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El horror del Cura que llegó a decir misa

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La Sublevación del Brujo Jacinto Canek

VI

EL HORROR DEL CURA QUE LLEGÓ A DECIR MISA

La noticia de la muerte del tabernero Diego Pacheco recorre la concisa geografía de las calles de Quisteil en alas de la chismería de las indias. Uno de los escasos españoles que se encuentran en el pueblo, un nebuloso cura llamado Ruela (que ha llegado a decir misa en la iglesia del lugar), se entera estupefacto, de aquella barbaridad. Temeroso de correr igual suerte, determina escapar al vecino pueblo de Sotuta. Arriba a ese solariego distrito por la noche. Jadeante, busca a quien tiene el mando de las tropas, un capitán Cosgaya afamado por su crueldad con los indios. Le rinde, con encendida mímica, una voluminosa referencia de la situación. Cosgaya, que carga una borrachera irracional, infiere que los indios perpetran una matanza. Escoltado por unos veinte soldados ebrios, parte a Quisteil, ya extinguido el último sol de la tarde. Se niega a esperar la llegada de un centenar de milicianos.

 

EL RENCOR DE LA NOCHE

Los indios prefiguran esa repudiada visita. Limpian las armas inicialmente dispuestas para la Navidad, se surten de machetes y flechas y aguardan con macabra emoción la entrada de los soldados en Quisteil. Estos, subordinados al rencor de la noche, al sueño y a la embriaguez, no perciben la insidiosa atmósfera de una soledad nutrida de enemigos parapetados detrás de las albarradas o en las apagadas copas de las ceibas. Pocos prestan atención a la danza de siniestros coribantes nacidos de las tinieblas que incendian el espacio con relámpagos de pólvora de desgastados fusiles redivivos. Un muchacho (bebido naturalmente) demanda a gritos, para él, la atolondrada cabeza de Cosgaya. El ebrio capitán ha extraviado el fusil en la espléndida confusión de la noche. Pretende huir. El indio va tras él, vesánico. Sujeto a una deslucida escopeta lo persigue por perplejas callejuelas desiertas durante jadeantes espacios de silencio. Aquella ardorosa persecución perdura acaso unos segundos. Declina cuando Cosgaya, inmenso desconocedor de la topografía del lugar, tropieza con la yerta iniquidad de una piedra. Tendido en el suelo, no le queda sino esperar que su muerte sea instantánea, acaso producto de una bala, de un generoso disparo en el corazón. El muchacho lo observa con minucioso desdén; lo compadece, tal vez, tirado en su dilatada soledad, despejado a la muerte en su vasta indefensión. Sin dejar de mirarlo arroja lejos la escopeta. Blande, en cambio, un pavoroso machete con el que asume su recóndita tarea de vengador.

No lejos del destripado cadáver de Cosgaya el combate transcurre, implacable. Las flechas y las escopetas cumplen, vehementes, su destino homicida, y los machetes, enloquecidos en manos vengadoras, cobran, con la amputación de piernas, cabezas y brazos milicianos, una vieja cuenta con la infamia española.

 

LA APOTEOSIS DEL REY EBRIO

En la desamparada iglesia, entre el congreso de libaciones y la trastocada orquestación de voces corrompidas coreando aleluyas mayas, depositan aparatosamente a Jacinto Canek en una silla poltrona recamada de oro. Sobre la densa parafernalia de íconos inútiles suavemente iluminados por la luz de las velas se dibuja en el aire el ritmo jeroglífico de los tambores indios. A la medianoche un maya transmutado en sumo sacerdote de la coronación despoja sin rencor, a la imagen de la virgen, del manto y la corona de oro. Con esas prendas venerables inviste a Canek como El Nuevo Moctezuma, el inédito rey que está por conducir a los genuinos señores de la tierra al renacido decurso de su soberanía. Reclama a gritos el silencio de la muchedumbre y pronuncia con grotescos visajes protocolarios una suerte de homilía mezcla de español, maya y latín con la que confiere a Canek la absoluta jurisdicción de la provincia de Yucatán, y de las vidas, haciendas y posesiones de todos los españoles. Luego escancian su pestilente licor en los cálices y brindan a la buena fortuna de la empresa. Durante horas se chocan esos vasos sagrados. Se brinda con minuciosidad a la salud de Jacinto Canek, a la inaplazable muerte de los blancos, a la laboriosa complacencia de los dioses. Después comienzan a abandonar la iglesia. Alguien (efusivamente borracho) arranca de su nicho las barbadas imágenes de San Pedro y San Pablo. En su lugar empotra las sañudas efigies de sus dioses de piedra.

