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Concurrencia: Vidas e Historias

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Vaya forma de saber, que aún quiere llover sobre mojado”

Silvio Rodríguez

Era el mejor de los tiempos y el peor; la edad de la sabiduría y de la tontería; la época de la fe y la incredulidad; la estación de la luz y la de las tinieblas; era la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación…”

Charles Dickens, Historia de dos ciudades

Entonces solo había tenis marca Naciff; no había refrescos de envases desechables, ni latas de aluminio, menos botellas de plástico para agua. Para beberse un refresco había que hacerlo a pie de mostrador, o a la puerta de la refresquería. Era inusual ver algún visitante beberse su refresco mientras caminaba por la ciudad, indicando así que podía pagar el depósito. Era común que te regalaran cortes de tela para que fueras con el sastre a que te confeccionara el pantalón o la camisa. Había barberías, no estéticas unisex. No había un solo establecimiento de comida rápida; los garrafones eran de vidrio, se les llamaba también bidón o botellón. Había negocios o lugares para el fotocopiado. Había más teléfonos públicos, la telefonía era fija y los teléfonos celulares eran ciencia ficción. Por las mañanas y tardes se escuchaba el quejido herrumbroso de la entrada y salida de los ferrocarriles. Las campanas de las iglesias se percibían más nítidas. Las noticias se actualizaban cada 24 horas y el teatro Héctor Herrera seguía con sus tandas. El cine más exclusivo era el Colón, y el menos el Esmeralda; los más lejanos el cine Maya y el Infantilandia. Existían La Literaria, Burrel, Pluma y Lápiz. Los discos eran de vinilo y los casetes aun venían atornillados.

La persona está de espaldas, un empleado municipal posiblemente. Barre el pasaje Emilio Seijo. El piso es de adoquín francés rojo. En algunos de ellos se leen las palabras “Metropolitan, Canton OH, Block”, la primera y la última al realce y la de en medio en bajo relieve. Los ladrillos medían 21 x 10 x 9 cm., un ladrillo que daba mucha vista a las calles meridanas, luego a algunas calles peatonales, muy pocas, por cierto. La escoba es de las conocidas como de raíz. La foto está datada como de marzo 13 de 1986 y se comprende que solo haya esa cantidad de basura. Quizá el empleado municipal vio que se disponían a tomarle una fotografía y dio la espalda. Los trabajos más humildes, y por lo tanto más honrosos, no siempre han sido algo de qué enorgullecerse. Cuestión de asumir las cosas que nos tocan.

El trabajador, al concluir su horario, se recluye por las calles del rumbo de Santiago. Ahí, con un tambor adosado a su diablo de carga, saca la basura de los domicilios. Es de confianza entre los vecinos. Concentra la basura en alguna esquina convenida donde pasará el volquete habilitado para la recolección de la basura municipal que otros trabajadores, los talacheros, vertieron por la mañana. Otras veces está por el rumbo de la Casa del Pueblo y deposita la basura en la calle 73. De dos a seis hace este trabajo hasta que se acerca al paradero de su autobús para irse al pueblo.

(Durante el día tiene tramos asignados para barrer en los alrededores de la plaza principal. En tanto, piensa en su solar, su terreno, su milpa. Todo cuanto hace en la ciudad es para pagarle su día al jornalero que le trabaja y cuida la milpa. Él lo desmontó y quemó. Sembró el maíz y la calabaza, el ib, el frijol, el espelón y el tomate. El hijo mayor le ayudó, pero va a la escuela en Motul y él viene a la ciudad a trabajar. Así que le pidió a Moo que desyerbara y le echara un vistazo a la siembra. Solo se puede ocupar del terreno que el comité ejidal le asignó los sábados y domingos. Llegó y, mientras observaba cada árbol, sacó filo al hacha. El viento que emergía del monte le secaba el sudor de la larga caminata. Veía que las copas se agitaban, pero no escuchaba el rumor: la fricción de la piedra de afilar con el filo del hacha se interponía. Entró al monte y sintió la presencia. No volteó para mirar; sabía que era un joven, el dios de estos lugares, que le acompañaba. Quizá si lo hacía solo contemplaría una iguana, un jaguar o un ave. Hoy no iba a tocar ningún árbol, hasta mañana, después de que Pool terminara la ceremonia. Solo recolectaría árboles y ramas caídas.)

