El águila negra

By on septiembre 17, 2021

Rosy Murillo

Recuerdo cuando llegaba Alfredo, el Águila negra, a la mueblería donde se desempeñaba como chofer de reparto de aquel gran negocio familiar de don Chávelo López, empresario del pueblo.

Llegaba muy a la línea, recién bañado y perfumado como acostumbraba siempre. Le gustaba llegar unos minutos antes, para fumarse un cigarrillo, recargado en aquella pared del edificio, la rodilla izquierda doblada hacia el muro y la mano derecha peinando aquella gran melena que parecía de león, con rizos que caían sobre sus hombros. Siempre vestía livais negros y camisa del mismo color.

De su cuello colgaba un gran dije en forma de águila de plata, de ahí el sobrenombre. La gente rápidamente lo identificaba en la tienda de don Chávelo.

Aquel caballero de melena abundante gustaba de enamorar a cuanta dama le gustaba. Se creía un galán, y su verbo era tan bueno que cualquier chica creía en él. Era muy difícil que alguna pueblerina se resistiera a los halagos de Alfredo, el Águila negra.

Pero un día llegó una nueva empleada recomendada, no sé, creo por el cuñado del dueño. Cuando entraba por aquel arco de ladrillo que dividía la mueblería de la banqueta, todo se iluminaba.

La joven era esbelta, hermosa, su cabello en un gran peinado de los años setenta era lo que llamaba tanto la atención.

Parecía una artista del cine de Hollywood.

Su ropa era sencilla, pero elegante, botas hasta la pantorrilla y minifalda, blusa de alter con una hebilla plateada.

El dueño de la mueblería le explicó las labores que tenía que cumplir en aquella oficina que era pequeña e incluía una máquina de escribir.

Al ver aquella dama, se acercó Alfredo, enseguida le extendió la mano y, haciendo reverencia, se inclinó.

— Desde este momento seré su más fiel enamorado.

María Rosa, al escuchar aquel tipo atrevido, se sonrojó y se dio la vuelta, dirigiéndose a su lugar de trabajo.

Desde ese momento, cada que pasaba el Águila negra por la oficina intercambiaban miradas. Se gustaron: a ella le parecía un héroe, tan gallardo.

Pero decidió ignorarlo al salir del trabajo

Con el pasar de los días, las compañeras le advirtieron lo mujeriego que era, contándole todos los chismes del caballero.

Ella escuchaba, mas no le importaba: creía más en el hombre. Tenía confianza en ella misma. Pensaba que, en cuanto fuera su novio, sería fiel a sus caprichos.

Fue tanta su confianza que le aceptó una invitación al cine. Alfredo, después de tantos intentos, por fin lo logró. Salieron juntos.

Así empezaría aquel romance.

Unos días eran felices, otros tormentosos y llenos de falsedad.

Un día los casó el cura del pueblo, y por el civil el juez Castillo. Ese fue el comienzo de la vida de aquella pareja tan desigual en todos los sentidos.

Ella tenía una buena educación, a la antigua con principios y modales; él fue educado en una familia carente de buenos sentimientos y sensibilidad.

Aquel matrimonio tan desigual acabó con la belleza y felicidad de María Rosa. Su héroe no era más que un simple atleta sin medalla.

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