El Culto Maya al Agua

By on noviembre 28, 2014

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Los yucatecos guardamos una larga y añeja tradición con el culto al agua. Los mayas como entidad cultural nombraron dioses a las fuerzas de la naturaleza. Chaac correspondió al dios mitológico que es serpiente, ave, lagarto; un ente con varios atributos, especialmente uno: el agua que cae del cielo y vivifica la flora y fauna terrestre peninsular.

Entre nosotros, los mayas del siglo XXI, aún permanece la ceremonia de petición de lluvia, a la cual llamamos Cha Chaac: una ceremonia repleta de simbolismos, significados y que con su práctica prolonga el sentir y la tradición maya. Uno de los detalles de esta ceremonia, que es para unir los símbolos vitales de las profundidades con la deidad de las alturas, es buscar agua virgen de cenotes que no hayan sido perturbados por la presencia humana.

El cenote también ha cumplido históricamente otra función dentro de la cultura maya. Fue cuna de los primeros habitantes y, aún en los tiempos coloniales, sobrevivió el culto a las divinidades autóctonas en el interior de las cavernas. Testimonios de ello son Balankanché, Lol Tun y Calcehtok, por citar los más conocidos. Incluso los primeros religiosos españoles, al detectar peregrinaciones hacia estos lugares, utilizaron la fuerza punitiva de la Inquisición para someter a los indígenas, como nos recuerda el Auto de Fe de Maní y al padre Fray Diego de Landa. Posteriormente en estos lugares aparecieron imágenes de culto de las diferentes advocaciones del culto mariano. Con ello el sincretismo religioso maya yucateco salió fortalecido y perdura hasta nuestros días.

En los tiempos que corren y que vivimos, los cenotes son atractivos turísticos, pero alguna vez fueron fuente de abastecimiento de agua para las comunidades. Entrar a un cenote es una experiencia sin igual, siempre y cuando no se tenga fobia alguna relacionada con los espacios cerrados. Hay desde pasajes estrechos hasta cúpulas catedralicias; manantiales, ojos de agua, hasta lagunas, y espacios en los cuales cientos de lanzas puntiagudas penden sobre nosotros: son las estalactitas, formaciones en la roca que tienen miles de años.

Recuerdo una imagen del grabador Catherwood que el viajero inglés Stephens reprodujo en su libro “Viajes a Yucatán”, la del cenote de Xtacumbilxunaan, La Señora Escondida. Es una imagen impactante: una inmensa y rudimentaria escalera de troncos de árboles se despliega al interior, por la cual se desciende para tomar el agua del cenote y, luego, subir. En el tránsito al fondo de la caverna, decenas de indígenas mayas iluminan sus labores con antorchas, según el registro de la imagen del grabado.

Sin embargo, en la actualidad vemos cenotes convertidos en pozos cenagosos con una capa de basura por efectos de la actividad humana. Quizá se pueda decir que son efectos de la modernidad, de vivir en sintonía con los tiempos. Permítanme recordar, inicialmente, que hasta los años ochenta, muchos de los envases de los productos que se consumían eran retornables o intercambiables, cuando no estaba tan masificado el concepto de lo desechable. Por otro lado, según datos del INEGI 2010, somos ya un millón 955 mil 577 yucatecos, y se registraron 435 mil 885 viviendas con excusados y/o sanitarios con fosas sépticas dirigidas hacia el subsuelo. Todo esto aumenta los riesgos y complica la conservación de la calidad del agua.

Luego entonces, la contaminación se ha dado por el aumento a la décima potencia de las actividades humanas, comerciales e industriales elevado, generando un caudal de aguas negras que se vierten diariamente a estas fuentes de agua.

En el espacio común de nuestra convivencia diaria conviene que nos sentemos a reflexionar y dialogar todas las partes, todos los sectores, los de alto poder adquisitivo y los que menos tenemos, el industrial y el campesino productor, el periodista y el que pasa por la calle, el ciudadano de a pie, el gobierno y la sociedad civil, porque en el tema de la contaminación, está más que visto y estudiado, todos contaminamos por igual. A tiempo, al parecer se ha empezado a dialogar, a dar pasos en firme para salvaguardar los depósitos de agua en Yucatán.

