Este Mar No Tiene Noche

By on octubre 26, 2016

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Este Mar No Tiene Noche

“Cuando vine a la ciudad, nadie me hacía caso. Ahora que saben que tengo mi secreto, todos quieren entrar a mi casa a verlo. Pero no, no se lo voy a enseñar a nadie,” decía pausadamente Marcelo, y dejaba escapar una sonrisita maliciosa.

Este Marcelo había sido pescador, y de la noche a la mañana juró que nunca más volvería a pescar, como si se tratara de un compromiso solemne, el cual tenía que cumplir a como diera lugar.

Vivía solo en una pequeña casa en las afueras de la ciudad y, para poder agenciarse unos centavos, en el patio había sembrado unas hortalizas que él mismo llevaba a vender al mercado, con lo que cubría sus más apremiantes necesidades, que en realidad no eran muchas, pues vivía solo ya que, como él mismo decía: “La libertad no tiene precio, y no voy a mantener a una mujer que no me toca de nada, y que además me regañe. No, señor, por nadita de este mundo me caso,” y rubricaba el dicho con su clásica sonrisita, ladinamente ingenua, o quizá ingenuamente ladina.

Casi no tenía contacto con nadie, salvo con las mujeres que en el mercado le compraban sus hortalizas, y estas pláticas solamente eran de carácter comercial. Fue a unas de esas venteras del mercado, quien se había ofrecido a ayudarlo en la siembra de sus hortalizas, a la que Marcelo le confió que en su pequeña casa tenía un secreto que nadie debería ver mientras él viviera y que, cuando ya hubiera muerto, el que encontrara aquello no podría imaginarse siquiera qué cosa era (aquello). Marcelo le decía lo mismo a la mujer cada vez que tenía trato con ella, y lo decía en forma tan convincente, que si en un principio aquella no le hizo caso, llegó un momento que la curiosidad por saber qué es lo que tenía Marcelo tan escondido, hizo que los ofrecimientos de ayuda se vieran redoblados.

Un buen día tocaron a la puerta de casa de Marcelo. Abrió y se encontró a Doña Mechita.

–“Aquí le traigo unas tortillitas don Marcelo. Pensé que a lo mejor estaba de antojo y las querría usted comer.”

–“Muchas gracias, Doña Mechita, no se hubiera usted molestado. Pase, pase, no se quede ahí parada, que hay mucho sol y mucho calor.”

–“Ay, Don Marcelo, voy a pasar, pero me da pena.”

–“¿Pero por qué? ¿Quién puede pensar mal de nosotros si ya somos gente de edad?”

–“No es por eso. Es que usted puede creer que estoy aquí para ver su secreto.”

–“No se preocupe por eso. Pase, que mi secreto lo tengo requetebien guardado en ese cuarto, y ahí nadie entra.”

La mujer pudo comprobar que, en efecto, había un cuarto con una puerta pequeña pero muy fuerte, que además de cerradura tenía un gran candado.

Después de haber platicado media hora, la mujer se despidió. Al día siguiente, todo el lugar estaba enterado de que Marcelo tenía en su casa algo que escondía celosamente. Y si en un principio aquél había pasado desapercibido, pronto se convirtió en blanco de miradas curiosas e interrogantes. La curiosidad que se despertó por saber qué era lo que Marcelo escondía fue aumentando tanto, que hasta el comisario del lugar empezó a darle vueltas al asunto, para ver la forma de despejar la incógnita.

Las conclusiones llovían copiosamente: no puede ser nada valioso, puesto que vive miserablemente; si fuera algo de valor ya lo hubiera vendido y no llevaría esa vida de pobretón; o a lo mejor sí tiene algo que valga mucho y vive así para disimular. Otras personas empezaron a decir que Marcelo era brujo, y en el cuarto que tenía cerrado hacía sus brujerías. En fin, rápidamente Marcelo se hizo popular con lo de su famoso secreto.

–“Este individuo nos está tomando el pelo a todos, pero de mí no se va a burlar el condenado” – dijo enérgicamente el Comisario a un grupo de colaboradores.

–“¿Qué vamos a hacer, señor?” dijo el escribiente de la comisaría, muy preocupado.

–“Mándele una cita,” – exclamó el jefe de la policía– “para que venga acá y usted lo obliga a decirlo todo.”

–“Sí, tiene razón, Don Sebas: que le manden una cita para hoy en la tarde. Que venga, que venga.”

Marcelo, un poco preocupado, acudió puntual a la cita con el Comisario.

–“Buenas tardes, señor comisario. Usted me dirá para qué soy bueno.”

–“He oído decir muchas cosas de usted y, como este es un lugar honorable, es mi obligación decirle que tiene usted que informarme qué es eso del secreto que esconde, pues ya mucha gente piensa que usted es un brujo o un ratero.”

–“¡Por Dios, Señor! ¿Pero cómo es posible que digan eso si yo soy gente de paz?”

–“Precisamente por eso necesitamos aclarar su caso que tantos chismes ha despertado entre la gente,” dijo con tono grave el comisario, arreglándose los bigotes a la Pancho Villa.

–“Pues usted dirá, Señor,” dijo resignadamente Marcelo, mirando al suelo.

–“Dígame ¿cuál es el secreto que se dice?”

–“Si se lo digo no lo va a creer, para qué se lo digo.”

–“Tan idiota me crees.”

–“No es eso, es que… pos a lo mejor…”

–“Dime, dime que me estás impacientando, hombre.”

–“Yo solo sé lo que es, y cuando me muera y alguien lo vea no sabrá ni de qué se trata, y no creo que haya nada igual en todo el mundo, señor Comisario.”

–“Bueno pues, explícame de qué se trata.”

–“No puedo explicárselo tan fácil.”

