Ensayos Profanos (XXXII)

By on diciembre 20, 2018

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XXXII

A LA SOMBRA DE SU CEIBA

Una ojeada a la vida y obra de Antonio Mediz Bolio

En nuestro modesto Parnaso regional, el Lic. Antonio Mediz Bolio es una de las figuras de mayor realce. Quizás la más brillante. Por lo menos, ese es el concepto que muchos tienen y es lo que su fama pregona. No viene al caso ponerme ahora a especular para asignarle un número o un grado en improvisado concurso de calidad. Su valor literario no está a discusión. Reconocido y celebrado sin regateos, ha pasado los veintisiete años posteriores a su muerte física resucitando periódicamente entre discretas loas y exaltadas lisonjas. Eso ya es mucho decir, pues la supervivencia del espíritu en los actuales días de crudo materialismo está llena de dificultades. Nuestro mundo capitalista –tristemente descapitalizado–, muy avenido a las antenas parabólicas y a las videocaseteras, poco entiende de asunto así. En él, los intereses económicos, vale decir el dinero, importan más que las personas. Y si tal cosa ocurre con los vivos, qué no será con los muertos. Pero, en fin, toda regla tiene excepciones y este es un caso excepcional.

El nombre de Don Antonio Mediz Bolio se menciona con frecuencia en círculos literarios, políticos e indigenistas, con los que en alguna forma tuvo que ver a lo largo de su vida. Hay entre nosotros muchos contemporáneos suyos que lo conocieron en persona. Muchos lo conocen a través de su obra escrita. Otros solo de oídas. Pero se le estima igual, porque de él han hablado en tono mayor y menor nuestras mejores voces, lo mismo en las páginas de los periódicos que sobre el podio. Nada más razonable que hoy, al cumplirse cien años de su nacimiento, se le llame de nuevo al ámbito de la vida terrestre a recibir el homenaje de sus deudos culturales. Me parece bien; aún cuando al recaer en mí la voz cantante del concierto, siento que estoy metido en un brete. Sí. Porque, vamos a ver, ¿qué se puede añadir a lo dicho si ya se ha dicho todo o casi todo? Hasta sus pocas fallas humanas han salido a la luz. ¿Qué es lo que nos queda pues? ¿Cuál es la zona inexplorada de su vida y de su obra?

Después de mucho meditar, he vislumbrado que se abren ante mí tres caminos, a cual más azarosos: repito lo dicho setecientas veces por mis predecesores o improviso algo de mi cosecha personal o me pongo, en síntesis, a hablar de otra cosa, como un prologuista comprometido. Todos los recursos son válidos, es cierto. Aunque la dimensión de mi personaje bien vale un esfuerzo extra y a eso voy. No hay paso más inseguro que el que se corta a mitad del movimiento.

Mis oportunidades de tratar directamente al maestro fueron limitadas. Poco lo conocí en persona. Si acaso, en dos o tres ocasiones escuché su amena charla en los corrillos del café Peón Contreras por allá de 1950. ¡Pero cuánto he oído acerca de él y cuánto he aprendido en las páginas de sus libros! Me hubiera gustado pertenecer al selecto grupo de intelectuales que integraban los cenáculos de Ochil. Dicen que allí, al calor de la amistad, se le desataba la lengua, hacía derroche de simpatía, y fluían en tropel sus enseñanzas. Sólo que, en las épocas de su mayor esplendor, yo era médico en ejercicio, muy enredado en los quehaceres de la profesión. No obstante mi fidelidad hipocrática de entonces, debo advertir que mi afición a las letras no es improvisada, sino que la arrastro conmigo desde la lejana infancia. De tal modo, sensibilizado por la naturaleza, la sola mención del poeta me llenaba de emoción. Lo leí pronto. Ya en la adolescencia había repasado tantas veces “La Tierra del Faisán y del Venado” que podía recitar de memoria alguno de sus párrafos salientes, y las leyendas del enano de Uxmal y de la Xtabay poblaron de fantasmas mis insomnios juveniles. También me entusiasmaban sus sonoras poesías y se me enchinaba la piel con las vibrantes estrofas de Manelich. Y así sería hasta hoy si la intromisión de mil declamadores de taberna (que Xibalbá mantenga a fuego lento) no hubiera difamado con sus desatinos este bello poema.

Pese a mi escaso contacto personal, no me resultaría difícil en exceso trazar a grandes rasgos una imagen del hombre que desde la juventud mostró los caracteres de su alma y delineó los caminos de su vida. Numerosos pasajes de su obra lo relatan. Su carne está en su prosa y espíritu en su verso. Con un poco de curiosidad y algo de tiempo, se le podría psicoanalizar y hasta disecar de cuerpo entero. Inquieto, ambicioso, soñador, con mucho de bohemio, se graduó de abogado en la Facultad de Jurisprudencia del Estado en 1906; pero creo que nunca ejerció, o ejerció poco. Dejó pronto el terruño donde el natural egoísmo paterno intentó atarlo a la tradición. Lo hizo porque necesitaba un marco más holgado en el cual desenvolverse a gusto. Bien comprendía desde entonces que la estrechez del medio es lo que más contribuye a mantener en la sombra a los poetas nuevos. México primero, un breve exilio en La Habana, vuelta a Yucatán y después Madrid, Suecia, Colombia, Costa Rica, Buenos Aires, lugares en los que actuó como funcionario en el cuerpo diplomático de su país. La permanencia en el extranjero moldeó su carácter, lo hizo dueño de sí y le dio ese toque mundano que tanto necesitaba el hombre de letras para ser tenido en cuenta. Sus estancias, cortas o largas, no fueron simples retoques de relumbrón, forjadoras de fama deleznable. Nada de eso. Ellas enriquecieron su conocimiento del ser humano y del mundo y le franquearon las puertas de la sabiduría práctica. Opima fue también su cosecha de anécdotas y de sucedidos, que después repitió en las tertulias con mucho contento de su auditorio. Sabido es que fue enjundioso conversador.

Carlos Urzáiz Jiménez

Continuará la próxima semana…

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