Ensayos Profanos (XIX)

By on septiembre 21, 2018

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XIX

LA EMANCIPACIÓN DE LA MUJER

La mujer es la obra más admirable de la Creación, tanto por su estructura orgánica que permite el milagro del alumbramiento, como por la complejidad de su intelecto que la lleva a afrontar situaciones de toda índole. Hoy es posible admirarla en un lugar preferente como compañera insustituible del hombre. Lo mismo comparte con él las relaciones sociales, que la responsabilidad material en la brega por la existencia, esto es, un plano de igualdad casi absoluta apenas alterado por ineludibles razones biológicas.

Sin embargo, su marco actual, su papel dentro de la sociedad, organizada de nuestros días, no ha sido siempre el mismo. Para llegar al plano de dignidad que disfruta la mujer, ha tenido que luchar con empeño contra la fuerza impositiva del varón. Su dependencia económica, tan aguda otrora, la redujo en un momento dado a la condición de simple objeto de placer o, si acaso, de aparato reproductor. De allá que las representaciones artísticas que tratan de remontarse al pasado aludan a sus cualidades erótico-procreativas en una y otra forma. Véase si no la conformación externa de las estatuillas de Grimaldi, Willerdorf, Lespugue, Laussel y otras reputadas venus milenarias. Todas horriblemente pechugonas y afectadas de esteatopigia.

Compleja historia. La esencia de los hechos ya que buscarla en los mitos y las leyendas.

Eva, nuestra madre universal en la religión católica, nació de la costilla del hombre y es responsable, por su liviandad, de nuestra actual penuria en la tierra. ¿Debe ser protegida por eso? De no contar su imprudencia ahora estaríamos hacinándonos en el paraíso, tan tranquilos y ociosos como un rebaño en su corral. Ninguna prisa, ningún reloj checador, ninguna angustia laboral. Pero las cosas cambiaron y nos cayó como desastre la consigna aquella de “Ganarás el pan con el sudor de tu frente” y la no menos funesta de “Parirás a tus hijos con dolor”.

No sabemos si en los planes iniciales del Señor figuraba algún proceso de reproducción distinto al que conocemos. De no ser así, y de acuerdo con la castidad impuesta como requisito en el paraíso, la especie humana hubiera quedado reducida a los dos magníficos ejemplares de origen. Tal vez serían eternos, eso sí; y aún ahora, después de 5987 años según la cronología de Usher, nuestros progenitores estarían aburridos, dando vueltas en su jardín para deleite de los santos. Como dos bestias raras y hermosas en un zoológico.

Otras consejas cuentan historias diferentes pero, inventadas y escritas por hombres, ninguna libra de culpa a la mujer. Tampoco prevén el destino que le estaba reservado en las sociedades del futuro.

Gracias a los avances de la ciencia hoy se estima que la presencia del homo sapiens en la superficie terrestre no data del 4004 a.C., como aseguraba el imponderable abate irlandés, ni ocurrió el domingo 23 de octubre a las nueve de la mañana, como complementó su colega Lightfood. Los arqueólogos, que no obtienen sus cálculos de La Biblia, declaran con cierta humildad que el hombre moderno, tal como lo conocemos hoy, debe tener algo así como 70000 años o más. Y, claro, no hubo Adanes ni Evas cuando hizo su aparición, porque en aquel remoto ayer se hablaba a gruñidos y los seres vivientes eran innominados.

¿Qué papel desempeñó la mujer en los núcleos humanos primitivos en los que las necesidades eran mínimas, dictadas por los instintos de conservación personal y de la especie?

Antes que nada, fue madre; sólo madre. Una madre admirable que se enfrentaba a ciegas a los peligros de la maternidad, y luego cumplía con los prolijos deberes inherentes al cuidado de las crías. Esto a cambio de un pasajero derecho afectivo sobre las mismas. Hasta la adolescencia y nada más.

En las hordas nómadas del hombre convertido en cazador y que comenzaba a tenerse en dos pies como los niños, reinaba la promiscuidad. Un macho poderoso y fuerte podía disponer de un lote de hembras y dejar en ellas su semilla, obedeciendo sin conciencia a la ley animal. Y a la selección dispuesta. Pronto, sin embargo, al organizarse la vida en sociedad, las costumbres variaron su rumbo. En el clan apareció la propiedad privada como manzana de discordia. Los derechos territoriales y demás derechos ciudadanos reclamaron su sitio. El cazador descubrió las ventajas de un refugio confortable y seguro al regreso de sus batidas. Fue preciso entonces buscar una compañera fiel en quien confiar y a la cual entregar para su custodia los precarios bienes. Incluida la prole.

Surge de este modo el apareamiento voluntario y, con él, surgieron el hogar y la familia. Marido y mujer por ley expresa. Aunque nunca se hizo efectiva la monogamia, apareció la esposa con sus obligaciones caseras: crecer a los hijos, cuidar las pertenencias, preparar las comidas y, desde luego, disponer del tiempo libre si es que quedaba alguno. ¿Cómo? Tertulias y chismerías con las vecinas. Puesto que no existían las telenovelas, ninguna otra cosa se podía hacer, y a lo mejor ni eso. De allá a la ruina intelectual media un paso.

Carlos Urzáiz Jiménez

Continuará la próxima semana…

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