valiente ¡qué va! Sabe que cuenta con la adhesión de los otros reinos y se regodea de sentirse protegido de un ejército imbatible, y de que a Hunac Kel, si se atreviese a asaltar Chichen Itzá, lo aplastaría como a un gusano.

–Bueno, tú has cumplido con tu tarea de consejero, Águila Divina –lo apaciguaba el otro, que también observaba con disgusto la necedad de Chac Xib Chac–: ¿Qué más puedes hacer? Será culpa suya lo que suceda en el futuro, no la tuya.

–Lamentablemente tuvo razón en un punto –reconoció Águila Divina–: sus aliados, que se le distanciaron desencantados ante la inesperada cancelación del asalto a Mayapán cuando todos habían realizado un gran esfuerzo para respaldarlo, olvidaron pronto su resentimiento en cuanto los invitó a estos pomposos banquetes dizque para festejar el regreso de Blanca Flor. Y míralos: comiendo y bebiendo a lo bestia, y lo que más les gusta: de balde.

–En efecto –observó Nahau Kumun–. Mira a Tutul Xiu, que se cae de borracho, regando con sus orines las plantas de ornato del palacio; los príncipes cochuajes, con tanto balché encima, han sido esta tarde demasiado rudos con los sirvientes y les han pegado de puntapiés.

–Y lo mismo podríamos decir de los jefes cheles –añadió Águila Divina–, y de los cupules. El espectáculo es, en general, deprimente. ¡Si hasta el mismo rey Ulil, que no es de beber, se ha dormido y ronca como lo haría un rústico a su mesa! Me disgusta todo esto… En cuanto pueda le diré las verdades a Chac Xib Chac. Míralo levantar su copa y brindar por su recuperación de Blanca Flor; es feliz, eso se ve a la legua, mas ¿por cuánto tiempo?

En este banquete particular, Chac Xib Chac, dando traspiés, recorría las mesas seguido de dos esclavos cuya única tarea consistía en llenar de balché las copas vacías de los nobles invitados. Al aproximarse a la mesa de los sacerdotes, Águila Divina, tirándolo de su capa, lo reconvino por lo bajo:

–¿No crees, Chac Xib Chac, que son ya muchas las juergas en honor de tu esposa? Tienes que vigilar tu salud y cuidar de tu reino.

–No quiero sermones ahora –respondía el rey con la voz vacilante del borracho–. Déjalos para después…

–Perdóname –dijo el viejo– pero recuerda que estoy para ver por tu salud y por la de nuestra ciudad.

–¿Y nuestra ciudad –reviró Chac Xib Chac– no merece celebrar el feliz retorno de la esposa del rey y la absoluta humillación del enemigo Hunac Kel?

El festín concluyó bien entrada la noche. Como siempre, los nobles invitados terminaron tumbados en el piso. Más tarde llegaron los esclavos para limpiar los vómitos y los escupitajos:

–Para algo que sirvan los esclavos –gritó el rey entre eructos antes de retirarse a su recámara–: que limpien los escupitajos y los vómitos de mis convidados, y aun la mierda de los que se cagaron –y rió con una risa loca.

Al día siguiente el rey se sentía del carajo: la espantosa resaca lo tenía malhumorado y se la pasaba maldiciendo. Durante los últimos días había creído observar que el vientre de Blanca Flor había crecido, pero desechó esa impresión pensando que eran alucinaciones suyas.

«No puede ser –se decía a sí mismo–; los dioses nunca podrían castigarme de esa manera. Es sólo mi imaginación.»

Sin embargo, aquella mañana, cuando atisbó a su esposa, desnuda, a través de una celosía, ya no tuvo ninguna duda. Al mediodía le lanzó a boca de jarro la terrible pregunta:

–¿Qué ha ocurrido con tu vientre, amada mía? No me digas que estás embarazada.

–No, no lo estoy –dijo la joven– ¿Cómo puedes pensar…?

–Vamos, no te hagas la inocente –la voz del rey había crecido en volumen y en cólera–, y tampoco intentes engañarme o te arrancaré la lengua. Ahora, dime ¿De quién es el hijo que llevas en el vientre?

–Ha de ser tuyo puesto que tú eres mi esposo –respondió Blanca Flor sin evidenciar el menor temor–. ¿De quién más podría ser?

El rey montó en cólera:

–¡Maldita ramera! –gritó–. No es mío ese bastardo y tú lo sabes, embustera. De seguro te has revolcado con ese demonio de Hunac Kel. El hijo es suyo y lo que has hecho no tiene perdón.

Chac Xib Chac golpeó a su mujer de cruenta manera: le pegó de puñetazos en la cara, deformándosela, la jaló de los cabellos y la tumbó al suelo, donde la pateó, indefensa, gritándole palabras obscenas. La llamó basura, la llamó puta y malagradecida; no le había gustado el tono sarcástico con que ella contestó a sus preguntas. El hijo no era suyo, nunca podría serlo por la impotencia sexual que sufría de antiguo: con su joven esposa el tiempo se le había ido en juegos eróticos y en torpes ensayos de cunnilingus, puesto que no podía penetrar a ninguna mujer, mucho menos embarazarla. Carecía del poder de la erección, y sus genitales colgaban inertes a pesar de que sus médicos lo habían tratado con una variedad de hierbas afrodisiacas y baños aromáticos. Todo había sido en vano. Un brujo le aseguró que incrementando el número de sacrificados los dioses le darían la potencia que añoraba: arrojó con enfermiza impaciencia a decenas de hombres y mujeres al Cenote Sagrado, sin obtener la cura prometida. Hizo ofrendas de corazones humanos en el altar azul en balde.