En nuestro imaginario colectivo, cada vez que hablamos de mar y costas, pensamos en un segmento de playa, un trozo de mar y un largo corredor de arquería de hormigón y concreto que avanza y flota sobre el océano: Progreso. Podemos referirnos a Sisal, Celestún, Telchac, Santa Clara, pero solo tenemos una imagen que perdura y sobresale, nuestro balneario popular y la playa de Mérida: Progreso de Castro.

Como una pesadilla recurrente, cada determinado tiempo hace aparición la marea roja, una mancha de agua contaminada que acaba con las especies marinas y que representa un riesgo severo para la salud humana. Este efecto es producto de la alta contaminación de la ciudad y puerto de Progreso, así como de parte del interior de la península, que viene a desembocar a nuestro mar. ¿Cómo? Por el hecho mismo de la conformación de la península y sus ríos subterráneos interconectados.

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¿Entonces qué esperamos: acabar con nuestra única y popular alternativa de recreo y descanso, minimizar nuestras reservas de agua, elevando su costo de potablilización y purificación?

Recuerdo que una de la predicciones apocalípticas que se registra en el Chilam Balam de Chumayel es que un día se acabará el agua y que los mayas peregrinaremos hacia el cenote de la Xnuc en Maní. Allí una anciana nos estará esperando con su serpiente Tzaabcan. Ella nos dará agua para beber, tanta como para llenar una cáscara de cocoyol (una nuez) y a cambio deberemos entregarle un hijo nuestro para alimentar a su serpiente.

Tenemos la opción hoy de no tomar estas palabras al pie de la letra, sino en sentido figurado. Pensemos en que el agua escaseará: estaremos inmersos en un círculo vicioso representada por la serpiente, y el sacrificio de los niños se dará porque habremos cancelado el futuro de nuestros hijos y de las generaciones del porvenir. Los mayas, los viejos mayas, pensaron casi en todo. Es lógico: si pensaron sobre el origen de los tiempos e inventaron sus procesos matemáticos para medirlo, también filosofaron sobre el fin de los tiempos o, mejor dicho, en los ciclos de los tiempos, porque cuando algo empieza también algo finaliza y viceversa.

Hace algunos años viajé a mi pueblo. Cuando aún vivía mi abuelo, le preguntaba cosas de la historia y el pasado de la localidad. Me contó cómo conoció a Felipe Carrillo Puerto, cuando ambos fueron conductores de carretas tiradas por mulas. De cuando, siendo un muchacho de quince años, fue testigo del paso y parada momentánea del ferrocarril en que viajaba Francisco I. Madero, quien salió al pescante, en su camino al mitin en Izamal. De la leva que hacían los militares encabezados por el Gral. Ortiz Argumedo entre los jóvenes campesinos y “dzules” para ir a combatir a Salvador Alvarado. Me aconsejó que les preguntara a otros viejos del pueblo, que tuviera distintas visiones o enfoques de los mismos hechos.

En la ocasión que refiero, fui al parque, encontrando que el parque como lo recordaba ya no existe. Era un sitio sencillo, con bancas de granito que tenían grabados en el respaldo los nombres de los vecinos donantes, contribuyentes con la Junta de Mejoras Materiales, y el año, 1956. Una fuente, palmas reales y varios ejemplares de una variedad de pino terminaban de conformar el parque. Años después un alcalde lo mandó derruir y reedificó otro de diseño que llamó “colonial-mexicano”. Hay que verlo para calificarlo.

Siguiendo los consejos de mi abuelo, me acerqué a varios caballeros que dijeron no saber nada de historia. Entre bromas comentaban que podían hablar de tal o cual persona. Uno de aquellos señores comenzó a decir que los muy viejos son los que saben más cosas. Otro dijo, “¿por qué no le preguntas a Vences?”. Y, una vez más, todos comenzaron a reír. Opté por alejarme de ellos y caminar.

En el viejo cuartel militar, habilitado como mercado, se encontraba Vences, apócope o deformación de Wenceslao.

