Guardaré el veneno de esta flor…

By on diciembre 19, 2014

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Dicen que si pasas largo tiempo en un punto de la avenida, puedes ver el cincuenta por ciento de los automóviles que hay en la ciudad. Kandaré tenía fijos los ojos en el monumento reluciente de un Justo Sierra que parecía irradiar bondad a todos los transeúntes. Las horas de ese día pasaban en el ruido de los carros. Las voces trepaban por los cables y le iban jalando de los bajos del pantalón, pero él las ignoraba. La flor en su mano era excelsa. Una flor azul que había sacado del mercurio líquido de su laboratorio justo cuando habló por el teléfono portátil con él.

Llegó puntual a la cita, y toda la tarde había visto el oleaje de los automóviles erosionar el pavimento. Kandaré había pasado de la ilusión a la desesperación, al enojo, y a la irremediable tristeza. Octavio se acercó pasada la media noche. No había llamado por teléfono, y no quiso contestar para dar explicaciones. Tampoco tuvo el valor para acercarse antes e intentar el diálogo con Kandaré, que esperaba resuelto. Esperó hasta que la avenida estuvo desolada. El recuerdo de su esposa y sus hijas lo atormentaban. Al fin, se detuvo frente a Kandaré, un Kandaré sentado en el banco, envejecido, con las telarañas de la tristeza amordazando voz y labios.

“No tiene caso engañarnos, no tengo el valor” – dijo, y se retiró con lentitud.

Desde las cinco de la tarde, Kandaré había visto el carro de Octavio pasar por la avenida en diversas ocasiones. Desde la primera vez que el carro se deslizó ante sus ojos sin detenerse, supo que el sueño no iba a cumplirse, y amordazó la sonrisa buscando en el recuerdo la salvación. Se había congelado como la flor azul en el mercurio, y la inmovilidad fue mayor que su amor. No sabía en verdad qué pensamientos aleteaban en su mente.

Octavio no se detuvo; pasaba y pasaba confundiéndose entre los cientos de automóviles, aprisa, siempre aprisa.

La noche parpadeaba su final. En la avenida, los rayos de un sol trasnochado comenzaban a levantarse entre las hojas de los árboles. Kandaré tenía la flor en la mano. Se levantó de pronto, dejó caer la flor al suelo y ésta se deshizo en miles de astillas de hielo. El amor es así, una flor detenida en el tiempo que siempre terminará por volverse polvo.

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