El Tuerto Benito

By on febrero 3, 2017

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El Tuerto Benito

La cabeza se fue hacia atrás con violencia. Golpeó contra la pared y el dolor, inaguantable un momento antes, desapareció de pronto. El cuerpo cayó pesadamente y se extendió por el suelo como un charco de agua.

Nunca fue muy inteligente. En la escuela, la imaginación fugábase con la mirada tras el vuelo de una mosca, hasta que un reglazo del maestro traíalo de vuelta al plano de la realidad. Durante el recreo, la piedra perdida era irremisiblemente atraída por las flacuras de su cuerpo, y si alguien soltaba el bate después de darle a la pelota, con toda seguridad sus canillas acusarían el impacto.

Poco a poco volvió de la inconsciencia. Oyó los gemidos antes de darse cuenta de que salían de su boca hinchada y sangrante. Confusamente, entrevió a sus compañeros de celda rodeándolo amenazadoramente. Trató de esconderse dentro de sí mismo, en una angustiosa añoranza del claustro materno. Inútil. Manos fuertes lo pusieron de pie y un puño que se fue haciendo más y más grande lo golpeó con fuerza de martillo en las narices, que se abrieron de pronto, esparciendo sangres como se desparraman los estambres al abrirse una amapola. Un brusco sufrimiento invadió su cuerpo, creció en intensidad y, súbitamente, se apagó.

Ese día, qué contento estaba. Al cesar la lluvia, las calles del barrio se pintaron de oro con las alas de miles de mariposas que pasaban de los cercos a los charcos y se reunían, amontonándose, sobre la boñiga con que las vacas dejaban húmeda constancia de su paso. Se sumó a las infantiles huestes, como él descalzas y harapientas que, armadas de ramas sin hojas, hicieron un carnaval de risas y colores persiguiendo hasta aquietar las vibrátiles manchas amarillas. Rió y corrió, corrió riendo, como muy pocas veces lo había hecho. Su pueril alegría era mayor cuanto más crecía el número de insectos abatidos. Hermanado por algunos momentos con la destructora tropa, se sentía uno de ellos, plenamente aceptado, sin el rechazo hostil de otras innumerables ocasiones. Las manos torpes hiciéronse hábiles rápidamente, y las piernecitas trotaban sin descanso de aquí para allá; el corazón aceleró su ritmo, peloteándose contra las paredes de su frágil caja y el niño reía, reía, reía. De pronto, nunca se supo de quién, un brazo descuidado y avieso amplió el círculo de la espinosa rama y le azotó la cara. Lanzó un grito. Una sensación quemante recorrió el sistema nervioso y llevó hasta el cerebro su mensaje de dolor. Se tiró al suelo y, antes de perder el sentido, clamó suplicante: “¡Mamá!”

–“Oye al tarugo llamando a su mamá.”

–“El Tuerto Benito siempre fue medio maricón.”

–“Es que tiene hambre y quiere mamar.”

Las burlas seguían unas a otras, en tanto que Benito, humillado y sollozante, se arrastró hasta el precario refugio de un rincón. Su único ojo, semicerrado y lacrimoso, apenas si entreveía las figuras de quienes lo estropearon sin razón y con saña.

Siempre, siempre sucedía lo mismo. Recostado contra el muro, sintió el vehemente deseo de volver el estómago. Trató inútilmente de dominarse hasta que no pudo más. “¡Puerco!” ladró alguien, y la sucia puntera de un zapato se clavó en continuada furia por entre sus brazos, en el vientre, en las costillas, en donde pudo. Benito, afortunadamente, se perdió de nuevo entre las brumas.

Flaco, feo, débil y tuerto, Benito se las arregló para ir creciendo hasta alcanzar una juventud triste y trabajosa, donde no encontró lugar el brazo hermano de un amigo, y a la que jamás iluminó la mirada enamorada de una mujer.

Torpe, recorrió un oficio tras otro sin aprender uno y, para subsistir, desempeñó las ocupaciones más desdeñadas, en procura del menguado sustento que, así y todo, muchas veces le faltó. Su hambre iba en aumento y su apocado espíritu no fue capaz de generar una de esas rebeliones que dignifican al paria y le conceden dimensión humana.

Se encerraba en sí mismo, dejando transcurrir el tiempo sin esperanza de un mañana con sol. Ni siquiera se escapaba por la puerta falsa del alcohol. Era un pobre infeliz, prototipo de cuantos pobres infelices en el mundo han sido.

Fue a parar a la cárcel porque sí, sin culpa alguna, dentro de una redada de sospechosos, que no hay nada que despierte más sospechas que la pobreza. Y hasta la celda llevó sus miserias. Aquí se centuplicaron sus penas. Los reclusos, sus compañeros, con sagaz pupila clasificaron al pobre diablo y sobre él llovieron injurias y porrazos que no lograron encender la llama viril de una respuesta o la taimada trama de una cubierta venganza. Se acongojaba, atreviéndose cuando mucho a llorar a solas y en silencio. Ya no podía más. Sentía que no podía más.

Lentamente, apretando los maltrechos labios para no gritar, se sentó con la espalda aplastada contra la pared. Se sacó la camisa y, con esfuerzo, la fue rasgando tira a tira.

El día comenzó a clarear. Los ocupantes de la celda fueron despertando entre bostezos y mentadas de madre. Alguien sintió la necesidad de volcar su mal humor sorbe la bestia de carga. Lo buscó con la mirada y exclamó:

–“¡Se ahorcó el Tuerto Benito!”

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Luis H. Hoyos Villanueva

Continuará la próxima semana…

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