Historia de un lunes – XIV

By on mayo 7, 2020

XIV

EL LIMPIABOTAS

Continuación…

Martes 26 de septiembre de 1978.

Mientras me lustra los zapatos, le comento: “Ya colocaron más bancas en la Plaza.”

–Ahora vienen a sentarse en ellas los que nunca vinieron antes– contesta. Y agrega:

–Turistas– y lo dice en forma irónica por no decir vagos. –Aquí duermen –agrega–. Cuando llego a las seis de la mañana todavía están durmiendo.

Le pregunto si la policía toma cartas en el asunto.

–Ni se meten con ellos –contesta–. Estos policías se pasean por parejas. Parecen novios. A veces se acercan al dormilón y éste sólo les mira el cuerpo. Si el policía es grandote, se larga, pero si está escurrido, nomás lo miran y siguen roncando. No respetan a la autoridad –concluye disgustado–. Y eso está malo.

Luego le pregunto por los pajaritos que llenaban de chillidos las tardes de verano en las copas de los árboles de la Plaza Mayor.

–Se fueron –me dice–.

–¿A dónde? –pregunto–.

–Se fueron al campo, donde saben que hay que comer –responde–. Aquí la pasaban muy mal. Así son los pájaros. Así somos todos. Uno va donde está la comida, aunque le duela a uno mucho dejar el sitio donde nació.

Una tortolita se acerca hasta su caja de bolear.

–Esto es raro –le digo–. En otros lugares de la ciudad le tienen miedo a la gente.

–Porque son cabrones los muchachos. Con el tirahule las acaban.

Me mira con tristeza y prosigue:

–Por eso se van al campo los pájaros. Por eso dejan la ciudad. Ahí, al campo, debiéramos irnos todos. Al campo, donde sólo hay que preocuparse de comer, de beber y de morir. Ahí no hay 16 de septiembre. No hay 20 de noviembre. No hay Nochebuena.

Luego habla del egoísmo de la gente:

–La gente es mala. Los que tienen no lo dan. Yo he visto en las nochebuenas a tipos que salen del restaurante cantando, con una pierna de pollo en una mano y una botella de tequila en la otra. Andan cantando y bailando. Felices. No les importa una chingada lo que está pasando con el resto de la gente. Y, por otra parte, mira usted a los chamacos hambrientos. Eso no es justo, licenciado.

Me habla entonces de que él es pobre ahora pero que no lo era antes.

–No me mire usted ahora así, abogado. Yo fui pudiente. Yo tuve centavos –y agrega– pero nunca presumí (como otros) de mi riqueza. A todos mis hijos y a mi mujer se los dije bien dicho: no me presuman de ricos. Nomás compórtense como si fueran gentes corrientes.

Luego me explica que le fue mal en sus negocios.

–El barco se vino a pique. Sí, porque esto de la vida es como un barco y uno es el capitán. Si se va a pique pues uno apechuga y es el último en dejarlo.

Se me queda mirando.

–A mí me fue mal, abogado –me dice–. Comenzó a fallar el negocio y nos fuimos a la bancarrota, y nos quedamos sin dinero y los chamacos se desesperaron y mi mujer también. No se desmoralicen, les dije, ahora estamos de malas, pero hay que tener fe, y ya nos volveremos a levantar. Y así pasó, pues nos volvimos a levantar y, si hoy no soy rico, sí tengo para vivir.

Me explicó que fue rico en 1925 y esto le duró veinte años, hasta que entró en bancarrota.

–Pero volví a tener dinero –me dice– porque no me cortaron las alas y pude volver a volar. Si a un pájaro le cortas las alas y la cola, aterriza y ya no puede volar. Yo tuve suerte de que a mí no me cortaran las alas.

Miércoles 8 de noviembre de 1978.

Esta mañana toca temas internacionales. Habla de la reciente muerte del Papa Juan Pablo I y del advenimiento de Juan Pablo II.

–El Papa es comunista –afirma–. Apostilla enseguida: Ojalá que no se sigan muriendo. El otro (Juan Pablo I) se estaba riendo cuando se fue.

Luego lanza esta aseveración, obviamente en relación al nuevo papa:

–La mitad de los polacos son rusos.

Hace memoria de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, cuando lo de los hornos crematorios, cuando lo de Auschwitz:

–Esos eran malos tiempos abogado –dice–, Hitler les decía a los judíos: Anda a bañarte, y felices al caldero irían.

