Historia de un lunes – XLVII

By on diciembre 25, 2020

XLVII

ESCLAVITUD NEGRA EN YUCATÁN

La historia yucateca es rica en toda suerte de sucesos. Está integrada por hechos pérfidos, risibles, dramáticos, por ocurrencias trágicas, y por un mar de injusticias.

Por ejemplo, Yucatán fue un Estado esclavista desde los propios días de la Conquista hasta los comienzos del siglo actual. Ya antes estamos enterados de que los propios mayas ejercían la esclavitud en alto grado. Antes de la introducción de la imprenta a la Península, se sabe con probada certeza, se comerciaba con negros y seguramente con indios. Los negros eran traídos en los barcos por los españoles. Más adelante procedían de Cuba y de Belice.

Una vez en Yucatán, los encomenderos los empleaban en las severas faenas del campo, y si no servían los vendían al mejor postor. Por su vitalidad, eran utilizados también en oficios de verdugos, de torturadores de prisioneros generalmente mayas a quienes se escarmentaba brutalmente.

Durante el caso de la rebelión de Jacinto Canek en Cisteil, en 1761, los blancos atraparon a un indio que se aprestaba, escopeta en mano, a partir de su choza para unirse a los que se habían levantado. Los milicianos que rastrearon las huellas sospechosas de este hombre irrumpieron en su choza y con disfrazado temor, debido a que el rebelde tenía en las manos y podía disparar contra ellos, le pidieron desde una prudente distancia que depusiera y se entregara. El maya tuvo un gesto de orgullo y arrojó la escopeta con furor hacia ellos. Su voz irrumpió, sonora, dentro del clarear de la tierna madrugada. Maldijo a los soldados y acabó gritándoles que los indios, con sólo sus piedras y su coraje, matarían a todos los españoles. Rápidamente fue sujetado y llevado al calabozo. Por la tarde lo visitó un juez que se había enterado de las blasfemias pronunciadas por el indio contra los españoles. No hizo muchas preguntas y sólo se concretó a ordenar que avisaran a un negro descomunal quien se encargó de propinarle al culpable ciento dos latigazos, hecho que, según las informaciones de la época, le causó la muerte.

En la prensa del siglo XIX se publican avisos que no dejan de avergonzarnos. Los esclavos negros se vendían con una frecuencia inusitada. No se respetaba edades y los mismo se comerciaba con niños que con adultos. También las mujeres participaban en ese inhumano comercio. Ignoraban a los viejos, que no les servían para nada. En “El Misceláneo”, primer periódico yucateco, podemos enterarnos de que el 15 de septiembre de 1813 el señor Felipe Montilla (quien habitaba un predio del casateniente Francisco Ortiz) vende un esclavo negro, un niño de 7 u 8 años de edad “en doscientos cincuenta pesos, libres de escritura y alcabala.” A veces los negros se desempeñaban como cocheros de los encomenderos ricos a quienes les conducían sus carrozas. Por cierto, en la época porfiriana algunas postineras familias meridanas contaban con cocheros negros.

El comercio de esclavos en la ciudad de Mérida se efectuaba generalmente en las plazas públicas. Los posibles compradores habían leído (ya en tiempos de la imprenta) su periódico matutino favorito donde se habían enterado de que alguien vendía esclavos. Los probables compradores llegaban a la plaza a buena hora, generalmente acompañados de un pobre indio que cargaba sobre sus espaldas un pesado saco de monedas. Al hombre-mercancía lo observaban atentamente, tanteaban la fuerza de su musculatura, hacían preguntas al vendedor sobre su edad, y su salud, porque no deseaban un esclavo enfermo, y qué cosas sabía hacer. Algunos eran cocineros, otros zapateros o cocheros, etc. Se hacían las posturas, el estira y encoge de los precios. El comprador aludía a algún defecto del esclavo y pedía un descuento. El vendedor ponderaba las excelencias de aquel muchacho de ébano. Otros compradores irrumpían en la discusión. Después de mucho debatir, se llegaba a un arreglo y alguno se quedaba con el negro y pagaba en buenos pesos duros. Cuando se trataba de parejas (o de familias completas) se adquiría al esposo y la esposa, pero algunas veces se dividía la familia: el esposo era vendido a un encomendero procedente de un pueblo lejano y la esposa comprada por una familia meridana. Los hijos, sin importar la edad, eran también vendidos sin misericordia y alejados para siempre de sus padres.

