Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno – V

By on abril 15, 2021

II

1

El pequeño Hunac Kel, bajo los cuidados de Tigre de la Luna, se desarrolló despierto y vigoroso, y a los once años de edad mató a su primer venado con un certero flechazo en el corazón. Admirado de esta proeza, su tutor le compuso unos versos que cantaban la infantil hazaña:

Escucha, escucha

pequeño príncipe, pequeña águila,

aquí debajo del sol

en esta tierra bendita de los dioses

mataste hoy tu primer venado; he visto que bien le atinaste

con tu rápida flecha.

Míralo, pequeño cazador,

mira al venado que mataste:

helo aquí,

tendido a tus pies.

Regocíjate en tu corazón:

tú lo hiciste.

Mas, por otra parte, la sagacidad y la audacia del niño ponían en un brete a su tutor. Sus travesuras sumamente riesgosas mantenían a Tigre de la Luna en un estado de constante inquietud: el chico saltaba las albarradas con la agilidad de un ciervo y subía y bajaba los altos edificios de Mayapán a gran velocidad, con riesgo de precipitarse al vacío. No tenía miedo de aventurarse por la selva rebosante de jaguares y serpientes venenosas, a veces desaparecía por todo un día y, después de desesperadas búsquedas, venían a encontrarlo dándose chapuzones con otros chicos en alguno de los veinte cenotes de la ciudad.

– ¡Valiente misión me heredó tu ilustre padre Ah Me’ex Cuc! –lo reconvenía su tutor–. Tus travesuras me provocan más dolores de cabeza que todos los problemas de la ciudad. Tendré que mandar dos guardias para vigilar tus pasos, noche y día.

Pero ni los guardias pudieron con la astucia del niño que, sin que se percataran, se escabullía de su vigilancia y no era fácil dar con él. Un día lo encontraron en Chichén Itzá riñéndole con altanería al mismo rey Chac Xib Chac.

–¿Qué ocurre, Chac Xib Chac? –lo interpelaba el niño–. ¿No mandas limpiar y desbrozar tu ciudad alguna vez? Los grandes altares los miro como abandonados a su suerte, y me dicen que hay maleza dentro del Templo de los Guerreros y hacia la parte vieja de la ciudad. Te aseguro que nuestra plaza de Mayapán luce más limpia que la de Chichén Itzá.

Chac Xib Chac, que sabía con quién hablaba, no atinaba a responder pues, era cierto, había descuidado un tanto la limpieza y el desbrozo de algunos edificios y de las calles de la ciudad:

–Está bien, muchacho –contestaba el rey—; ya me he percatado de que eres muy listo y nada escapa a tu curiosidad. Es verdad: algunos edificios no han sido desbrozados últimamente, pero lo serán… lo serán. Tú no sabes, pequeño venado, lo difícil que es gobernar una ciudad como Chichén Itzá, con tantos solares y monumentos, y mantenerla limpia. Es una tarea sobrehumana. Cuando algún día llegues a ser rey de Mayapán comprenderás lo que te digo

El chico no tuvo ningún empacho en hablarle al soberano como si se estuviera dirigiendo a uno de sus compañeros de juego:

–Vamos, tú tienes muchos hombres a tu servicio –le dijo– y no me vengas con que no puedes conservar tu ciudad limpia. Ya verás cuando yo sea rey de la mía: entonces te invitaré a visitarla para que te mueras de envidia.

–Escucha muchacho –le dijo Chac Xib Chac, tratando de desembarazarse de su enfadoso huésped–. ¿Por qué no das un paseo por la ciudad escoltado de alguno de mis guardias? Así verás por ti mismo como luce el Observatorio y de paso admirarás el Tzompantli, monumento levantado con las calaveras de mis enemigos muertos en batallas heroicas; anda y comprueba si el Templo de los Guerreros es un herbazal como dicen. Luego te guiaré yo mismo por la parte vieja de la ciudad, donde yacen los falos gigantes.

–Está bien, Chac Xib Chac –dijo el chico– pero, más que nada, me gustaría conocer el Templo de Kukulcán…

–Pero ese es un lugar sagrado, muchacho –respondió el rey–, y no sé si nuestro gran sacerdote Águila Divina permitiría que un chico de tu edad ascendiera la pirámide…

Águila Divina, el mayor sacerdote de Chichén Itzá, que se hallaba próximo al rey, hizo un movimiento afirmativo de cabeza.

–Águila Divina ha otorgado su permiso –dijo contento Hunac Kel–; por ahora caminaré por la ciudad y más tarde, al declinar el sol, visitaré el Templo de Kukulcán. Gracias, Chac Xib Chac.

–No tienes por qué darme las gracias. Escucha, muchacho ¿Por qué insistes en llamarme Chac Xib Chac? ¿Acaso no sabes que soy un rey?

–Yo también soy rey, Chac Xib Chac, o lo seré cuando tenga edad para reinar. Por ahora soy príncipe, y me has llamado todo el tiempo muchacho. ¿Qué pasa contigo? Los dos pertenecemos a la realeza y los dos nos debemos respeto.

