Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno – III

By on abril 1, 2021

I

3

De pronto, una fresca mañana invernal apareció en el mercado de Mayapán, centro de reunión de los madrugadores y de los consumidores de carne fresca de venado. Poseía la estampa de esas personas tranquilas que, a nuestra percepción, están a punto de desaparecer en el viento. No tenía los ojos claros como el Kukulcán de dos siglos atrás, sino del color del tabaco. Pequeño y espiritual, de cabellos y barbas grises, no era difícil determinar que se trataba de un hombre maduro que lindaba con la vejez. Carecía, por mucho, de la robusta resonancia del Serpiente Emplumada, y su aparente fragilidad lo aproximaba más al Rocío del Cielo. Sin embargo, al mirarlo por primera vez todos bajaron la cabeza en señal de respeto, pues es de considerarse que aquel novedoso personaje asumía la individualidad de un hombre sagrado. Sin mayores preámbulos, proclamó que había sido enviado por Hunab Kú, el Verdadero Dios, para reinar en Mayapán:

–Mi nombre es Ah Me’ex Cuc –declaró— y más que vuestro rey, seré vuestro criado.

Su humildad maravilló al público. Desde el Rocío del Cielo, nadie se había expresado de ese modo. Ah Me’ex Cuc habló sin descanso aquella mañana, paralizando la habitual actividad del mercado. El sitio se llenó de curiosos que deseaban conocerlo, pues ya se sabía que él, y no otro, gobernaría en la ciudad fundada por el Serpiente Emplumada.

–Este es –se decían por lo bajo los sacerdotes–. Es igual a como lo pintan los libros: de pocas carnes, con los carrillos hundidos y sencillo de ropas. Se siente, a la legua, que posee un corazón de oro.

–Si no fuera por esas barbas de ardilla, que no abundan por acá –habló Tigre de la Luna– podríamos confundirlo con el Rocío del Cielo.

–Es un santo –dijo un viejo.

–No –retomó la palabra Tigre de la Luna– es un dios, o lo será algún día.

Durante los días siguientes se habló mucho de la entronización del Barbas de Ardilla. Los viejos sacerdotes encargados del protocolo estaban angustiados.

–¿Qué ocurre con nuestro rey –se decían entre sí– que no se sienta en el trono ni nos exige los sagrados objetos ceremoniales de su reinado? ¿Qué espera para reclamar las insignias reales, las garras de jaguar y las plumas de guacamaya? Tampoco ha dicho nada de los estandartes de pluma de garza real, que son indispensables en el protocolo, ni de las conchas de caracol. Esperemos que no tome posesión de su trono sin la capa y descalzo, lo que sería mal visto.

Ah Me’ex Cuc parecía no dar tanta importancia a los objetos protocolarios. Cuando uno de los sacerdotes trató de persuadirlo de que entrara en razón, él respondió, ante el pasmo de los demás:

–No os ofendáis, queridos míos ––les dijo– pero no me sentaré por ningún motivo en el trono. Mi misión será guiar a Mayapán por la buena senda y no me daré momento de reposo. ¿Para qué sentarme en un trono? Andaré por el pueblo, acudiré a las casas de los winicoob, que nada poseen, consolaré a los enfermos y escucharé, de pie y sólo ayudado de mi báculo, las dudas y las aflicciones de mis gobernados.

 –¡Pero tienes que comer y que descansar, señor!

– Sólo comeré tortillas y frijoles, y beberé un poco de pozole para refrescarme. Dormiré unas horas con los winicoob o en mi choza de paredes blancas. O en cualquier parte, sobre la misma tierra, no me importa.

– Pero no con los winicoob, señor: son gente borracha y harapienta que nada tienen que ofrecer a tu dignidad. Tu sagrada reputación sufrirá ante los ojos del pueblo…

–El pueblo también son ellos, señores, aunque nada posean. Los atenderé igual que a los acaudalados de esta tierra, y no usaré ropas elegantes ni atuendos regios y haré a un lado el penacho de plumas de quetzal…

–¡Ay, amado rey! Todo eso que dices no va con tu jerarquía real. Está bien que acudas a los hogares de los winicoob si así te parece, ¿pero por qué desprecias las insignias reales y el penacho de plumas de quetzal? Ni siquiera aceptaste las conchas de caracol. Nada nos has pedido.

Barbas de Ardilla no deseaba para nada ofender a los sacerdotes y pidió entonces una flor entera y una estera blanca, dos vestidos sencillos y una parvada de pavos azules. «Dadme además –dijo– un lazo de caza y un juego de ánforas de barro blanco.»