–“¿Entonces qué hacemos?”

–“Mejor que las cosas sigan así como están.”

–“Mira, animal,” dijo el comisario encolerizado, y sacó una enorme pistola que tenía en su escritorio, “o me dices de una vez o aquí te vuelves cadáver.”

–“No, no, no, por favor, no quiero morir.”

–“Pues entonces habla, y rápido.”

–“No se lo puedo decir, pero ya que me amenaza tan feo, si quiere se lo enseño. No pensé que se fuera a interesar tanto. Y le digo con toda verdad qué no quería que nadie lo viera, pero mi pellejo no lo arriesgo así por así. Si usted me dice que me va a liquidar si no le digo, qué remedio me queda, se lo enseño entonces. ¿No?”

–“Ahorita mismo nos vamos a tu casa.”

–“¿Quién va a ir con nosotros?” preguntó Marcelo.

–“Yo, tú, don Sebas y cuatro agentes de la Policía.”

–“Pa’ que tanto, si sólo a usted le voy a enseñar eso.”

–“Está bien, vamos los dos de una vez.” Y diciendo esto, salieron rápidamente.

Por la calle, todo mundo veía al comisario con Marcelo, y la duda y la expectación fueron en aumento.

Una vez en casa de Marcelo, éste advirtió al comisario que, después que viera aquello, lo tenía que acompañar a ver otra cosa para que pudiera creer lo que él decía; aquél aceptó y urgió a Marcelo para que le enseñara el secreto.

Marcelo se rascó la cabeza y sacó de un ropero unas llaves, quitó el candado y, cuando ya se disponía a abrir la puerta, el Comisario le preguntó si no había ningún peligro para él. La respuesta fue negativa, y Marcelo al fin abrió la puerta, invitando al curioso a pasar. No muy convencido, y con no poco temor, el Comisario caminó lentamente hacia el cuarto. Cuando llegó a la puerta, preguntó dónde estaba eso.

–“Pase, pase, para que vea.”

–“Desde aquí lo puedo ver.”

Marcelo se acercó a una mesa y quitó una manta que cubría algo. “Esto es, Señor Comisario, ¿qué le parece?”

–“¿Qué es?”

–“Véalo usted,” contestó Marcelo, señalando el objeto que había quedado al descubierto.

Sobre la mesa había algo que brillaba, de regular tamaño, pero a distancia no se podía saber qué era aquello.

–“¿Qué es?” volvió a preguntar el comisario.

–“Acérquese, que no le va a pasar nada.”

–“No, pero dime ¿qué es?”

–“¿Pues no lo está usted viendo?”

–“Sí, pero no sé qué es.”

–“Véalo bien,” dijo Marcelo, echándose una carcajada que hizo que a aquél se le pusieran los pelos de punta

Un miedo cruel se clavó en el pecho el Comisario, que sintió la piel como “carne de gallina”. Haciendo como si nada, le dijo a Marcelo que eso no tenía ninguna importancia, que era una broma, y salió casi corriendo de la casa.

Durante varios días el Comisario no pudo olvidar el incidente aquél, lo cual le ocasionó una serie de insomnios que definitivamente lo preocuparon muchísimo.

No saber qué era aquel objeto extraño que había visto en casa del enigmático Marcelo lo tenía, además, de un humor atroz. Y como no pudo quitarse de la cabeza esa gran curiosidad, volvió nuevamente a ver a Marcelo.

–“Dime, Marcelo, ¿qué es eso que guardas tan celosamente?”

–“Señor Comisario, ya se lo enseñé.”

–“Sí, pero no supe de qué se trataba, es una cosa extraña.”

–“¿Quiere usted volverlo a ver?”

–“De nada serviría si tú no me explicas.”

–“Bien, ya que tanto insiste se lo diré todo, para que podamos usted y yo vivir en paz. Me imagino que ya tiene conocimiento del mar de Sandín, ¿no?”

–“En lo absoluto.”

–“Pues el mar de Sandín es un mar que nunca tiene noche, o sea, que allí siempre es de día.”

–“Pero qué locura dices, Marcelo.”

–“No, señor, así es, en ese mar nunca hay noche.”

–“Iré a verlo,” respondió el Comisario, saliendo bastante disgustado de la casa de aquél.

En efecto, el Comisario comprobó lo que Marcelo decía. Sumamente asustado, volvió a entrevistarse con el buen Marcelo, para que éste le diera explicación sobre ese fenómeno.

–“Señor Comisario, usted quiere enterarse de todo mi secreto. Pero si en verdad lo quiere saber, tiene que usted prometerme que no se lo dirá a nadie y que no va a acusarme de ladrón.”

–“¿De ladrón?” preguntó el comisario.

–“Sí, de ladrón.”

–“Bien, te prometo que no lo voy a contar, y que desde luego no te voy a acusar de ladrón, pero dime de una buena vez como está todo este enredo.”

–“Señor Comisario, yo era pescador. Me iba muy bien, pescaba mucho, hasta que un día el mar de Sandín empezó a portarse mal: me rompió mi barca, por poco me ahogo. En fin, que empezó, le digo, a portarse tan mal que pensé en hacer algo que le doliera mucho. Y una noche, cuando ya no aguanté más las ofensas que ese mar me hacía, resolví robarle una ola.”

–“Una ola,” dijo el Comisario, “pero estás loco.”

–“Nada de loco, Señor. En mi cuarto, lo que usted vio es la ola que le robé al mar. Desde eso, como el robo lo hice a la sombra de la noche, en ese mar ya no obscurece, esto es, ya no tiene noche por temor a que yo vuelva y me lleve otra de sus olas. Por eso, Señor Comisario, este mar no tiene noche.”

José Luis Llovera

[Continuará la semana próxima…]

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