La mujer aparece repentinamente, como repentinamente fue captada la imagen. Tampoco esperaba que alguien estuviera apuntándole con la cámara mientras se disponía a darle un nich, un mordisco, un pellizco al pan que acababa de comprar. Todo meridano o habitué de la plaza y sus alrededores sabe que allí, a escasos metros, se localiza la panadería de rancio abolengo “La Mayuquita”. En ese año solo existía esa panadería. Hoy se ha multiplicado en sus sucursales mas no en su calidad, que no se ha mantenido en su nivel ni tampoco ha ido para más. Queda en ustedes opinar sobre la misma. La mujer parece llevar un pan conocido como trenza, o una barra de francés, en las manos; con una la sujeta por la mitad, y con la otra se dispone a desprender un pedazo. Así son los panes meridanos: nos invitan a emprenderles una mordida. Así también son los meridanos: no pueden espera llegar a casa para empezar a comer.

La mujer regresa a casa. El apetito reclama y se rebela. Salió desde temprano. Todas las mañanas espera el camión que la lleva y trae del Centro. Sale acompañada de su esposo. El marido desde hace seis meses no muda en el rostro el desacuerdo. Pelea por todo y por todo discute. Le molesta que la esposa salga a trabajar. Pero ella le ofrece argumentos imbatibles: los muchachos son mayores, siguen estudiando y el dinero que él proporciona no alcanza. Ella quiere ayudar en los gastos. Pero él se opone.

Antes, él salía de la casa con la vestimenta combinada. Zapatos, morral o maletín, y cinturón del mismo color. Pantalón y camisa perfectamente alternados. Se detenía en la esquina donde esperaba el camión. Extraía una goma de mascar, luego los lentes de sol que combinaba con los accesorios y la ropa. Con la mano se acomodaba el cabello innecesariamente. Salía a conquistar al mundo. La seguridad se le manifestaba en el rostro. Dejaba en casa a la mujer. Hoy viste como sea. Piensa, teme. La incertidumbre le desenmascara.

(Ella trabaja en una tienda de telas. Llega puntual y se retira minutos después de la hora de salida. El trabajo es agotador. Todo el día de pie, caminando para ofrecer los productos textiles a la clientela. Los supervisores, el gerente y los dueños tienen a todos bajo un mirar vigilante. Los compañeros le hablan. Bromean en un tono amigable. Nada más que alguna noche, después de discutir con el esposo, concilia el sueño agotada por todo. Cuando el sueño llega, alguien le regala un ramo de flores, unos chocolates; escucha los acordes de una guitarra y la letra de la canción que más le emociona. Siente en la mejilla un beso dulce, tierno y sincero. Despierta, la noche transcurre, pero el beso, los labios y el rostro de aquél casi no los recuerda. De un buen sentir pasa a un mal humor.)

La mujer sigue su camino. El hombre prosigue su labor. Detrás de él hay un voceador; entonces no había los hoy armatostes de metal que afean los chaflanes céntricos en algunas de las esquinas de la ciudad. Se ven los periódicos, una caja de madera, un banquito.

Al fondo hay una puerta y alguien en la mesa que da a la calle. Una cafetería, pareciera, y un parroquiano sentado a la mesa. En primer lugar, se aprecia parte del marco de piedra tallada. Flores trepadoras, flores que ascienden hacia el dintel donde se hacen abundancia. El hombre parece que ya tiene rato observando a quien lleva en las manos la cámara fotográfica y le mira sin perder de vista cada movimiento. Le mira con detenimiento hacer su trabajo. Mira un fotógrafo en acción.

El que observa al fotógrafo, que ha captado la imagen de todos los que observamos, vende billetes de lotería y bolita. Ahora por la mañana se ha acercado a este lugar. Más tarde se irá al “Louvre”. Antes estuvo en “El Candado”. Al medio día irá a “Moncho”, y por la tarde se recluirá en su cuartel general, “La Giralda”, en el corazón del mercado “Lucas de Gálvez”. Su paseo por los cafés del centro es para recoger “jugadas”. Sabe que una mirada es la autorización para apuntar el número acostumbrado. Pide un café y se dedica a anotar número fijos de clientes permanentes. El día de cobro semanal pasará a recoger el dinero. Sabe números de cinco cifras, terminaciones y números “castigados”. Fechas de cuando cayó tal número y cuál no ha vuelto a hacerlo.

