Leyendas del Mayab
XLII
EL INSECTO LUMINOSO
En el seno de las noches más obscuras parece que se encienden y arden pequeñas lámparas movibles. Fulgen un momento, para apagarse luego y volver a encenderse. Y así pueblan el ambiente, deteniéndose arriba en las hojas de los árboles, abajo sobre los matorrales, dando la ilusión de una lluvia de minúsculas estrellas que caídas sobre la tierra fuesen errando por los montes.
¿Quién enciende esos pequeños puntos luminosos que tienen vida y vuelan? Es así como lo explica el hombre maya.
Hay el dios que cura los males, hasta los más rebeldes. Para eso usa su piedra verde con la cual hace los conjuros. Hace años, pero muchos años, dejó olvidada su piedra en el campo. Cuando trató de recuperarla era ya la estación de las lluvias, había caído mucha agua y la vegetación había crecido tanto que era difícil encontrar el amuleto.
¿A dónde van los animales de la selva, así los pequeños como los mayores, a dónde van juntos y como en peregrinación? Van a oír lo que les ordena el dios que los ha convocado, el dios que cura las enfermedades y que extravió su piedra milagrosa. Y así les dijo en llegando junto a él: He perdido mi piedra verde y es fuerza que la encuentre. Id a buscarla; vosotros sabéis todos los lugares del monte, todos los huecos, todas las cavernas, todos los caminos, todas las hendiduras de las piedras. Todo lo conocéis y os será fácil encontrarla. Por de contado que he de premiar a quien me la restituya.
Y muchos de los animales diéronse a la difícil búsqueda. Se dice que fue el venado quien la halló primero, pero que el taimado se la tragó tratando de suplantar al dios de las curas maravillosas. No le sirvió empero para nada la pícara ocultación. El dios advirtió el juego, y la piedra verde volvió al lugar donde se había perdido. Sin embargo, desde eso no es raro cuando un venado cae abatido por el cazador, que al abrirle el vientre se le encuentre dentro una de esas maravillosas piedras. El indio se regocija cuando eso ocurre, porque de todas maneras piedra sagrada es, aunque de mayor virtud era la que el dios había perdido.
Desconsolados estaban ya los animales pues resultaban inútiles sus esfuerzos. Los unos corrían demasiado, como las liebres y los gatos salvajes, otros volaban demasiado alto como las auras, y los que menos corrían o volaban bajo, se enredaban en los bejucales y en los abrojos. Con razón pensaban que era un trabajo muy lento y de paciencia suma, más propio para los insectos que pueden entrar hasta en los más reducidos huecos y deslizarse por bajo las más pequeñas plantas.
Y así pasó que entre los insectos, el llamado kóokay, que así se llama en maya la luciérnaga, muy pequeño por cierto, era el que más se daba a la búsqueda. Pero no redujo su afán al sólo hecho de redrojear los campos. Púsose a pensar cómo hacerlo. El pensar aguza el ingenio, y tanto y tanto reconcentró sus pensamientos el pequeño animalillo que su inteligencia se fue haciendo más clara. Hasta que sintió que de su mismo ser emanaba una chispa. Entonces se dijo: hoy si me será fácil encontrar la piedra verde, pues no habrá obscuridad que no pueda alumbrar por mí mismo.
Y buscando por todos los lugares hasta los más ocultos, iluminándolos con la luz que de su cuerpo salía, encontró al fin el amuleto milagroso. El insecto kóokay es honrado y era su afán el hallar la piedra para restituirla al dios, y no se le ocurrió ni por un momento lo que al venado tramposo. Corrió, pues, en donde estaba el dios y regocijado le presentó la piedra.
–¿Qué quieres en premio?, le dijo el dios agradecido.
–Nada, contestó el kóokay. Soy demasiado pequeño, demasiado humilde para esperar premio alguno. Me basta con saber que ya puedes seguir haciendo tus curas maravillosas.
Entonces respondió el aludido: Sí, he de premiarte. De hoy en más seguirás emitiendo esa luz que naciendo de ti mismo a ti te servirá en la vida. Animal pequeño eres, y escasa la luz que emites en razón de tu tamaño; pero eso no importa, no importa el tamaño de los seres cuando pueden producir por sí mismos la luz que los guíe en su vida. En todo caso vale más ser pequeño pero con luz propia. Ve y verás si es cierto lo que te digo.
Contento se fue el kóokay volando por los montes y lanzando sus chispas de luz por donde pasaba. Suscitaba la envidia entre los demás animales. Alguno quiso captarlo para su servicio, pero apagándose al punto se perdía en la maleza. Las aves pretendían atraparlo para adornarse con él, pero el kóokay se ocultaba prudentemente.
Y sucedió que se encontró con una liebre. Quiso la coqueta atraparlo para hacerse un collar luminoso, y corrió loca hacia el pequeño insecto. Pero el kóokay apagó su minúsculo fanal y se posó en la tierra en forma tal que pasaba inadvertido. Pero la liebre iba de aquí para allá en busca del animalito saltando locamente, y de pronto fue a caer sobre el pobre kóokay. El infeliz se sintió aplastado por aquel cuerpo que a él le parecía un gigante. Pero la liebre no se había dado cuenta de que tenía al animalillo bajo su cuerpo, e inquieta como es saltó de nuevo. El otro se sintió magullado y maltrecho, pero pensó lógicamente. Esto puede ocurrirme otra vez y otra y vale más prevenir el peligro.
Y fue siguiendo a la liebre hasta que ésta se detuvo en una siembra de frijoles, que es su alimento favorito alimentándose de las hojas. Entonces sí quedó quietecita la muy taimada. Y el kóokay se dijo: hoy es la mía, y rápido fue a posarse sobre la frente de la liebre encendiendo al mismo tiempo la luz de su cuerpo. La liebre se estremeció despavorida al sentir sobre la frente aquel obstáculo y sobre todo al recibir al mismo tiempo la luz intempestiva.
Lo primero que se le ocurrió pensar fue que le había dado un rayo y se dio a correr desolada. Pero el kóokay no se movía de la cabeza de la liebre, y ésta tuvo entonces por seguro que se estaba incendiando y como no encontrase en su camino a nadie que la apagase el fuego que sentía prendido en la cabeza, discurrió como un último recurso meterse en el agua de un cenote. Y a un cenote enderezó, en efecto, la carrera, hasta llegar junto a uno en el cual entró violentamente. Más ocurrió lo que era fuerza que ocurriese. Como el fuego lo llevaba arriba tuvo que meterse hasta hundir la cabeza en el agua. En ese instante el kóokay alzó el vuelo, pero la liebre pereció ahogada en el manantial.
Y fue así como un animalillo tan insignificante pudo deshacerse de uno mayor y de gran actividad que pretendía cautivarlo, y seguir viviendo contento y feliz, cumpliéndose la advertencia que le hiciera el dios agradecido, de que vale más ser pequeño, pero con luz propia que nos guíe en la vida.
Luis Rosado Vega
Continuará la próxima semana…