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El orgasmo de los ídolos

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Pequeñeces

De niño me enterré un lápiz en la mano. A los dos meses aparecieron letras debajo de la piel. Las fui arrancando con la navaja de mi padre y las guardé bajo la cama.

Fue hasta la secundaria cuando lograron extirparme la punta de carbón, y se me escapó el habla. Busqué en mi escondrijo, solo hallé los restos enmohecidos de las letras. Escribo para recuperarme de esta invalidez…

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La mejor mujer en el sexo

En la confianza y la decisión puede recuperarse la esencia del placer. Juana lo supo con Federico. Los 200 kilos del hombre no importaban; su creatividad la tenía entusiasmada. Había leído sin reparo muchos de sus cuentos, ensayos y algunos de sus poemas, y esa admiración la condujo hasta su casa la tarde que decidió conocerlo en persona. Federico estaba sentado en la sala de estar. Roberta, el ama de llaves, la recibió: “Pase señorita, el maestro espera. Deme su chamarra, me haré cargo, ¿quiere café?”

– “Gracias Roberta, puedes retirarte”. La voz del maestro era el espacio de intimidad que Juana buscaba. La sala se abría para el olor a madera limpia de los libreros. Pudo sentir la presencia de mundos diversos que esperaban ser visitados en los libros que cubrían las paredes. Al fondo, Federico, rebosante y paciente.

Los 200 kilos eran grotescos, pero la calidez de su voz, y esa mirada de vaca marina que bebe conciencias, fueron la trampa de luz que atrajo a Juana como un insecto sin voluntad.

– “Vine”, dijo de manera estúpida la chica.

– “Siéntate a mi lado”. Ella pudo imaginar con antelación la ridícula escena de su diminuto cuerpo -aun no cumplía los 20-, a un costado de la mole que formaba el maestro, sentado en el sofá.

El reforzado mueble contuvo la respiración al sostenerlos. No fueron más de cinco minutos de plática para que Juana se dejara hurgar la entrepierna. Había tomado con ambas manos la enorme cabeza del maestro y se había dejado besar, besar o consumir, que para el caso y el momento significaron lo mismo, y supo aprovechar tamaño y volumen. Escaló sus hombros y ofreció la vagina, hervidero de agujas, para que el maestro, con su lengua como prótesis, degustara y la arrastrara entre sus pliegues.

La erección del monstruo era irreal. La grasa hacía imposible que Juana tuviera una visión completa del miembro endurecido. Sin embargo, impulsiva, hundió sus brazos entre los enormes y pavorosos muslos de Federico para atraparle el miembro y, triunfante, lo consiguió. Pequeño, gordo y durísimo como un rubí. Sobó y sobó, mientras dejaba que la enorme lengua entrara y saliera de ella, fornicándola…

-“Señorita, su chamarra”. La joven se arropó repasando el momento en una larga exhalación, con la confianza que para ese entonces encerraba saberse dueña de sí.

El maestro, el filósofo, lloraba emocionado, agradecido de que al fin los años de cultivar su mente y perder su cuerpo fueran recompensados por la enorme voluntad de amor que Juana le dispensara.

 

Adán Echeverría

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