 

LA NOTICIA EN MÉRIDA

Despertado en mitad de un profundo sueño –l’alto sonno dirá Dante– la noticia del levantamiento produce una sobrecogedora impresión en el ánimo del gobernador. La noche anterior había arrostrado los calamitosos preceptos de sus médicos. Abjuró de su desalmada rutina y de sus aborrecibles dietas vegetales para quedarse escuchando, hasta bien entrada la madrugada, unas sonatas de Scarlatti que tocaba muy bien en el clavicordio una sobrina del encomendero Argáiz. Se excedió, además, en el licor y en la comida.

Disminuido su atolondramiento, manda por uno de sus hombres de confianza, un aguerrido capitán llamado Cristóbal Calderón. Le ordena pertrecharse y partir de inmediato a batir esa endemoniada revuelta y matar a todos los sublevados. Mientras tanto la noticia de la sublevación rebasa prontamente el ámbito de las Casas Reales y se propaga por la ciudad. Todo es motivo de aterradora sospecha: un miliciano ebrio que ha dilapidado la tarde transitando por las tabernas de Santiago lanza atipladas voces de alarma cuando dos indios bromistas le aseguran que se han alzado; unos incendios accidentales causan clamoroso desconcierto; la histeria se apodera de las mujeres, los niños lloran infatigablemente. El gobernador, agobiado por el suceso de Quisteil, tiene que enfrentar también esas disparatadas ocurrencias domésticas, esos temores espurios que acaban por agravar sus padecimientos.

 

LA PRUEBAS INOBJETABLES

Malhumorado, determina buscar los motivos de esa conflagración que lo ha privado de su vieja tranquilidad. Las investigaciones (conducidas por él mismo) progresan admirablemente: una noche atrapan a un indio portador de un espantoso mensaje entre sus ropas. Va dirigido a los rebeldes y reza así: Bien podéis venir sin temor alguno, que os esperamos con los brazos abiertos; no tengáis recelo, porque somos muchos y las armas españolas no tienen ya poder contra nosotros; traed vuestra gente armada, que con nosotros está el que todo lo puede. A ese infortunado recadero corresponde, en condigno castigo a su traición, estrenar la horca triangular que se ha erigido en la Plaza Mayor. Otros sublevados son aprehendidos: confiesan, con la dramática persuasión de la tortura, que el levantamiento estaba proyectado para la Nochebuena y que se ha adelantado por circunstancias imprevistas, que el plan estriba en la ocupación intempestiva de la ciudad: penetrarán disparando sus escopetas, apañando rehenes, arrasándolo todo; previamente advertidos, los criados pegarán fuego a las casas de sus amos a una hora señalada; dentro se abrasarán los aborrecidos señores; quienes intenten escapar del holocausto serán recibidos por los machetes hambrientos de los indios. Existe también el acuerdo de apoderarse de las mujeres.

Hay otras pruebas abrumadoras: en la casa de un cacique de San Cristóbal descubrieron pólvora, armas y plomo; varios indios pintarrajeados (para inspirar horror) advierten solemnemente a un soldado que será vana toda precaución porque los dioses han determinado en su infinita sabiduría, que el tiempo está maduro para destripar a los españoles; un criado es cogido en el instante de servir vidrio molido en la comida de sus amos; existe una caja repleta de papeles secretos en algún oculto lugar (confiesa un torturado cacique); hay bastimentos suficientes para sustentar una dilatada y onerosa campaña; un indio obstinado se resiste a entregar su arma a los milicianos; la depone, al fin, arrojándola con furor. Maldice a los soldados, les grita que sólo sus piedras bastarán para matar a todos los españoles. Esa fecunda blasfemia prefija su muerte: un negro descomunal le propinó ciento dos latigazos con acatada brutalidad.

Atemorizado ante ese exceso de argumentos irrebatibles que corroboran el inminente peligro que amaga a la provincia, el gobernador manda despojar a los indios de sus escopetas de caza para dárselas a los milicianos. Unas veinte mil son recabadas. También se les decomisan su pólvora y su plomo. Al día siguiente alborean cinco horcas conminatorias por diversos rumbos de la ciudad.

