Candidata por equidad de género

By on febrero 20, 2015

CANDIDATA-DE-EQUIDAD

A Prisciliano Albores, después de tantos años de militancia política, su partido le había conferido la candidatura para diputado federal. Estaba seguro de que el voto del pueblo le sería favorable para obtener la diputación que siempre soñó.

 Había servido desde las más sencillas actividades políticas de su organización: repartiendo volantes, pegando propaganda de otros candidatos que, en numerosas ocasiones,  lo ignoraron a la hora de repartir los puestos de gobierno cuando obtuvieron el triunfo. Siempre fue fiel a la consigna “para mandar hay que saber obedecer” y bien aprendió que,  ante los mandatos de los jefes, había que responder sin titubeos “Sí, Señor”.

“La disciplina ante todo”, pensaba.

Pero hoy las cosas eran diferentes. Todo había salido bien. De escalón en escalón, ocupando  modestas posiciones en el partido o en la burocracia, obtenía la candidatura para diputado federal. Pensaba con entusiasmo en la puesta en práctica de sus ideas de justicia social, en servir como gestor eficiente para las necesidades de su distrito, no alejarse nunca de la gente de los pueblos que había visitado cuando las campañas pasadas.

Sin embargo, un mes antes de las elecciones, el presidente del partido le convocó con urgencia para decirle que, por disposiciones de la nueva Ley Electoral, había que conceder a las mujeres el 50% de las candidaturas y que, por tal motivo, el comité nacional había dispuesto la cancelación de la suya.

“Don Prisciliano, sabemos bien de su lealtad y espíritu de sacrificio, y que usted apoyará con su gente a la  nueva candidata”, finalizó el presidente.

Grande fue la sorpresa.  Aunque ya se veía venir eso del porcentaje electoral a las mujeres, el asunto  no le preocupaba mucho pues consideraba que tenía los méritos suficientes para conservar la candidatura. Protestó airado, pero todo fue inútil. Desilusionado y cabizbajo regresó a su casa.

Al verlo Margarita en tan deplorable estado le preguntó: “¿Qué te pasa Prisciliano?”. Él platicó las malas nuevas,  y los dos se consolaron por las traiciones de la política.

De pronto, Prisciliano cambió de semblante y se le iluminó la cara.

“Ya sé”, dijo. “Tengo una gran idea. No podrán negarse. Te propondré a ti como candidata y yo como suplente. ¿Qué te parece?”

Ella quedó confundida y Prisciliano explicó con más detalle eso del 50% de las candidaturas a las mujeres.

“Cuando seas electa y entres en funciones”,  continuó,  “en el momento oportuno  renuncias y, como yo soy tu suplente, me quedo  como el titular de la diputación. ¿Qué te parece?”

Margarita no dijo nada: ni sí, tampoco no. Se sometió a los entusiasmos de su marido y se dejó llevar por los acontecimientos.

Aunque era una mujer con preparación académica que había estudiado una licenciatura en leyes, no sabía mucho de política, pues las labores del hogar y el cuidado de los hijos ocuparon su tiempo durante los diez años que llevaba de casada.

Prisciliano volvió a la batalla.

Exigió ante el presidente la postulación de su mujer como candidata y él como suplente. “Así cubrimos los requisitos y no me diga que no”, finalizó su perorata. A fin de cuentas, la propuesta fue aceptada por los dirigentes del partido.

Escaso tiempo faltaba para las elecciones.

Margarita y Prisciliano rediseñaron la estrategia. Recorrieron de nuevo en tiempo breve las comunidades, informando a los electores que la equidad de género se imponía, que la ley era la ley y que la obligación era respetarla,  por lo que presentaba a su esposa como la nueva propuesta a la diputación federal por el distrito, y él sería suplente.

Margarita fue bien recibida. Las mujeres la siguieron y animaban a sus hombres a aceptarla. Ellos se resistían a eso de la equidad de género que les parecía extraño. “¡Cómo!”, exclamaba alguno. “¿Es que ahora las mujeres van a mandar?”

Pero Margarita irradiaba simpatía, caía bien, y poco a poco fue ganando adeptos.

Repartió besos por doquier a niños, jóvenes, adultos mayores, mujeres, y a todo  aquel que se le acercaba nada más por el gusto de recibir su beso. También prodigó encantadoras sonrisas que doblegaban al más resistente. Después de cada mitin quedaba verdaderamente ensalivada y el maquillaje le corría por las mejillas. Su marido, temeroso de que contrajera la influenza avícola o la porcina, contrató un equipo médico para asistirla ante cualquier síntoma, y desinfectarla con alcohol untado varias veces al día.

