El Método Saldívar

By on junio 14, 2019

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Alfonso Díaz de la Cruz (*)

Para Saldívar no había nada más falso e innecesario que las primeras salidas con alguien previas al noviazgo. Para él, la mayoría de las personas se mostraban completamente hipócritas pues se centraban más en conquistar y dar una buena imagen que en ser como realmente eran o en conocer la realidad de la otra persona. Una sarta de mentiras, pantallas y falsedades que implicaban un gasto innecesario de tiempo, energía y dinero.

Esa falsedad, de acuerdo a Saldívar, era la que generaba que la mayoría de las parejas, al cabo de unos cuantos meses, se llenaran de desencantos y terminaran la relación, no pocas veces de mala manera, pues descubrían la realidad de la persona con la que habían formalizado los noviazgos. Frases como “Has cambiado”, “Tú no eras así” y “Ya no eres como solías ser” eran los principales reproches que los desencantados se lanzaban unos a otros antes de que la relación iniciara un camino de descenso hasta la irremediable ruptura. Y por ese desenlace eran muchas las personas que ya no creían en el amor.

Claro que no todas las personas ni todas las parejas pensaban como Saldívar y, una vez tenido ese desencantamiento, decidían que la persona con la que tenían la relación valía la pena y que, por tanto, reajustar la convivencia era algo que podían hacer en pro de la relación misma. Decían incluso que eso formaba parte de la evolución de la relación y pudiera ser que tuviesen razón, reconocía Saldívar, pero para él eso era un desgaste que podría evitarse si los amantes se mostraran tal cuál eran desde un principio. Era una manera de economizar y evitar malos tragos, decía: “Conociendo desde un principio a lo que uno va, y qué es lo que el otro tiene para ofrecer, agilizaría las cosas y las relaciones serían realmente duraderas.”

“Además” ─argumentaba Saldívar─, “que algunas parejas decidan continuar en la relación después del desencanto no garantizaba en modo alguno que las chicas que se desencanten de mí estén dispuestas a intentarlo una vez que descubran que no soy el mozo perfecto que pudieran idealizar. Al final” ─insistía─ “terminaría siendo un volado en el que las estadísticas presagian el término de las relaciones. Y jugarme algo tan importante como lo es la pareja en un volado es algo sumamente temerario, porque uno ya no está en edad de andar viendo si las cosas pintan o no pintan bien; uno busca una relación ya para toda la vida, y ésta pasa tan rápido que no están las cosas como para andar perdiendo el tiempo. Mejor todo a las claras desde un principio y así todos contentos. Y si no, pues el desencanto no es tan grande porque ni tiempo da a que ninguno de los involucrados idealice al otro y se haga ilusiones.”

Para poner en práctica su teoría, Saldívar solía aplicar lo que él denominaba orgulloso “El Método Saldívar” que podía determinar, según él, en cuestión de horas, o incluso minutos, si la primera cita podía tener un futuro prometedor o si se quedaba ahí como una primera y última cita, digna de ser olvidada, al menos por ellas. El Método era sencillo y constaba de dos simples pasos, aunque en muy contadas ocasiones se ejecutaba el segundo.

El primer paso, una vez que alguna chica aceptaba salir a cenar con él, consistía en dejar de lado todo romanticismo y “glamur fingido” (que no podría mantener a lo largo de una relación, si es que ésta se establecía) y citar a la susodicha en punto de las ocho de la noche en una taquería del poniente de la ciudad.

Así de sencillo, pero la mar de efectivo. Si la chica valía la pena y quería algo en serio, decía Saldívar, acudiría a la cita sin poner ninguna objeción ni reparo; por el contrario, si solamente estaba buscando fingir, engañar y ser engañada, la chica en cuestión no sólo protestaría sino que, además, ni siquiera se presentaría a la cita.

Un método casi infalible que tenía su salida de emergencia: el segundo paso rematada en lo que Saldívar solía llamar “la prueba de fuego”.

