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Canek, Combatiente del Tiempo (XI)

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Letras

III

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La vida de Martín Galiano transcurría entre su tarea de organista de la catedral, las pomposas fiestas de los encomenderos y sus contadas cátedras de clavicordio impartidas a las muchachas ricas de Mérida. En una de estas cátedras había conocido a Beatriz de Argáiz, hija del encomendero Antonio de Argáiz, una joven espigada y bella, de mirada dulce e inteligente. Se gustaron de inmediato: ella prendada de la apostura y del talento del organista. Galiano, que se sentía bastante solo en la enorme casa que le había facilitado el gobierno en el centro de la ciudad, experimentó también una pronta atracción ante las prendas físicas e intelectuales de Beatriz y comenzaron a entrevistarse ora después de la misa del domingo, ora en algún almuerzo familiar al que eran invitados y, por supuesto en las clases de clavicordio en la residencia del señor Argáiz. El hombre, de mediana edad, de buen ver y sonrisa cordial, era uno de los más ricos e influyentes de Yucatán y aunque él habría preferido de novio para Beatriz al hijo de un encomendero, no vió con malos ojos el naciente romance con el músico, tanto por su talento artístico como por la clara simpatía que había despertado en el gobernador, simpatía que le podría servir en el futuro al encomendero.

 

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–¡Pero si es sólo un músico, Antonio! –le advertía con un gesto de displicencia su compadre Francisco Sánchez, con encomiendas en el Oriente de la península, mientras disfrutaban unas copas de vino en El Moro Muza, la taberna más vieja de la ciudad–. Y tú sabes que un músico sólo es mejor que un mendigo porque, a lo menos, sirve para divertir al amo. Músico es sinónimo de borracho y holgazán, que anda de fiesta en fiesta sin un duro en el bolsillo. ¡Carajo, como has permitido que se haga novio de tu hija ese musiquillo!

–Vamos, no tienes por qué degradar así a mi futuro yerno, Francisco.

–Perdóname, compadre, pero es que yo pienso que tu hija merece un destino mejor.

–Escucha compadre: este joven maestro no es un musiquillo de taberna como hay tantos; ha estudiado a los clásicos en la misma Europa y es un hombre dedicado a su arte. Él y Beatriz están muy enamorados y el prohibirle a mi hija el verlo más, me concitaría su animadversión, algo que yo no sería capaz de soportar, pues sabes bien que Beatriz es todo lo que tengo en esta vida. Además el gobernador y su esposa están locos con Martín y ya se habla de que será el Maestro de capilla de la ciudad, algo que me cae como anillo al dedo pues me abriría de par en par las puertas de las Casas Reales.

–Ah, veo que lo tienes todo planeado, Antonio –rió socarronamente Sánchez–. Perdóname, creo que te he ofendido al hablarte como te he hablado del organista.

–¡Hombre, compadre, no tengo nada que perdonarte! Yo sé que te disgusta la música si no es para bailar, y que tienes a los músicos en poco…

–De eso ni hablar: sigo opinando que un músico no tiene más valor que mi portero o mi cocinera, pero si Galiano es el consentido del gobernador ¡hombre, que suerte la tuya! Brindo por eso.

Chocaron sus copas los compadres, con tal fuerza que estuvieron a punto de romperse y la culpa había sido de Sánchez que evidenciaba los primeros síntomas de la ebriedad.

Argáiz sintió que no era un buen momento para continuar la tomadera; además, le habían incomodado un tanto las palabras agresivas de Sánchez, por lo que decidió marcharse. Llamó al camarero de la cantina, pagó la cuenta y se despidió de su compadre.

–¿Ya tan pronto, Antonio? –protestó Sánchez–. Apenas hemos consumido un par de botellas. Quédate un rato más, por el amor de Dios… ¿O acaso te disgustaron mis palabras?

–No es eso; tengo cosas que hacer, Francisco –le respondió mientras se dirigía a la salida, pero no te olvides de lo del sábado.

El otro pareció estar en babia:

–¿El sábado? –preguntó un tanto atontado–. ¿Qué hay el sábado?

–¡Ea, Francisco! –Argáiz meneó la cabeza–. Creo que el vino se te ha subido a la cabeza. El sábado Beatriz y sus compañeras de clase ofrecerán en casa un concierto de clave bajo la dirección de su maestro Martín Galiano con música de Locatelli, Corelli y Vivaldi…

Sánchez se rascó la cabeza.

–¡Oh, demonios! –protestó–. ¿Y tengo que escuchar todas esas soporíferas piezas italianas? ¿O te estás vengando de mi por haber hablado mal de tu organista, condenándome al suplicio?

Argáiz soltó una carcajada:

–Te prometo que el recital será breve –intentó tranquilizar a su compadre–, y en terminando, un cuarteto de músicos españoles que he traído de Cuba tocará un número de gigas, alemandas, zarabandas y todas las contradanzas que gente como tú podrá bailar el resto de la noche.

–¡Vaya! –el cacarizo rostro de Sánchez esbozó una sonrisa de alivio–. Ahora has hablado en cristiano, pues tú sabes cómo disfruto el baile.

–Además, he invitado el gobernador y a su esposa a acompañarnos y han aceptado.

–Te felicito por ello –sonrió de nuevo el otro–; así nos iremos relacionando con el viejo capitán general, pues él y no otro es quien manda en Yucatán.

–Bien, Francisco. Hasta el sábado. ¿Te quedas en la taberna?

–Si: el día está espléndido y además no tengo nada que hacer. Creo que pediré una nueva botella de ese vino francés.

–¡Ah, la divina ociosidad!

–Llámale como quieras: la vida es breve y no pienso desperdiciar un minuto de ella.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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