Ensayos Profanos (XXVI)

By on noviembre 8, 2018

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LA REPRESENTACIÓN DE LA MUJER A TRAVÉS DEL TIEMPO

Continuación…

A finales del siglo XVIII, y durante todo el XIX, la liberación, el cambio que se ha venido gestando, alcanzará su clímax. Entre las numerosas tendencias, el neoclasicismo es como un estertor agónico del arte griego. Las escenas mitológicas recobran su esplendor en los pinceles de David y de Ingres; pero las diosas ya son humanas y no pueden ocultar su natural libidinoso. El romanticismo que llega con Delacroix poco después no tiene limitación alguna de forma o de color; los autores de esta tendencia despojan a la mujer del resto de pudor que la vestía; desprovista de sus galas celestes, será mirada como compañera y en ocasiones como objeto de placer no más.

En 1863 ocurre el gran escándalo de Olimpia. Algunos opinan que fueron los tonos claros del cuadro los que disgustaron al público, lo que no es creíble, ya que Manet triunfó pronto con temas igualmente luminosos. Para mí, que la gente se alborotó por la extracción de la modelo que claramente procedía del prostíbulo.

A partir de este momento, la imaginación de los artistas no se ocupa más de las vírgenes ni de las diosas, y ni siquiera de las reinas o de las damas nobles que de algún modo han sido sustitutas de aquéllas. Ahora son las mujeres del pueblo, modistas, campesinas, artesanas, obreras y mariposas nocturnas, inclusive, las que ocupan el sitio preferente en los talleres. Los que no consiguen aceptar la nueva situación sin dejar de pensar en su madre, se dedican al alcohol o al ajenjo. Emilio Zolá escribe la vida de Naná, y Boudelaire “Las flores del mal”. Casi toda la historia es francesa porque Francia, mejor dicho París, ha quitado a Italia la hegemonía del arte. En los Países Bajos, el norte de Europa y las Islas Británicas, la transición ocurre con mayor suavidad.

Finalmente, la libertad del criterio impone sus desvíos en el orden intelectual; el gusto se va por múltiples caminos hacia puntos cada vez más apartados de la contemplación de origen. Hasta el más sublime acto de humanidad, la maternidad gloriosa, sufre los efectos de la relegación. ¿Es que ya no se cree en la gloria de la maternidad? No, no es eso; el sentimiento persiste; pero ahora el deber de glorificar a las madres se deja en manos de las ligas de beneficencia y de acción social. Los artistas se han despreocupado de ello y, si el asunto les llama, lo interpretan a su modo y dan lugar a nuevos escándalos. Así tenía que ser. Empujados por las circunstancias, por el cambio en las costumbres, el escepticismo de una juventud sin dioses y sin diosas, la decadencia de la nobleza y la inestabilidad del matrimonio, se dejan llevar por otros rumbos. La mujer pierde interés como motivo pictórico o escultórico, o en todo caso se le somete a los cambios de escuela y de estilo que el momento reclama: se le alarga (Modigliani), se le ensancha (Renoir), se le deforma (Picasso), se le afea (Souttinne), se le menosprecia y hasta se le decapita (Chagall).

¿Quiere decir esto que los sentimientos del hombre hacia su cara mitad han terminado? De ninguna manera. Semejante descuido no iría con las exigencias de la naturaleza y no podía ocurrir mientras persista la segregación de hormonas. Lo que ocurre es que el tono admirativo ha cambiado de forma. Puesto que los lazos del instituto sexual son indisolubles, no puede llegar el fin de la atracción directa, base de los juegos del amor y de los acoplamientos que, aunque encubiertos por las píldoras y demás subterfugios, se practican con la misma fe y la frecuencia de antaño. Y tal vez con mayor entusiasmo. El hombre pintará a la mujer como se le antoje; pero nunca podrá vivir sin ella. Al fin y al cabo, según Freud, el arte es una sublimación de la libido o un reflejo de la frustración.

Creo haber señalado en el contexto de este ensayo cómo la representación de la mujer ha sufrido cambios de acuerdo con el concepto que de ella ha tenido el hombre. Es de notar que en el transcurso del tiempo, por corto que parezca, la relación socioeconómica del uno con la otra ha experimentado vuelcos trascendentales. La liberación femenina es fenómeno social que se agudizó a últimas fechas; pero comenzó sórdidamente hace muchos años. Las conquistas del movimiento han transformado de lleno a la psicología y el soma de la mujer; se han reflejado en sus gestos, en sus ademanes, en su forma de andar y de vestir, y un poco en el aspecto exterior de su cuerpo. Su actitud sexual ya no es pasiva ni atiende a ciegas al llamado de la maternidad; en los países más civilizados goza de libertades y derechos todavía ayer inconcebibles: independencia conyugal, amor libre, poliandria, aborto.

Nada de esto ha dejado de influir en la concepción de la mujer y en su representación plástica. Pero cabe preguntar, ¿no ha sido el punto de vista del varón un tanto hipócrita y egoísta, condicionando en parte a la ancestral postura sumisa de su pareja? ¿Por qué a medida que la emancipación llegaba la fue bajando de su pedestal? Primero la consideró madre, luego diosa, más tarde virgen o santa, después reina y esposa, para despeñarla finalmente en rápido declive que la convierte en compañera, amante, hembra, objeto. Y todavía nos queda por ver lo que ocurrirá cuando la inspiración se funde en las regidoras, diputadas, gobernadoras y candidatas a la presidencia que ahora incursionan con buen pie en el comando de los países.

¿Qué sucederá si la mujer toma, merced a sus ambiciones políticas, las riendas del poder en el mundo? ¿Nos admirará y cantará como nosotros hemos hecho con ella durante tanto tiempo? Al dominar las artes, ¿cómo interpretará nuestro cuerpo y nuestra alma? Son preguntas que no dejan de hacerse en los años subsecuentes a su Año Internacional. Cualquier ciudadano con capacidad de razonar habrá de preocuparse.

En cuanto a los críticos de oficio –si es que alguien pretende hacer augurios–, deberán reconsiderar la posición femenina frente al arte en los 4,000 años o más de dominio masculino que constata en la historia. En ese tiempo –tengo en cuenta a las notabilísimas excepciones–, la Mujer ha creado muy pocas obras maestras en el campo de las artes plásticas. Tenemos a montón supremas novelistas y sensitivas poetisas; pero sólo unas cuantas escultoras y pintoras dignas de tomarse en serio.

Podrá alegarse que lo ocurrido fue consecuencia de la marginación social y económica pues, aunque las labores del hogar permitían las ilusiones y los ensueños, se oponían crudamente a su realización. No hay por qué negar la parte de verdad que encierra este aserto. Sin embargo, parece ser que la inclinación natural de la mujer hacia el cincel y las paletas es limitada de suyo. Se habla de una época de la prehistoria en que existió el matriarcado; entonces ellas tuvieron en sus manos el poder económico; con él dispusieron del ocio en gran medida, hecho propicio a la creación. Lógico parecería que algunas reliquias de la época mostraran el cuerpo masculino exaltado en sus formas o idealizado en sus actitudes. Y no. Lo único que han escarbado los arqueólogos son ciertos falos de piedra de gran tamaño y un tanto burdos que, atribuidos a primitivas amazonas, lucen bien alejados del sentimiento estético. Haga el lector las especulaciones del caso.

Mérida, 1980.

Carlos Urzáiz Jiménez

Continuará la próxima semana…

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