Si bien la mayoría de las chicas lo dejaban plantado, había algunas que sí acudían a la cita, por lo que Saldívar tenía que asegurarse que la chica en cuestión estuviera decidida a comprometerse y no se centrara en nimiedades vacuas.

Saldívar pedía siete tacos (para empezar), los devoraba con avidez y después pedía una pequeña orden más. Si para el final de la noche, y tras verlo comer de aquella manera, la chica no se había ido, Saldívar pedía una coca cola de medio litro, la bebía de manera casi intempestiva y entonces ejecutaba la prueba de fuego, la última prueba que tenían que pasar: Saldívar eructaba. Eructaba de una manera tan grotesca y desvergonzada que hacía que las personas de dos mesas a la redonda voltearan a verlo con asco, sorpresa, desaprobación y repugnancia.

“¡Es la Prueba de Fuego!” ─explicaba emocionado Saldívar─. “Si la chica soporta el grotesco eructo y la vergüenza de ser blanco de las miradas y los murmullos cargados de juicios de la gente, y se queda, entonces habrá pasado la prueba y podemos afirmar que hemos encontrado a la chica indicada. Es un método ampliamente pensado y analizado y no hay cabida al error. ¡El Método Saldívar es infalible!”

Naturalmente, todas las chicas que habían tenido la osadía o buena intención de llegar hasta el final de la cena terminaban yéndose en ese momento. Algunas solamente avergonzadas; otras, las más, sumamente molestas. No eran pocas las chicas que le gritaban improperios y armaban un alboroto ante la mirada atónita de los comensales. Pero era algo que Saldívar resistía estoica y orgullosamente, pues con ello confirmaba su teoría y demostraba una vez más la efectividad de su método.

Al principio, el personal de la taquería se mostró compasivo con aquel muchacho plantado o abandonado a mitad de la taquería, pero tras la explicación de Saldívar de su teoría y método, y tras años de verlo entrar y salir solo de la taquería, la compasión se convirtió en una especie de camaradería que derivaba en apuestas sobre si la chica en turno acudiría a la cita o no, o sobre el tiempo que tardaría en retirarse.

Durante casi seis años, Saldívar aplicó su método, obteniendo una y otra vez los mismos resultados. Hasta la noche en que llegó Kenia.

Kenia, sin ser una chica espectacular, se encontraba, de acuerdo a la clasificación de Saldívar, en la categoría de “muy guapa”, haciendo énfasis en el “muy”.

Llegando al lugar a las ocho con doce minutos (algo que le agradó sobremanera a Saldívar, pues no había en ella un intento de quedar bien con una falsa puntualidad no característica en ella), Kenia llamó la atención a todos los comensales y personal de la taquería por tres razones, a saber: su cabello rojo natural (que con ciertos toques de luz se veía naranja), su sonrisa despreocupada y casual, como si para ella fuese lo más normal del mundo tener una primera cita en una taquería, y lo exageradamente ajustado de sus jeans.

Con toda la naturalidad del mundo, pese a saberse observada, Kenia saludó a Saldívar, se sentó a su lado en la mesa, pidió ocho tacos y, ante la mirada atónita de meseros y taqueros, los comió gustosa (chupándose de vez en cuando los dedos) mientras platicaba con Saldívar de la manera más jovial y desenvuelta que podía hacer. Saldívar estaba disfrutando aquella cita y, por primera vez en muchos años, se sintió esperanzado. Algo en su interior le decía que finalmente había llegado la chica idónea; pero, por mucha esperanza que pudiera sentir, por mucha conexión que pudieran estar estableciendo, él sabía que tenía que ejecutar la Prueba de Fuego; de manera que, después de que cada uno hubo pedido y devorado cuatro tacos más, Saldívar pidió su coca, bebió copiosamente la mitad de la misma y, acto seguido, dejando la botella a un costado, eructó de manera grotesca y desvergonzada.