Dicho esto, Hunac Kel hizo mutis y partió, escoltado de un guardia, a dar fe de la limpieza de la ciudad. Águila Divina esbozó una leve sonrisa ante las ocurrencias del pequeño príncipe de Mayapán; Chac Xib Chac, mosqueado, dio media vuelta y se dirigió a su palacio pulido y brillante, pintado de cal, verdadero museo de joyas invaluables, de efigies de los dioses lares y estelas gigantes ricas en jeroglíficos. Águila Divina, apurando el paso, le dio alcance y entraron juntos al edificio:

–¿Qué piensas, señor –––le dijo sin perder su sonrisa burlesca– de las gracias de tu joven amigo?

Chac Xib Chac estaba furioso: –Ah ¿ese? –respondió con irritación– No es más que un mocoso atrevido e insolente. No tiene ningún respeto por sus mayores. ¡Valiente rey le aguarda a Mayapán!

–Pero no me negarás que es listo y que su sentido crítico es admirable –refutó el sacerdote.

–¿Cuál sentido crítico? —alegó el rey, a quien no le hizo mucha gracia el comentario–. Cualquier infeliz se percataría de que hay sitios en la ciudad que no han sido desbrozados del todo. Los dioses no nos castigarán con una catástrofe por ello.

–Bueno, él sólo hizo una observación –el sacerdote intentó proseguir su elogio del muchacho, pero el rey ya no deseaba hablar más del asunto.

–Escucha, Águila Divina –dijo, tajante–. ¿Por qué en vez de perder el tiempo hablando de ese mequetrefe no me sirves un trago? Bien que lo necesito.

Pero aquel pequeño mequetrefe prosiguió frecuentando a Chac Xib Chac, haciéndole la vida intolerable con sus importunas preguntas y una actitud que el rey consideraba irreverente. Sin embargo, aconsejado por Águila Divina, hizo limpiar y desyerbar algunos de los sitios principales de la urbe:

–Tienes que hacerlo, Chac Xib Chac–le había dicho su consejero áulico–. Ya no sólo se trata de la censura del pequeño Hunac Kel, sino de que está en juego tu reputación como rey de la urbe más importante de las tierras mayas. Tienes que dar el ejemplo, hombre.

–Bien, no puedes quejarte, muchacho –le dijo al chico una mañana Chac Xib Chac, que, harto de ser interpelado a todas horas sobre la limpieza de la ciudad, había decidido escarmentarlo–. Durante meses te he mostrado todo lo que se puede ver en Chichén Itzá: la Gran Pirámide, el Templo de los Guerreros, el Observatorio, el Juego de Pelota, el Cenote Sagrado… y, como habrás podido comprobar, todos estos lugares han sido finalmente desbrozados y limpiados –el soberano ensayó una sonrisa burlesca– ¿No era ese tu deseo, pequeño bribón?

–En efecto, Chac Xib Chac, pero no pongas como pretexto mis deseos sobre lo que es tu obligación: mantener limpia tu ciudad.

El rey hizo una mueca de disgusto:

–Bueno, bueno… lo que fuere. Te decía que no puedes quejarte, pues además te he paseado por el lugar de los falos gigantes, el mercado y los adoratorios más venerables, has dado fe de las grandes piedras recién pintadas de azul para los próximos sacrificios y has chapuzado y nadado en todos los cenotes de la comarca

–Muy cierto, Chac Xib Chac. Creo que ahora sí puedo decir que conozco Chichén Itzá como la palma de mi mano.

–Sin embargo –sonrió de un modo siniestro Chac Xib Chac–, para completar el recorrido tienes que ver una caverna sagrada, muy visitada de los peregrinos de todas las comarcas. Esta caverna de que te hablo es bella y misteriosa, muchacho, y profunda, con su gran piedra pintada de azul donde muchos de mis enemigos han sido sacrificados a una poderosa deidad que, estoy seguro, desconoces. La vista de este magnífico adoratorio te fascinará, aunque también podría provocarte escalofríos. ¿Quieres verlo, muchacho?

Hunac Kel no se amilanó:

–Escucha, Chac Xib Chac: después de conocer al tigre de los ojos de jade oculto en la Gran Pirámide, ya nada podría impresionarme.

–No, Hunac Kel –dijo el rey–. Lo que verás es otra cosa. No es el jaguar rojo con ojos de jade que tanto te fascinó en el interior de la Pirámide de Kukulcán… Además, para tu conocimiento, he de advertirte que no sólo los ojos del jaguar son de jade, sino también las pintas del animal; en realidad es un trono. Ya quisiera yo sentarme en él, pero es sagrado, y seguramente ha de haber pertenecido a un dios…

Hunac Kel, intrigado, lo interrumpió:

–Muy bien, Chac Xib Chac, no se trata del jaguar de los ojos de jade lo que me enseñarás, eso me queda claro, sino de una caverna con su ídolo de piedra y su altar de los sacrificios. No importa, ardo en deseos de conocerla, llévame allá cuanto antes.