Vences era un ser solitario y solía hablar consigo mismo. De hecho todos los hacemos, pero no en voz alta como él. Hacía los mandados de los vecinos, acarreaba cosas pesadas sobre su espalda. Comía lo que le regalaban por esos trabajos y dormía donde le vencía el sueño: un día en el parque, otro en el mercado, temporalmente encontró sitio en el Rastro Municipal, pero fue expulsado. Finalmente ocupó una de las casas abandonadas que se encontraban cerca de la estación de trenes.

Entablamos una conversación que duró un buen rato. Me platicó cosas que yo desconocía: del pueblo, del viejo convento, de piedras escondidas o guardadas a propósito que narran fechas y hechos, para encontrar y revelar la historia de la comunidad. Resultó ser que el marginado del pueblo sabía más que todos nosotros. Rescato para este texto un fragmento de la plática que se ajusta al tema.

La mirada del hombre maya se relaja. Ha estado caminando desde el amanecer. Saca de su sabucán de plástico una botella de agua y bebe. Escucha como el viento acarrea una melodía inusual: pájaros alegres, pájaros cantando. Quizá esté llegando a su fin la búsqueda. Salió del pueblo y tiene una idea fija: encontrar el cenote que un día su abuelo le describió. “En medio de una laja grande y redonda, en el centro de la piedra hay una boca, y de ésta surge una ceiba que extiende sus brazos al cielo, en el que habitan los pájaros que anuncian el nuevo amanecer”.

“En el interior, encontrarás la noche fría y oscura, donde aguardan la serpiente y el jaguar. Si tus intenciones son buenas nada te pasará, andarás y encontrarás el agua sagrada para sanar heridas físicas y espirituales para aquellos que lo necesitan; pero si tu corazón está enfermo y atravesado por las espinas del odio y la ambición, huye o pasa lejos, porque de lo contrario la candela del castigo quemará tus pies y el aire escapará de tus pulmones”.

No sabe a qué se debe que ahora recuerde en especial estas palabras de aquel viejecito minúsculo, el abuelo que a sus cien años conservaba la memoria intacta y los secretos de sus abuelos para los nietos de sus nietos. Sentado en su banquillito, el abuelo Benjamín tomaba su baño de sol. “Hijo, cuando yo esté muerto – le dijo un día-, así como hoy me sacas para darme mi baño de santo sol, aunque sea una vez cada año espero que saques mis huesos para que sean lavados por el sereno, el viento y el sol de esta tierra”. “¿Por qué abuelo?”- se había atrevido a preguntarle. “Hijo, podemos tener vida y salud, incluso miseria, pero si no tenemos una tierra donde echar raíces, vivir y descansar después de muertos, no tenemos nada”.

Entonces creí comprender y le dije, “Vences, ahora sé porque tu abuelo te contó cosas de los antiguos: porque te atrevías a preguntar, porque en esta tierra, nadie pregunta, por respeto, por tradición, por lo que sea. Lo que te dicen los mayores, así se queda, no hay lugar para el cuestionamiento, la aclaración, el repítemelo otra vez”. “Tal vez”, me respondió. En realidad dijo “Beyhualé”, desde la profundidad de su lengua maya, como se contesta cuando no se tiene la seguridad de la razón de las cosas.

Me contó que anduvo casi todo el día en la búsqueda de aquel cenote, de alguno que tuviera algún indicio de lo que el abuelo le había referido. Encontró cenotes, muchos cenotes, más de lo que se imaginaba encontrar en un viaje de los muchos que había realizado y de los que aún realizaría, pero todos estaban sucios: algunos recibían aguas pestilentes de una granja cercana, otros estaban llenos de basura de todo tipo que no se explicaba cómo había llegado hasta ahí. Bajó la mirada y guardó silencio. “Pero encontraste el cenote sí o no”, le pregunté, interrumpiendo su mutismo. “Todavía no”, contestó, “pero seguiré buscando, porque si mi abuelo lo vio, es que existe y mientras yo viva, la imagen vivirá conmigo y seguiré buscando”.

Entonces pensé, y ahora estoy más seguro que nunca, que todo es una alegoría, una visión de un lugar idílico, perfecto. Una esperanza, una llama encendida, un sueño que, mientras corremos tras él, más se aleja. Pero este sueño es de un pueblo, de una colectividad. De una cultura, de una civilización en el fin del mundo, que tiene presencia desde el principio de los tiempos.

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Juan José Caamal Canul.

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