Jueves 23 de noviembre de 1978.

Me lo encuentro, como siempre, posesionado de su banca. Comienza a lustrarme los zapatos.

–¿Qué hay? –pregunto–

Nada, abogado –contesta–. Está muy triste todo esto. Hay que matar a alguien.

Luego me platicó algo de su vida:

–Yo me levanto muy temprano. A las cinco de la mañana. Cuando me levanto está oscuro: no veo nada.

Le pregunto si no tiene miedo de que le roben.

–No tengo miedo –contesta–. Nadie me roba: tengo dos perros.

Pero al fin admite que le robaron una vez su caja de bolear:

–Me robaron mi caja –me dice–. Me la robaron. –Y enseguida epiloga, cabizbajo: Nunca apareció. Pobre, se fue.

Me dice que fabricó otra para poder vivir:

–Hice la otra a la carrera. Había que comer, había que vivir.

Le pregunto después cuánto tiempo lleva como bolero en la Plaza Grande.

–¿Cuántos años? –le digo–.

Se me queda mirando.

–Treinta años –al fin contesta–. Nadie me jubiló.

Luego observa, meditabundo, a su derredor. Se fija en algunos taxistas.

–Pronto se los van a llevar a otra parte –dice–. Muchos años estuvieron aquí en la Plaza. Yo conocí a muchos de ellos. Ya murieron todos los choferes viejos.

Casi termina la faena. Hay tiempo para la última pregunta:

–¿A qué hora te acuestas?

–Me duermo a las nueve. Temprano –me dice–, por eso me levanto temprano.

Lunes 25 de junio de 1979.

Me lo encuentro como siempre: sentado en su banca, su caja de bolear sirviéndole de asiento a sus pies desnudos. Me descubre y me cede la banca.

–Buenas, abogado –saluda–.

Y comienza la faena de lustrar los zapatos.

No sé cómo nos enredamos con el tema de los impuestos.

–Eso de pagar impuestos está malo, abogado. El impuesto ya lo tiene uno en su casa: cinco o seis bocas para mantener es suficiente impuesto.

Luego opina que el impuesto debe ser para los ricos:

–El impuesto –indica– no debe ser para todos.

Y enseguida me informa que ya subió la pomada y los enseres para el aseo del calzado, y, según él, esto se debe a que ya elevaron los impuestos en los Estados Unidos.

–Y lo peor –dice– es que no hay mercancía. Antes había mercancía en todos los mercados. Hoy no hay.

Luego pasamos a platicar de los líderes sindicales, en especial del líder de su agrupación.

–Ese –dice– se lleva buen dinero. En las asambleas no pasa nada. A mí ya me han dicho que si quiero ser líder, pero no me conviene porque no pasa nada. No hay nada intelectual. No hay coordinación. Pero ni modos. Yo sí tengo que ir a las asambleas, pero no pasa nada.

Terminamos hablando del tiempo y, finalmente, de su negocio:

–Quién sabe qué está pasando –se queja con un dejo de tristeza– pero no hay movimiento. Todo está medio muerto, abogado. Todos están en Progreso, todos están en la playa. Cuando menos ahí ven el mar. Aquí no.

Viernes 19 de octubre de 1979.

Lo hallé sentado en su banca habitual; tenía la cara de enfermo, y la expresión más triste que nunca. Parecía no haberse rasurado en muchos meses y su vieja caja de bolear no estaba a su lado. Me aproximé a él para preguntarle qué pasaba. Casi me tiró de la mano:

–Estoy enfermo, abogado. Estoy jodido –me dice–.

Le pregunté qué le pasaba, pero casi no quiso contestarme: estaba pálido y ojeroso, y más flaco que de costumbre. Su voz era implorante:

–Ayúdeme con lo que pueda, abogado… Estoy jodido.

Le dejé en la mano un billete de veinte pesos y me alejé de él.

Pensé que se aliviaría, pero ya no lo volví a ver.

Fue la última vez que hablé con él.

Lunes 5 de noviembre de 1979.

Buscaba un nuevo limpiabotas que me aseara el calzado y di al fin con uno.

Mientras me lustraba los zapatos le pregunté por el enfermo.

–Ese ya se murió –me dijo–.

Quise saber de qué, pero el tipo no sabía gran cosa.

–Fumaba mucha mota –se atrevió a confesarme después de un buen rato–. Le gustaba la mariguana. Parece que se le pasó la dosis.

Yo ya no quise preguntar más.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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