¿Y para qué querría todo esto el nuevo rey? –se preguntaban los sacerdotes. Pero todo le fue concedido pues nada podía negársele. Además, había pedido cosas humildes, fáciles de conseguir. Y con sólo esto, Ah Me’ex Cuc gobernó Mayapán con generosidad y sabiduría. El pueblo lo tuvo por santo y por bienhechor de aquellas tierras en las que el agua era abundante y las mazorcas de maíz, que florecían con sorprendente rapidez, nunca faltaban en las casas de los desamparados. Ah Me’ex Cuc no tomaba licor sino en las grandes celebraciones consagradas a Hunab Kú, el Dios Verdadero, no mascaba tabaco y, al modo de Kukulcán, tampoco tenía mujer. Lo acompañaba un niño de cortos años, listo como una ardilla llamado Hunac Kel, del que decían ser su hijo o su nieto. Los adivinos viejos señalaban que el pequeño no era ni lo uno ni lo otro, sino el vástago de un águila que lo hubo en una montaña, y que Ah Me’ex Cuc, que andaba por todas partes, lo había descubierto una mañana llorando entre los espinos que, milagrosamente, no le habían herido en absoluto. Barbas de Ardilla recordó, al verlo asentado incólume en los espinos, a los héroes gemelos del Popol Vuh, Cazador y Pequeño Tigre, que recién nacidos habían sido arrojados a los espinos por sus crueles hermanos, sin que se hicieran un solo rasguño. El rey tomó al recién nacido y lo asentó debajo de una ceiba, para protegerlo de los rayos del sol. Entonces se sacó un caracol de dentro de sus ropas y lo sopló a los cuatro vientos; escuchando el sonido, dulce y armonioso, los vecinos de Mayapán quedaron como hechizados. Luego ascendió a la parte más alta del monte y gritó que un héroe le había nacido a la raza maya. Bajó al pueblo y en la plaza sopló de nuevo el caracol y todos vinieron a su llamado. Entonces mostró a la gente al niño que tenía los ojos del color del jade y era hermoso en todas sus proporciones. «Este niño –declaró ante la multitud– es de la estirpe de Kukulcán y es bendito de los dioses. Me ha sido encomendado por el Verdadero Dios y es como mi hijo, o si preferís, mi nieto, ya que soy demasiado viejo para la paternidad. Cuando yo falte en esta tierra, él reinará sobre Mayapán y dará gloria a nuestra raza con sus hazañas». Y levantó de nuevo al niño en todo lo alto para regocijo de la multitud. Barbas de Ardilla nunca encontró a la misteriosa madre de Hunac Kel: las águilas no abundaban por esos rumbos. El niño creció bajo su tutela, amamantado por Ix Kaual Xiu, una criada del palacio abandonada por su marido. Para la tarea de educarlo, el rey contó con Tigre de la Luna, el hombre más sabio de Mayapán, quien le enseñó los mandamientos de los dioses, el estudio de la historia, la purificación del alma y el cultivo del cuerpo.

–Es listo el chico ––solía comentarle—. Aprende con rapidez todo lo que le enseño, pero debo confesarte que lo que más disfruta es el cultivo del músculo. Mas no importa: será un verdadero atleta y no vacilará a la hora de hacerse obedecer.

La nodriza Ix Kaual Xiu, sin embargo, batallaba por domeñar el genio rebelde del niño, principalmente por las noches: no quería conciliar el sueño y sus gritos despertaban a todo el palacio. Pero la mujer, madre de catorce hijos que se sabía todos los trucos de la maternidad, se las ingenió para hacerlo dormir cantándole una vieja canción de cuna en la que se invocaba al Kakasbal, el más horrendo de los monstruos mayas

Duérmete, mi niño, duérmete,

si no, vendrá el Kakasbal

y en sus alas de petate

consigo te llevará

El pequeño recorrió con Barbas de Ardilla y Tigre de la Luna los pueblos de la Confederación de Mayapán donde lo presentaron a los señores como el próximo rey de Mayapán:

–Pero es sólo un niño —comentaban los asombrados soberanos–¿Cómo pues gobernará una ciudad grande y sagrada como Mayapán?

–Todo es cuestión de esperar –les explicaba Tigre de la Luna–. Ahora es un niño pero crecerá, y os aseguro que hará historia y se comerá vivo a todo aquel que atente contra nuestro pueblo

Los señores se atemorizaron ante tamaña declaración.

–jAy, dioses! –suspiraban– ¿Qué nos espera si osamos disentir del futuro rey de Mayapán?

Ah Me’ex Cuc se ausentaba de Mayapán por largas temporadas. Se decía que acudía a conversar con el Rocío del Cielo bajo la sombra de una ceiba más vieja que la humanidad. Cuando regresaba a la plaza pública, sus ojos destellaban de felicidad y dirigía un mensaje a su pueblo:

–Vienen buenos los tiempos para nosotros, amados hijos, gozaremos de lluvias y cosechas abundantes. Vosotros sabéis que siempre os he traído bendiciones del Rocío del cielo. Vivimos una época de milagros.

–Milagros que cesarán el día que te marches de Mayapán– le replicaba la gente con voces angustiadas.

–Por qué pensáis de ese modo? – les decía Barbas de Ardilla, vestido con un limpio manto de algodón y sandalias de cuero de venado, cogido su largo bastón de mando en la mano derecha– ¿Acaso no confiáis en aquel que me sucederá en el trono? ¿No os parece mi hijo Hunac Kel digno de gobernar nuestra ciudad?

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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