El 7 de abril de 1821 se publicó en el Periódico Constitucional del Gobierno de Mérida de Yucatán el aviso de la venta de un tal Hipólito Ramírez, de 18 a 20 años de edad, “sano y sin tachas, con principios de zapatero, de cocina y de peón de albañil” en seiscientos pesos. La dueña de esta maravilla era doña Lorenza Lara y había citado a los probables compradores en la plaza de San Juan.

En otro aviso aparecido en la Gaceta de Mérida de Yucatán del 8 de noviembre de 1824 leemos que una decorosa dama meridana, doña Felipa Pacheco y Castro, “vende su esclavo en trescientos cincuenta pesos libres para ella, etc.” Por supuesto que elogia su mercancía, añadiendo que es “buen cocinero y calesero, domador de bestias para el efecto” y que posee más que mediados principios de zapatero. Cita a los compradores a celebrar contrato “frente al correo viejo”.

Me parece que el anuncio de la Sra. Pacheco no surtió el efecto deseado porque en el mismo periódico, en la entrega del 28 de enero de 1825, publica un aviso en el que promete rebajar el precio de su esclavo “considerablemente”.

No era raro, asimismo, que estos miserables se fugaran de las casas de los encomenderos. El 29 de noviembre de 1824 el ciudadano campechano Juan Nepomuceno Marentes publica alarmado en “La Gaceta de Mérida Yucatán” que una joven de nombre María Florentina Solís, “negra esclava a quien conducía a esta ciudad… se extravió en la esquina del antiguo hospital”. Marentes tiene buen cuidado de expresar la edad de la joven (22 años) y que es de cuerpo delgado. Suplica “a los que tengan noticia de su paradero” se lo comuniquen inmediatamente. Yo pienso, un tanto maliciosamente, que el caballeroso señor Marentes tenía otro tipo de interés en aquella negrita de cintura estrecha.

Pero los negros (esclavos o no) no hicieron huesos viejos en Yucatán, con alguna excepción, y poca huella en la fisonomía del yucateco común y corriente. Quién diría que con los años (con los siglos) se harían enormemente populares en la Península, ya en el siglo XX, como boxeadores, peloteros y bailarines. Lejos quedaban las épocas de los comerciantes de esclavos, de doña Lorenza Lara, de don Felipe Montilla, de doña Felipa Pacheco; lejos quedaba el tiempo de la vergüenza y la indignidad, de los azotes, de las marcas de hierros candentes en las nalgas y de un derecho de pernada que se anticipa casi una centuria al que practicarían los jóvenes ricachones henequeneros de principios del siglo XX con las esposas e hijas  de los peones miserables que hicieron posible la emancipación económica de Yucatán por esos años. Entonces llegaron las novenas de béisbol, y los estadios y parques deportivos se colmaron para atestiguar el admirable juego de aquellos hijos y nietos de esclavos que hoy venían de Cuba para ser “ídolos” de los fanáticos beisbolistas y de los aficionados al boxeo. Al fin había acabado la difusa noche de los amos expendedores de negra carne en este calcáreo tianguis del Mayab, antes de que el henequén creara nuevos esclavos, no negros, sino mayas, nativos del solar, de lo que hablaré en su oportunidad.

Clausuro estos comentarios del esclavismo en Yucatán con este conciso verso de Nicolás Guillén que atañe a sus ancestros:

          Por lo que dices, Fabio,

          un arcángel tu abuelo fue con sus esclavos.

          Mi abuelo, en cambio;

          fue un diablo con sus amos.

          El tuyo murió de un garrotazo.

          Al mío lo colgaron.

(30 de septiembre de 1991)

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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