Se compró Margarita, con el presupuesto de la campaña, varios ternos regionales de bellos bordados y justificaba el gasto diciendo que le daba ocupación a las bordadoras,  pagando sin regateos su labor artística. Lucía esplendorosa y eso le gustaba a la gente. También prometió que, si llegaba a la diputación, gestionaría un programa para que todos los niños del distrito tuvieran zapatos y útiles escolares gratuitos.

Sus discursos durante los primeros días los escribió el marido.  Ella se incomodó con la lectura, así que decidió hablar por sí misma, improvisando, manejando sus propias ideas, y no quiso leer más lo que redactaba Prisciliano. A veces su esposo le advertía que estaba prometiendo demasiado, lo que quizá no podría cumplir, pero ella pensaba lo contrario.

El día de las elecciones, Margarita ganó la diputación por abrumadora mayoría.

Aquella tarde, después de que Margarita protestara cumplir y hacer cumplir la Constitución, los dos acudieron a un restaurante para celebrar el acontecimiento.

Él habló largo, dando a su mujer todo tipo de consejos para desempeñarse con propiedad en la cámara y pidiéndole que, cuando tuviera duda, le consultara de inmediato para darle instrucciones sobre su proceder. Al día siguiente sería la primera sesión.

Ella le escuchó con atención por más de dos horas. Permaneció casi muda durante la perorata de su marido y, al final, habló sin titubeos.

“¿Terminaste Prisciliano? Bien. Entonces déjame decirte que no necesito indicaciones de nadie. Soy tu esposa y nada más. La diputada soy yo, no tú, y actuaré de acuerdo con mis propios pareceres. Y escúchame bien, no seré ninguna ‘Juanita’, y sanseacabó”, agregó con firmeza. “¡Ah! Y que no se te olvide: el sueldo es mío, así que no me pidas nada. Los suplentes no están en la nómina”.

Estupefacto quedó Prisciliano al escuchar las palabras de su mujer. No comprendía que pasaba. “Pero… ¿y el adeudo con el banco?”, apenas acertó a decir.

“¿Cuál adeudo? ¿Cuál banco? Ah, sí, ya recuerdo: el préstamo que firmaste para los gastos de campaña.  Exigiré al partido que los cubra, ya verás si no”, agregó con seguridad Margarita.

Prisciliano no salía de su asombro pero, político al fin y acostumbrado a la disciplina, actuó con prudencia y respondió: “Como digas Margarita, al fin que tú eres la diputada, no yo. De ahora en adelante no me preguntes nada y a ver cómo te las arreglas”.

“No te preocupes, puedo  sola”, respondió ella con cierta altanería.

En silencio dejaron el restaurante y se dirigieron al hotel. No hablaron por el resto de la tarde.

Entrada la noche, ya en la cama, Margarita se duerme. Tiene una pesadilla.

Camina en la oscuridad. Empiezan a surgir pequeñas voces “¡empleo!, ¡vivienda!, ¡salud!, ¡comida!”. Voces de hombre, voces de mujer, voces de niños. De repente, se ve caminando entre una multitud furiosa que le reclama “¡empleo!, ¡vivienda!, ¡salud!, ¡comida!, ¡comida!, ¡comida!”.

La empujan, le escupen, algunos pies descalzos la hacen tropezar.

Llega al patíbulo.

Su verdugo le dice “Señora doña Margarita, ¡el pueblo no tiene tortillas!

“Pues… ¡que coman salbutes!”, alcanza a decir antes de que la guillotina cortara su cuello con un golpe seco…

Su propio grito la hace despertar, sudando frío. Prisciliano la abraza, la tranquiliza, la devuelve a la realidad.

Margarita, nerviosa por el mal sueño, reflexiva, agarra la mano de su esposo y le dice: “Perdóname, Prisciliano. Creo que fui brusca contigo”.

“No, perdóname tú. Creo que debo confiar en tus capacidades. Comprendo que debes tener libertad en la toma de decisiones, así que no te daré mis opiniones, no las necesitas”.

“Sí las necesito, Prisciliano”, responde Margarita.

“Pero… yo te diré cuándo”.

César Ramón González Rosado

crglezr36@yahoo.com.mx

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