Al momento, el silencio se hizo presente y las miradas se centraron en él y en la chica que le acompañaba. Ante los murmullos de la gente y la mirada expectante de los taqueros, Kenia, como si tal cosa, se estiró por sobre la mesa hasta alcanzar la botella abandonada y, tras darle un profundo trago, eructó, si tal es posible, más fuerte aún que el propio Saldívar, generando una repulsión total por parte de los comensales y la algarabía en los taqueros y en Saldívar. En un hecho sin precedentes, después de varios años aplicando el Método, una chica había pasado por fin la Prueba de Fuego y, de acuerdo al Método Saldívar, la relación podría entonces iniciarse.

Fue tanto el alborozo que la cuenta corrió como invitación de la casa y Saldívar y Kenia se marcharon alegremente a continuar la noche.

Siguiendo la lógica de la teoría planteada, el Método Saldívar no tendría que volver a aplicarse, por lo que no fue pequeña la sorpresa por parte de los taqueros, al ver entrar la noche del viernes siguiente, a Saldívar sin compañía, y ocupar una mesa al fondo de la taquería.

Cuando le preguntaron a qué se debía que estuviera ahí, solo, no tardó en responder que las cosas no habían salido bien.

Al parecer, al salir de la taquería, las cosas pintaban sumamente bien puesto que, al haber Kenia acudido a la cita en taxi, Saldívar y ella habían decidido marcharse juntos en el coche de él; siendo ahí donde todo se echó a perder.

Nada más subir al auto, con un completo descaro, Kenia había reclinado su asiento hasta llegar casi a la horizontal, quedando recostada cuan larga era. Después, aduciendo a una inflamación abdominal generada por los tacos y acrecentada por lo ajustado de sus pantalones, desabotonó sus jeans para aliviar su malestar. El colmo llegó cuando, sin preguntar ni avisar si quiera, se quitó los zapatos y subió los pies al tablero.

“¡Algo inaudito!” ─se quejó un molesto Saldívar─. “Puedo entender que uno pueda tomarse ciertas confianzas con el pasar de los días, pero definitivamente hay cosas que no haces en una primera cita. No queda bien. No se ve bien. ¡No está bien! Me duele reconocerlo, pero parece que el Método Saldívar no cubría todos los escenarios posibles” ─agregó, y acto seguido pidió siete tacos y una coca de medio litro, para empezar.

Perplejos, los taqueros prepararon su orden mientras Saldívar, solitario, sin comprender dónde había estado el fallo, pensaba en cuál sería la mejor manera de perfeccionar su Método para no tener que pasar por aquellos inconvenientes nuevamente…

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(*) Alfonso Díaz de la Cruz es escritor de relatos cortos, conferencista y psicólogo. Nacido en la Ciudad de México, y radicado en la ciudad de Aguascalientes, también en México, es el Ganador del Quinto Premio Endira Cuento Corto (2018) y es columnista en el periódico digital “Centuria Noticias”, donde publica un cuento semanal. Participó en la antología internacional solidaria “El Filo de Ela” publicada en España en junio de 2019 con su cuento “El Perro de los Ermitaños”. Además, tiene un par de cuentos publicados en línea: “Tres meses de bonanza” y “Algodón de azúcar” (siendo este último de carácter infantil). Ha sido invitado a diversas Ferias del Libro, entre las que destaca su participación en la Feria Internacional del Libro (FIL) Guadalajara 2018.

Partiendo mayoritariamente de lo cotidiano, afirma que sus cuentos tienen un toque de magia, de humor y de irreverencia. “Escribo para sanarnos de la monotonía y de las heridas del alma. Estoy convencido de que los cuentos pueden resultar terapéuticos a nivel emocional pues en ellos todo es posible; una parte de nuestra alma acepta dicha posibilidad y sana con ella”.

Red social: https://www.facebook.com/alfonsodicru/

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