No es menester realizar investigaciones extensas, o acudir a centrales informativas especializadas en aportar cifras porcentuales o comparativos nacionales o internacionales, para llegar a la conclusión de que la situación económica de nuestra población, humilde y media, anda en crisis.
En esto, siendo los yucatecos hacendosos, trabajadores, debemos excluir su pereza como un motivo para estar fuera de la cadena productiva de la economía local.
Los letreros en casas de “se colocan cierres” “salbutes – sábados y domingos”, “gelatinas y bolis” entre muchos otros de ofrecimiento de productos o servicios de reparación de equipos nos hablan de un pueblo que no se abandona a las lamentaciones, sino que lucha para salir adelante con los recursos a su alcance.
Hace algunos días circuló la información de que miles de niños trabajan. Eso debería preocuparnos, porque abandonan escuela y esperanzas de salir adelante, son presas de un sistema injusto que les ha tocado conocer y sufrir.
En las tiendas de autoservicio, personas de avanzada edad aún laboran acomodando productos de los clientes para ganarse una moneda. Los llaman “Cerillos”.
Cada cierto tiempo la “magnanimidad” del gobierno entrega a personas de 65 y más años un apoyo económico simbólico, que parece obedecer más a propósitos políticos que de justicia social hacia las personas que en el pasado dieron su mejor esfuerzo a la colectividad. Desde luego que no hablaremos de las jugosas jubilaciones de servidores públicos, políticos o funcionarios que vivieron en la abundancia y aún continúan recibiendo recursos cuantiosos del Estado por “servicios prestados”.
Surgen programas como los comedores populares, que en algo ayudan a contadas personas, aunque los espacios sirven más para imprimir fotografías publicitarias periódicas de los políticos que los promovieron.
En busca de oportunidades, nuestros trabajadores del campo vienen a la gran ciudad, o emigran con la mirada puesta en empleos. Algunos lo logran, después de dejar abandonados sus campos, para construir como albañiles las residencias de nuevos potentados, o sirviendo en limpieza de jardines y patios. De ahí surgen accidentes de trabajo que han victimizado a hombres trabajadores del campo empleados en obras de construcción.
Cuando las mujeres trabajadoras de algún pueblo vienen a vender algunos productos obtenidos de sus patios – frutas, legumbres, huevos – son acosadas y sujetas a pagos abusivos de impuestos, sufriendo en veces el despojo de sus productos. Los mercados públicos son campos de concentración urbanos donde se mueren sus fuerzas e ilusiones.
No nos extrañe pues que, ante una situación de este tipo, generalizada, los empresarios estén dispuestos a invertir en negocios nuevos en el entendimiento de que pagarán salarios bajísimos, no darán seguro social a sus trabajadores y reducirán al máximo las prestaciones posibles. En sus cada vez más numerosas agrupaciones o asociaciones civiles para ayudar a los enfermos, donar juguetes a los niños, dar consejos de cómo vivir mejor, visitarlos cuando están en hospitales o centros de reclusión de mujeres en desamparo o ancianos abandonados, tienen cuidado de publicitar sus acciones calificadas como “de profundo contenido humano, religioso y social”.
Los tiempos no cambian y Yucatán parece revivir estampas de tiempos pretéritos, cuando las clases sociales altas vivían en la opulencia, en tanto los trabajadores, generadores y sustento de sus fortunas, vivían en la miseria.
Pero en estos primeros años de un nuevo siglo va surgiendo un sentimiento de rechazo y protesta. Como que ya se acercan los tiempos de examinar, cambiar las actitudes, examinar los hechos y circunstancias, y promover acciones que sean no de mera apariencia, sino de plena justicia social.