En medio de la vapuleada, llegaron corriendo los padres de Blanca Flor, atraídos por la tremenda escandalera; horrorizados, se lanzaron sobre el rey tratando de liberar a la joven de sus garras:

–¿Por qué la golpeas, señor? –le gritaba Namay Pot llorando–. Mira como la has dejado…

Chac Xib Chac, ciego de ira, la emprendió a patadas contra los esposos, y dirigiéndose a Ojos de Culebra, que presenciaba la escena divertido, le ordenó:

–¡Llévate a estos sucios plebeyos fuera de mi vista, cabrón! No los quiero más por aquí.

–¿Y qué hago con ellos, señor?

–Devuélvelos a su cochina choza en el monte, donde pertenecen.

–Pero somos tus suegros, señor –suplicaba, bañada en llanto, la señora Pot…

–¡En mala hora os hice mis suegros, gente barata! Pero ya no lo sois más. Ahora mismo me regresareis todo lo que os he regalado, para nada.

Ojos de Culebra y sus hombres se llevaron a rastras a los esposos a sus habitaciones, los despojaron de todos los presentes reales y los condujeron a su lejano pueblo, descalzos y apenas cubiertos con unas bastas capas de algodón.

Libre de esta distracción, Chac Xib Chac continuó descargando su furia contra su esposa. Hubo un instante en que pretendió ahorcarla: las huellas de sus dedos veíanse en su delicado cuello.

–¡Basta ya, Chac Xib Chac! –le gritó Águila Divina, que llegaba a la escena, atraído por el alboroto–. Muy bien: te ha traicionado, pero ha sufrido suficiente castigo esta mujer. ¿A dónde piensas llegar?

Fue cuando el rey se detuvo, sintió que le dolían los nudillos, observó la hinchazón de sus manos, que había sangre en el suelo y en las paredes, y se percató de la presencia de una mujer con los ojos morados y la boca destrozada. Sus enaguas estaban hechas jirones y apenas si balbuceaba cosas incoherentes. Entonces, sin la menor consideración, la hizo encerrar en uno de los calabozos del palacio.

–¡Ay, dioses! –clamó el rey en voz alta–. No me aliviasteis de mi mal y no he podido engendrar un hijo que gobierne a Chichén Itzá cuando yo me marche. ¡Os habéis burlado de mí!

Y, fatigado, se dejó caer en un camastro.

Al verlo en tal estado, Águila Divina pensó que al fin se había aplacado su furia, y con mucha discreción le dijo:

–Vamos, Chac Xib Chac: tienes que ser sensato. Como tu esposa te ha sido infiel, nuestras leyes te dan el derecho de castigarla, pero actúa con prudencia, hombre, y evita más derramamiento de sangre.

–¡No merece mi prudencia esta puta de mierda! –rugió el rey, cuya venganza estaba todavía lejos de saciarse–. ¡Ay!, si todavía vivieran los Brujos Malos de los tiempos del Popol Vuh, se las entregaría para que la sacrificaran en la selva y luego me trajeran su corazón para arrojarlo al fuego. Pero los Brujos Malos ya no lo son más, y acaso de nada me servirían, por lo que he de ser yo, el marido ofendido, quien debe tomar en sus manos hacer justicia.

–En realidad, ya te has hecho justicia, hombre –Águila Divina persistía en aplacar la furia de su patrón–: la golpeaste con brutalidad, ha sangrado copiosamente y es posible que aborte el hijo que lleva en las entrañas ¿Y todavía buscas venganza?

–Soy el rey, Águila Divina –reviró el otro– y debo dar ejemplo de dignidad a mi pueblo. No soy como los winicoob para quienes la infidelidad es cosa de todos los días y nada pasa. Ellos son como animales, en cambio entre nosotros, los de la realeza, no hay perdón para el adulterio.

–Bueno, sí lo hay –alegó el sacerdote–; nuestros códigos señalan que el marido ofendido, si lo desea, puede perdonar a su esposa.

–Pero yo no lo deseo, y sí, en cambio, quiero sentar un precedente. Mis alternativas son infinitas: puedo, si me place, infamar a esa golfa exhibiéndola, en cueros, ante las burlas de la chusma; puedo aplastarle la cabeza con una roca; también mandarla lapidar por el pueblo, y después yo mismo arrastraría su jodido cadáver a lo hondo de la selva, donde sus restos serían pasto de los zopilotes. Si me da la gana, lo puedo matar a estacazos. Lo dicta la ley.

–O podrías perdonarla –insistió Águila Divina–; eso también está escrito en la ley.

–No, perdonarla, nunca –respondió Chac Xib Chac dándole la espalda a su tutor–, tiene que pagar con más sangre esa doble ofensa: el ser infiel y el haberlo sido con Hunac Kel, la peor de mis pesadillas.

Mientras tanto, Blanca Flor languidecía en prisión; la habían curado de sus lesiones, pero todavía sufría de dolores en el vientre y no sabía, ante las fullerías de los brujos que la trataban, si finalmente perdería al hijo que esperaba y que constituía su mayor ilusión, ahora que la habían arrebatado del lado de su amado Hunac Kel. Pero, quién sabe, las furiosas patadas de Chac Xib Chac en su vientre acaso le provocarían el aborto.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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