El Canto de la Tierra (III)

By on noviembre 7, 2019

III

El pueblo de la infancia

Los duendes del recuerdo

me complacen:

Vuelvo al poblado agreste

–mecedor de mi infancia–

un punto divergente y divertido;

inventor de la ingenua geometría.

Fuente de luminarias y nostalgias:

las abejas del canto,

los ratones del sueño.

Mas esta aldea estaba

ceñida por los círculos concéntricos

de aquellas campanadas teológicas.

Por tangente tenía un pentagrama:

paralelas del hierro entre la hierba

que entonaban las ansias infantiles

con la fanfarria de humo de los trenes.

Una iglesia altiva y pudibunda

en mística querella con el cura

rompía a sollozar todas las tardes

sobre el pueblo con mantilla de crepúsculo.

El gallo centurión alborotaba

pidiendo el santo y seña de los días.

la estrella matutina aclara nuestros sueños.

Caen lentas y frescas las hojas del naranjo.

Se abre la memoria como fruto que estalla.

Se abre la memoria:

Suda el cacao, revienta la sandía.

Los señores del agua y de los astros atraen

a los niños con sus risas remotas,

con los juegos perdidos.

 

La caverna y el bosque eran la voz del mundo

cuando traía la noche los anuncios extraños,

los clamores secretos de la aldea vecina.

Yo recibía el ritmo de las palabras nuevas.

Y en el alba el idioma conducía otros ríos.

¡Oh, claridades!

En la temprana noche los postigos se cerraban.

El almidón dejaba de crujir (ah, la nodriza vela).

Sólo quedaban vivas las luciérnagas: lumbres

cautivas de los montes, la fogata de zarzas…

Entonces el pueblo se dormía

en la flamante seda del arrullo.

Las apariencias del mundo

eran su única realidad verdadera.

Pende la siempre luna sobre la aldea de infancias

de los hombres de toda condición y de todo linaje.

Esta es la hora de atardecer en que los niños

del mundo, juegan por las calles de los pueblos…

–“¡Niños, se está haciendo tarde!” (dice la voz).

Raúl Cáceres Carenzo

Continuará la próxima semana…

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