La cafetería es “La Sin Rival”, en el último lugar que le tocó funcionar. “La Sin Rival” formó parte de una nómina y referencia geográfica en el centro de la ciudad. “El Louvre”, “El Exprés”, “Fausán”, “El Sevilla”, “Moncho”, “El Candado”, “Mérida”. Decenas de espacios para beberse un café.

Curiosamente se habla de espacios para consumir esta bebida. Del ambiente bohemio. De las personas que las frecuentaron; toreros, escritores, boxeadores, dibujantes, periodistas, estudiantes, siniestros militares y enajenados. De las peñas y círculos. De las charlas en esos espacios donde se destruye y se recompone el mundo, según leo en Breve memoria de los cafés de Mérida de Roldán Peniche Barrera, pero no la descripción de la calidad, el sabor, los diversos tuestes, y moliendas. Ese aroma que por sí mismo produce alegría y motiva a emprender con ahínco cada mañana. La esencia que se enroscaba en las columnas e intentaba imitar las volutas de piedra. Esencia que ascendía o bajaba por las escaleras. Las variedades de cafés que se servían y porqué se regresaban ahí. Resuenan en mi imaginación los arpegios del piano en el café “El Ambos Mundos”, propiedad de Juan Ausucua, donde actualmente se localiza el “Nicté Ha”, español avecindado en Mérida e “inventor de la cafetera rusa”, café frecuentado por los citadinos y donde resonaban las notas de las operetas y zarzuelas del momento.

Conrado Menéndez Díaz, en el artículo La prolongada historia y triste final del café “La sin rival”, se refiere a la cafetería La sin rival ubicada en la calle 64 número 493 entre 59 y 61- “en mil novecientos veintitantos”- que vale señalar no corresponde a la imagen, porque esta pertenece a la calle 60 casi con 63 y, además, porque la nota está fechada en 1984 cuando la foto sobre la cual divagamos fue captada en 1986.

En esa nota hacía referencia, en primer lugar, a la huelga por mejores salarios del personal que ahí laboraba, la sentencia en contra del propietario, la venta del mobiliario para liquidar a trabajadores. Dentro de la colaboración se refiere al ambiente que perduraba en sus recuerdos cuando acudía, con su padre, a visitar al abuelo, Rodolfo Menéndez de la Peña, en aquel edificio en cuya entrada funcionaba el citado café y donde consumía chocolate, y que era frecuentado por estudiantes y médicos recién graduados en los años de 1940.

Ha sido un instante en el tiempo. Tres vidas alineadas, pasados o presentes disimiles, como estrellas tiene el universo. Un contexto. Un abrir y cerrar del obturador de la lente fotográfica y el espacio dimensional del mundo conocido. La historia se ha detenido, ha sido atrapada en ese pedazo de papel impreso. Todos han quedado suspendidos en el ámbito de lo incierto, ambiguo y abstracto. Nada es lo que parece y todas las historias se pueden intercambiar, menos el tiempo que ha transcurrido y ya no es. Ha dejado de ser.

¿Cuánto puede concurrir? ¿Cuantas palabras son necesaria para describir un solo instante? ¿Toda una vida?

Aún nos queda esta confrontación para explicarse y entender cuanto nos rodea.

Juan José Caamal Canul

Fuentes

Peniche Barrera, Roldán. Breve memoria de los cafés de Mérida. Revista De La Universidad Autónoma de Yucatán, Números 247-248 • cuarto trimestre de 2008 / primer trimestre de 2009. Texto tomado de Memoria de los cafés de Mérida (y otras crónicas), 2008. Fondo Editorial del Ayuntamiento de Mérida.

Menéndez Díaz, Conrado. La prolongada historia y triste final del café “La sin rival” Diario del Sureste, 11 de febrero de 1984.

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