–Ahora no, muchacho –dijo Chac Xib Chac, buscando provocar una mayor ansiedad en el chico– será esta noche. Solo iremos tú y yo, y nos alumbraremos con teas. En la noche la visión de la caverna es más bella.

Pero Chac Xib Chac se reía para sus adentros, porque lo que en realidad deseaba era, como está dicho, escarmentar al pequeño príncipe, cuyas repetidas visitas a Chichén Itzá ya lo tenían hasta la coronilla. Entonces dispuso una suerte de mise en scéne fúnebre y grotesca que acabaría por curar de espanto al futuro rey de Mayapán.

Cerca de la media noche partieron los viajeros hacia la caverna de los sacrificios. Caminaron por un sacbé, el camino blanco de los mayas, mas pronto se desviaron por un agreste sendero que conducía a la profunda selva. La oscuridad era completa, no brillaba la luna en el cielo y las estrellas apenas se vislumbraban entre las retorcidas y altas ramas de los árboles. La marcha parecía no terminar:

–¿Falta mucho, Chac Xib Chac? –preguntó el niño.

–Un poco más, muchacho –decía el rey–, un poco más. ¿Qué, ya te cansaste?

–Claro que no –contestaba el chico, tratando de no parecer un gallina–. Podría caminar otro tanto.

Chac Xib Chac disfrutaba la confusión del pequeño, y es que, a la verdad, para crearle mayor desconcierto, había dado un gran rodeo, alargando en demasía la jornada. Cuando llegaron a la caverna, Hunac Kel se sentía verdaderamente cansado. Se internaron en ella con cautela, esgrimiendo sus teas que proyectaban su temblorosa luz sobre los recovecos de las rocas. El ambiente que se respiraba en ella era ciertamente fantasmal, por lo profundo del sitio y los incontables huesos y calaveras yacientes en el piso.

–Chac Xib Chac ¿dónde me has traído? –preguntó el chico, bastante impresionado del lugar–. ¿Acaso estamos en el infierno de Xibalbá?

–Algo como eso, muchacho –dijo el rey, tratando de intimidar el ánimo del chico–. Pero esto no es nada comparado con lo que verás.

Y justo en ese instante, Chac Xib Chac empujó a Hunac Kel hacia el fondo de la caverna, donde el niño, sorprendido y aterrado, se dio de cara con la efigie de un dios cuyo rostro era una calavera y cuyo cuerpo mostraba en partes la carne hinchada y descompuesta de los muertos. Hunac Kel no salía de su azoro: qué feo era este dios de mandíbulas y costillas descarnadas, ornado de collares de cascabeles de cobre que tintineaban al soplo del viento que se colaba en la caverna. Demudado, el niño casi podía sentir el hedor de su podredumbre y ansiaba alejarse cuanto antes de la macabra escena. Pero, al propio tiempo, no deseaba evidenciar su miedo, su horror, ante la maléfica sonrisa de Chac Xib Chac que observaba atentamente todos sus movimientos.

–¿Quién es este dios cuyas carnes putrefactas sólo me provocan repugnancia? –le preguntó a Chac Xib Chac.

–¡Ea, cuidado con blasfemar! – lo reconvino el rey, mudando su sonrisa en una mueca de desprecio– ¿Cómo te atreves, rapazuelo infeliz, a expresarte en tan groseros términos de Ah Puch, nuestro dios de la muerte?

–Lo lamento, pero no puedo tolerar su visión.

–¿Sabes, Hunac Kel? –dijo Chac Xib Chac.– Creo que tu reacción ha sido en realidad la apropiada, pues tu temor es manifiesto. Y está bien que le temas porque el día de tu muerte, Ah Puch estará al acecho en tu habitación, listo para apoderarse de tu alma. Podríamos decir que es un coleccionista de almas pero no me preguntes que hace con ellas puesto que no sabría qué contestarte. Además, es el jefe de los demonios en el último de los nueve infiernos del inframundo por lo que hay que temerle de verdad. ¿No te ha enseñado tu ilustre tutor todas estas cosas tan importantes? –Chac Xib Chac había recuperado su sarcástica sonrisa– ¡Ea, muchacho! Creo que no está cumpliendo con su tarea Tigre de la Luna.

–Ah Puch es nuevo para mí. Tigre de la Luna me enseñó a todas las deidades de nuestro panteón, pero no al dios de la muerte.

–Y acaso tuvo razón, muchacho –prosiguió burlándose Chac Xib Chac– pues, en realidad, eras demasiado joven para conocerlo, y al verlo de seguro te hubieras cagado de miedo –y el rey ahogó una risotada.

Hunac Kel ya no habló más. Había tenido suficiente por esa noche y todo lo que quería era marcharse a casa. Después de esta espantosa experiencia, para contento del maligno Chac Xib Chac, el pequeño príncipe dejó de frecuentar Chichén Itzá.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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