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“Dolores del Río”, la loca

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Encuentros con el dolor

Por Carlos Duarte Moreno

(Especial para el Diario del Sureste)

Sin querer, topé con “Dolores del Río”. Ella quiere llamarse así y, aunque no ha de leer estas líneas, es justo, virtualmente, que yo la mencione con su nombre postizo.

Quince años apresados por la locura, diluidos en el desvío con suavidad lenta y hondura de suspiro: quince años al garete sobre un río de creencia patética y repentina.

Las revistas cinematográficas y la pantalla de los cines fueron siempre su obsesión. En sus ojos, al leer, al contemplar el desarrollo de los argumentos, había una ascensión, acaso involuntaria; y un arqueo de cejas que marcaba el gesto de ansia del alma en que poco a poco estaban saliendo alas…

¡Yo soy “Dolores del Río”! Lo dijo de pronto una noche y quedó extática como si oyese una voz de anunciación en el fondo de su alma. Vino el médico. El tilo, el bromuro, el hipnal… Hasta que se pensó más seriamente. El microscopio no encontró en la gota de sangre la causa. Sufrió todos los reconocimientos. La cosa venía de ese plasma que escapa a la ciencia positiva. No quedó más remedio: ¡estaba local!

Y comenzó un maquillaje devoto, con la línea del peinado a media cabeza; con los ojos punteados de pestañola y las cejas depiladas y estilizadas con el retoque pulcro, dejándolas en una línea precisa y certera en el trazo de medialuna, como una pincelada finísima en una taza china en miniatura. Y el cigarro vino a su labio y a su mano; y se sentaba, una pierna cruzada sobre la otra y la barba en una mano, en postura de mujer de cabaret que aguarda… ¡Yo soy “Dolores del Río”! ¿Y quién se lo quitaba de la cabeza?

Allí está, en el cerco de su casa humilde que acabo de visitar, sin saber la tragedia, pero encontrándomela de pronto. Bella está la loca, alargando sus ojos torturados de melancolía.

-¿Ya voy a entrar a escena?

Ha sido su pregunta al verme llegar. Y casi sin hacer pausa, ha continuado:

-¡Ya verá usted cómo va a salir esta edición de Resurrección! ¡Voy a poner mi alma…! ¡Haré una protagonista, como pocas veces! ¿Quién va a hacer el papel de Dimitri?

Y se me acerca, cándida y lúcida –la lucidez de su sugestión incurable– y me toma de la solapa del saco, temblando levemente como bajo el temor de que le quiten su rol.

-Pero ¿verdad que yo soy Dolores del Río?

-Sí, ¡cómo no!

Y pienso, sin querer, en la tragedia de Don Jaime del Río a quien torturó el amor de nuestra compatriota.

-¿A qué hora comenzamos?

-¡En seguida!

Y se sienta de nuevo a esperar el hipotético inicio…

Padre Tolstoi, ¿te imaginaste alguna que en un rincón del mundo, en el apartado vericueto de una calle sin lujo, quince años femeninos en la locura, esperase interpretar, “poniendo el alma”, a la Natacha ingenua y amorosa e infortunada que creaste en la calca humana de tu libro dolido?

Pobre muchachita prófuga del fuel que marca el equilibrio humano, nos quedaremos otra vez a oscuras y, por tu labio, no podremos saber con la inquietud del poeta muerto, “si es la vida mejor que la locura o la vida mejor es la locura…”

Médicos: ¡perdonadme! Es un grito que sale de mi alma; es una bocanada de angustia; un colmarse de mis vasos íntimos ante este loto maravilloso flotando incurablemente en el Danubio azul de la locura… ¡Quemad vuestros libros; romped vuestros tubos de ensayo; hundid vuestras pinzas; echad al viento las partículas de vuestras sales químicas! ¡No han servido para traer de nuevo de la mano a esta caperucita perdida hacia el calor de la paz, en el hogar de la razón! Venid conmigo, en la derrota de la Ciencia, a contemplar este delirio. Sentiréis, como yo, un vacío en el alma; un temblor de impotencia; un desconsuelo de la verdad científica; una resurrección de amor que nace como lamento y termina como sollozo. En medio de vuestras frentes inclinadas, sentiréis un roce; un leve hasta lo imponderable rumor de alas… ¡Es el alma de la loca que se va muy lejos mientras nosotros quedamos prisioneros en la tierra…!

Mérida, Yuc., 13 de noviembre de 1934.

 

Diario del Sureste. Mérida, 16 de noviembre de 1934, p. 3.

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