El Coleccionista de Imágenes

By on julio 15, 2021

JORGE PACHECO ZAVALA

Había salido de la sinagoga como siempre, con la impresión grabada en su mente de que algo inesperado estaba por suceder. Afuera, el mundo era un mar donde navegaban multitud de embarcaciones extraviadas; otras, en su perenne búsqueda, se habían hundido sin encontrar respuestas.

Ismael era, desde siempre, un sujeto que amontonaba impresiones de otras vidas. Su niñez estaba marcada por la muerte y el duelo. Su padre murió cuando apenas tenía tres años; ese acontecimiento representaba un vago recuerdo en su mente. Su madre, profundamente deprimida, se fue a acompañarlo a la tumba un año después. De ella recordaba su rostro blanquísimo, inmóvil en aquella caja de terciopelo palo de rosa. Recordaba también el aroma de los cirios, mezclado con el delicado perfume de los crisantemos. Fue una tarde gris, con un cielo gris, enmarcada por rostros grises que vestían de negro. Desde entonces su mundo se volvió gris.

La comunidad sefardí se había hecho cargo de su educación. Para ello dispuso de una familia adoptiva en la cual el hijo mayor sería él.  Durante los primeros cinco años todo parecía ir de maravilla; sin embargo, justo cuando estaba a punto de celebrar su cumpleaños número ocho, el padre adoptivo sufrió un aparatoso accidente al volver del trabajo y murió instantáneamente. La pequeña hija de siete años lloró inconsolable por días. Ismael parecía inmune al dolor y ninguna lágrima se asomó por sus ojos. La esposa se internó en una profunda crisis emocional que le impedía atender a la pequeña Jenny, por ello apareció en la escena la madre, la abuela de Jenny.

La vida solitaria de Ismael nunca extrañó a la familia adoptiva, pero la abuela recién llegada supuso que algo no andaba bien con la vida del chico. Cada intento para acercarse a conversar con Ismael parecía más un intento de intimidación. La sola presencia de la abuela le producía una amenaza inexplicable.

La abuela de Jenny muchas veces notó a Ismael sentado en alguna esquina de la gran sala de recepción, como si fotografiara con sus ojos lo que ocurría en la casa. Le pareció que eran sus ojos una especie de escáner que al detectar algo inusual parecía capturarlo al instante.

Era común verlo en el patio de la escuela, solitario, aislado, pero atento a la vida escolar. Algunos de sus compañeros lo calificaban como “atemorizante”, “raro”; algunas ocasiones hasta llegaron a decir que “tenía una mirada siniestra”.

En el camión de transporte escolar siempre ocupaba los lugares de hasta el fondo, al parecer le gustaba tener un dominio total de la escena. Quienes viajaban con él habían notado siempre que, en cuanto tomaba su lugar, su mirada permanecía inmóvil sin distracción alguna.  Había en sus ojos un obturador natural que capturaba imágenes que solo para él resultaban interesantes.

La noche en que la abuela de Jenny entró a la habitación de Ismael, luego de buscarlo durante todo el día, se encontró con un arsenal de hojas de dibujo apiladas y escondidas en uno de los cajones de su vestidor. Su recámara tenía cierto orden y se mantenía así durante toda la semana, quizá por ello nadie lo molestaba en casa. Jenny alguna vez le había dicho a su madre que le parecía bastante extraña la forma en que Ismael miraba a la servidumbre, principalmente a Elvira, de quien desde hacía más de un año no se tenía noticia alguna. “Esa mirada es tan penetrante mamá…” le había dicho Jenny, enfatizando lo suficiente en la maldad de sus ojos.

Cuando la abuela de Jenny estaba por revisar las hojas que pertenecían a Ismael, su teléfono móvil sonó insistentemente. Al contestar enmudeció: su hija, la madre de Jenny, acababa de quitarse la vida.

Arrojó el montón de hojas al piso y salió de inmediato al hospital. Jenny la vio salir de prisa y supuso lo peor.

Jenny esa noche no durmió.  La pérdida de su madre y la ausencia inexplicable de Ismael eran un nudo bastante confuso en su mente.

Ya casi amanecía cuando terminó de revisar los dibujos de Ismael. En cada uno de ellos estaba presente una sombra gris que enmarcaba los rostros, los cuerpos, los escenarios y cada objeto retratado de manera artística, pero lúgubre.

Jenny se encontró dibujada en uno de ellos. Parecía despedirse de alguien con la mano levantada, el rostro triste, enlutado, rodeado de esta sombra grisácea. Ismael había dibujado la escena futura de esa mañana cuando Jenny se despidió de su amiga Rebeca. Era ella, sin duda: su blusa brillante abotonada, su falda tableada y su gorro predilecto. Era la entrada de la casa. Pudo notar una figura al fondo, casi en el recibidor. Era una figura oscura, sin definición. Por su pelo revuelto no había duda de que se trataba de Ismael. Era él observando la escena, sin estar presente en la escena.

Jenny quedó conmocionada por el descubrimiento. Aunque quiso contarle a la abuela, prefirió esperar a aclarar sus ideas. A sus diez años era perfectamente capaz de darse cuenta de que las cosas se habían vuelto un poco confusas.

La inquietud de la abuela iba en aumento.  Tampoco en los siguientes días apareció Ismael. La casa era un lugar silencioso y sombrío, tantas ausencias hacían parecer la mansión un lugar abandonado.

Tres años después de todos estos sucesos, luego de que Jenny llegara de la escuela, encontró bajo la puerta un sobre con su nombre. Lo abrió de prisa, temerosa; no estaba acostumbrada a recibir cartas y menos una que no tuviera remitente.

El sobre temblaba entre sus dedos, era presa de la ansiedad y el desconcierto. Al fin pudo extraer la hoja que estaba dentro.

Era un dibujo igual a aquellos que encontraron en la habitación de Ismael, con una diferencia: mostraba una escena en la que Jenny abrazaba a su abuela. Era una imagen que denotaba el gran cariño que Jenny tenía a su abuela. Había además pocos trazos en gris, tal vez los suficientes. Es preciso decir también que, como detalle de reconciliación, había enmarcado el rostro de Jenny con un color rosa blush, el cual agregaba a la imagen un tono festivo.

Jenny guardó el dibujo en el sobre y, como un acto al que ya estaba habituada, abrazó a su abuela para decirle que había llegado. La abuela la abrazó y le dijo al oído: “El rosa en tu rostro luce maravilloso…”

 [Ilustraciones – Archivo AHGA]

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.