El Alarife

By on mayo 4, 2017

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El Alarife

Desde temprana edad, Nacho ayudaba a su padre Serapio en los trabajos de albañilería: era el encargado de partir las piedras para sacar “cuñas”. En ese tiempo, Nacho sólo contaba con 12 años de edad.

Un día, la maestra del pueblo solicitó los servicios de Serapio para levantar una albarrada al término del patio de la escuela.

Temía la profesora que el ganado que pastaba cerca entrara a comerse las hortalizas que los alumnos sembraban, como parte de su aprendizaje.

La maestra, a quien cariñosamente le decían Doña Chonita, se fijó en el joven Nacho que, a pesar de su corta edad, ayudaba a su padre.

Entonces le preguntó: “¿Sabes leer y escribir?”

El joven Nacho bajó la cabeza.

La maestra Chonita le dijo: “Desde mañana te espero en mi casa todas las tardes, para que te enseñe.”

El joven resultó buen estudiante. Pronto aprendió a leer y escribir.

Al pasar el tiempo, pidió permiso a sus padres para visitar a su tío Nicolás, quien vivía en la ciudad y también era albañil.

Nicolás se alegró de ver a su sobrino, le dijo que había mucho trabajo y requerían ayudantes de albañil.

Le contó que estaban trabajando en una gran obra. Se trataba de un hotel de cinco estrellas. Pensaba que el joven ganaría sus primeros pesos, y aprendería bien el oficio.

Ahí no tenía que hacer las “cuñas”: todo era por medio de bloques y estructura metálica.

El joven regresó a su pueblo para informarle a sus padres que se quedaría un tiempo con su tío. Su mamá, que se llamaba Jimena, con tristeza lo vio partir.

Cuando Nacho llegó a la obra, quedó asombrado de su grandeza. Su tío lo puso de ayudante del encargado de pegar todas las losetas de los baños.

A los dos años, el hotel estaba listo.

 Su tío lo llevó a trabajar en la construcción de una unidad deportiva. Nacho sería el encargado de poner los bloques de las bardas.

Todos los días desayunaban lo mismo: una barra de pan francés llena de mortadela, queso y chile jalapeño, sin faltar su refresco de cola. Los sábados, que era día de pago, lo festejaban comiendo tacos de chicharra con naranja agria, tomate, cebolla y chile habanero. Cuando el ingeniero no los veía, tomaban a escondidas una cerveza caguama.

Así pasaron los años.

Nacho le compraba verduras a una joven llamada Agustina, a quien comenzó a enamorar. Un día, de común acuerdo, decidieron casarse. Serapio y Jimena, padres de Nacho, llegaron a la ciudad para la boda.

Nacho alquiló una casa con techo de lámina galvanizada cerca de sus suegros. Su esposa Agustina seguía vendiendo verduras en el mercado para ayudarse.

A los tres meses de casada, estaba embarazada.

Cuando nació el primer hijo, le pusieron de nombre Serapio, en honor a su abuelo.

El joven creció sano y robusto.

Estaba entrando al primer año de secundaria, cuando Nacho le dijo: “¡Serapio! Algún domingo te llevaré al hotel de cinco estrellas donde trabajé. Conocerás las losetas que pegué en ese tiempo, notarás el magnífico trabajo que hice y, a pesar de los años, te puedo asegurar que siguen en perfecto estado.”

Un domingo, Nacho subió a su hijo Serapio en la bicicleta y partió rumbo al hotel.

Al llegar, en la puerta había un señor vestido como general, pero sin estrellas, quien les dijo: “¡Por favor, quiten esa bicicleta de ahí y sigan circulando!”

Nacho le contestó: “¡Un momento, señor: soy Nacho, el que construyó los baños de este hotel! Y quiero enseñarle a mi hijo el trabajo que hice.”

“Lo siento,” contestó el portero. “Solo los huéspedes pueden entrar. Hagan el favor de retirarse, ya que dan mal aspecto al turismo.”

Nacho, muy apenado y triste por la forma que lo trataron delante de su hijo, agarró su bicicleta, amarró fuertemente la soga que usaba en lugar de cinturón, se colocó bien una de sus chanclas de plástico que amenazaba con caerse y le dijo a su hijo: “¡Súbete!”

Padre e hijo se fueron alejando del hotel de cinco estrellas, esquivando carros y camiones.

Al poco tiempo de estar pedaleando, Nacho dijo: “¡Mañana te llevo al lugar donde estoy trabajando, para que veas qué parejito pego los bloques! En mi familia todos somos albañiles y nos sentimos muy orgullosos. En la sociedad nos consideran mal hablados, rateros y borrachos. La mayoría de nosotros no tiene casa propia, a pesar que construimos fraccionamientos. Basta con mirar a cualquier lado y verás miles de casas.  Estas no se construyeron por obra de magia: fuimos nosotros los que dejamos ahí nuestras fuerzas y nuestra vida; pero nadie se pone a pensar en quienes las hicieron. ¡Fuimos nosotros, los albañiles!

“¡Lo sé, papá!”

“Desde luego, el crédito se lo lleva el Ingeniero “Constructor” y ¿sabes, hijo? Todo por no haber estudiado. Deberíamos tener un monumento que diga Al albañil desconocido.”

Serapio, que en ese instante estaba colgado de la soga cinturón de su padre, le dijo: “Te prometo, papá, que el día que tenga mi título y comience a trabajar, te compraré buena ropa y zapatos. Ese día, hombro con hombro, alquilaremos una habitación en el hotel de cinco estrellas y así podré admirar las losetas que pegaste con tanto cariño.”

Al escuchar Nacho lo que su hijo decía, imprimió más velocidad a su bicicleta, mientras unas lágrimas de orgullo trataban de desbordarse de sus ojos, casi cerrados por la cal de los años.

Fernando A. Rivas Castillo

                                                                       ferica555@hotmail.com

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