 

LA FEROZ CARNICERÍA

El mediodía del jueves 26 de noviembre del Año del Señor 1761, después de dos días infecundos que contrariaron mucho al gobernador, el capitán Calderón penetra en el pueblo de Quisteil. Irrumpe con la vitalidad de las tempestades y consuma la inaplazable masacre. Llegan atropellándolo todo, él y sus hombres, infestando el aire de imprecaciones contra la muchedumbre. Buscan por todas partes (socorridos por canes atroces) a los insurrectos. Demuelen las altas albarradas y los muros, despedazan los puestos de fritangas y heredan empinadas hogueras y destripados cuerpos. El fuego consume las Casas Reales, las chozas de los quistelianos y hasta la escuálida iglesia de techos de palma abarrotada de niños y mujeres, abrasados en horrorosa crepitación. Dentro se cocinan, junto con los inocentes, muebles, iconos y ornamentos litúrgicos. Quienes intentan escapar de ese exuberante holocausto son barridos por insensatas balas españolas. Con las manos todavía empapadas de sangre, el capitán Calderón garrapatea un aquietante mensaje al irritable gobernador.

 

TE DEUM

Las noticias de la época informan de un solemne Te Deum celebrado en la catedral de Mérida para dar gracias al Altísimo por el venturoso derrumbe de los mayas. La aplomada resonancia del órgano, las meticulosas voces mixtas (de indios y blancos) del coro, la aletargada madrugada otoñal, contribuyen a encarecer una ceremonia ya enriquecida de pelucas empolvadas, negras casacas, lustrosos zapatos de hevillones dorados y medias acanaladas, presidida por el amodorrado gobernador.

La sublima ocasión (que se desdobla mientras arden las mujeres y los niños en las casas combustionadas de Quisteil) es rubricada por una triple salva de cañonazos disparada desde la soñolienta ciudadela de San Benito.

 

UNA MUCHEDUMBRE DE CADÁVERES

Rehuyo fatigar al lector con la relación pormenorizada de los dispares combates verificados en las inmediaciones de Quisteil. Lo cierto es que, con la ultrajante pujanza de sus armas, con el trepidar licencioso de sus cañones y con sus penetrantes estrategias, los españoles masacraron a los indios. Los insurrectos pelearon con eminente ferocidad incapaces de rendirse, sólo deponían las armas con la muerte: una larga batalla heredó seiscientos cadáveres. Los capitanes blancos inundaron de sangre las estancias y los parajes vecinos a Quisteil. Incendiaron la hacienda Huntulchac e incineraron a todos sus moradores. Al escribano del pueblo de Tijolop (involucrado en la revuelta) lo levantaron de su hamaca a culatazos, lo instalaron en la picota y le propinaron doscientos azotes. Agonizante, tachonado con los sangrantes distintivos del rebenque, fue conducido atropelladamente al monte y ahorcado.

 

LA GRUTA INCIERTA

Atribulado de heridas, de quemaduras, Jacinto Canek se desplaza, seguido de sus magos más fieles, por la sabana de Sibac. Agota aquella llanura infinita antes de dar con la incierta seguridad de una tenebrosa gruta. Oculto en aquellas oquedades agobiadas de siglos, busca reconstruir, infructuosamente, el imposible rompecabezas de su situación, los sucesos acumulados a partir de la radiante. borrachera de Quisteil. Los dioses no le conceden el acceso a ese enigma revelador. No atina a descubrir las razones de esa desviada victoria insurgente. No comprende todavía esa suerte de extraña justicia divina que ha acabado por engendrar un aborrecido triunfo español.

Destetado de la realidad, exiliado de los sueños de gloria, Jacinto Canek comienza a aquilatar, en discontinuas metáforas precisadoras, la magnitud de aquella inopinada catástrofe. Palpa sobre su cuerpo caliente el manto púrpura de la Virgen que ha vestido a partir de la efusión de poder e insensatez de la noche de su exaltación. Pobremente intenta reconstruir las borrosas imágenes de su coronación: se lleva la mano a la cabeza pero la corona ha desaparecido.

No se da cuenta –sometido a la tortura de recomponer la frustrante ilación de los hechos– de la entrada impetuosa de los soldados del capitán Calderón en la gruta. Todo ha acontecido muy rápido, pero tiene conciencia de las bofetadas que le propinan con rabia, de los puñetazos y los salivazos disparados al rostro. El antiguo silencio de la gruta prohija ignotos voceríos iracundos. A la primitiva oscuridad del lugar se suma la oscuridad del sentimiento de odio de los españoles vengadores.

Lo sacan de la gruta a empellones, a él y a sus capitanes-magos. Les encadenan las manos y los pies. Con sus escopetas obscenas los encañonan. La caravana parte rápido hacia Mérida.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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