Letras
Por Rocío Prieto Valdivia
Algunos lunes, al iniciar la semana, te sentirás un poco abrumado y no sabrás el motivo. Tal vez sea porque el fin de semana estuviste tras tu computadora por más de 15 horas seguidas, atento, con la vista puesta en la pantalla, con los auriculares mal colocados, con cara de pocos amigos, según tú escuchando las explicaciones del tutor de esa séptima maestría que te empecinaste en tomar, aunque te deja muy agotado y con mal humor. Te dices a ti mismo que siempre es buena la actualización, porque cada día hay menos oportunidades para los hombres de tu edad.
Aunque bien sabes que los lunes el maldito embrujo de Mattel te mantiene prisionero, muy temprano te despiertas, le mueves el brazo con mucho cuidado a tu esposa para salir de la cama, te enfilas hacia la sala. La tenue luz de la luna es tu única compañía.
Afuera de tu casa, escuchas el llanto del bebé recién nacido de tu vecino: el pequeño Bastian aún no termina de acostumbrarse al frío que se siente afuera del vientre materno, y llora tanto de día como de noche.
En vez de enfadarte, hoy te da alegría, y a la vez te compadeces de tu vecino. Tú ya pasaste por esa etapa con tu beba que ya solita duerme en su cama de convertible rosa, junto a su muñeca Barbie en la habitación, también pintada de rosa, contigua a la de ustedes.
Por fin has recuperado tu espacio en la cama y a tu mujer, después de casi cuatro años de esperar a que se durmiera la nena para irte a la sala y coger con ella, dejarla complacida para que no te hiciera una escenita de celos. Algunas veces, mientras la nena estaba en el maternal, llegaban ambos un poco antes a casa y te la cogías, después iban por ella. Muchas veces, la maldita abstinencia te hacía caer en el maldito juego de la seducción: esa parafernalia de tener dolor en los huevos, que se te salieran unas gotas de semen; sin más remedio, para descargar tus ganas sin tener que masturbarte, aceptaste las besuqueadas con alguna de tus conquistas, o más bien ellas te besaron al verte tan vulnerable, mientras derramabas el semen en tus bóxers.
Pero hubo una que no accedió y de la cual te has quedado enamorado, prendido, la deseas como a ninguna otra mujer, como Ken desea casarse con Barbie y no lo logra jamás.
Esa mujer tiene cada día tu tiempo por las mañanas, tú prendes tu computador y, mientras se reinicia el sistema, te preparas un café sin azúcar. Ese líquido amargo te enciende el organismo; el cerebro segrega dopamina al instante que ves las fotografías de Rebeca, siempre vestida con ropa sexi, sonriendo, el rosa Barbie es su color favorito.
Ella, enseguida que te ve en línea, te aborda.
—Buenos días. ¿Cómo va la vida en la frontera?
—Ya sabes, no logro acostumbrarme al horario tan disparejo de Reynosa.
—¡Mándame una foto!
Ella te envía una fotografía donde se ven unas flores color rosa.
—Pensé que era tu…
—¿Quieres ver algo más que flores?
Ella te manda una fotografía donde se muestra sonriendo. Tiene una blusa rosa Barbie, se le ven un poco los pechos, tiene entre los brazos un pequeño bebé, parece un recién nacido.
La ignoras, pero dentro de ti algo crece, como la fermentación de la levadura en la masa para una pizza.
Vas poniendo cada ingrediente con delicadeza, restauras su silueta, sus labios pintados de borgoña, su cabello sujetado con una coleta alta, sus ojos color ámbar que te volvían loco; ella no es delgada, pero te encantaban sus grandes pechos, sus caderas que se habían ensanchado con la maternidad. Esa sonrisa que a diario buscas en las otras chicas y que sabes no vas encontrar en ninguna jamás.
Rebeca es como una muñeca Barbie dentro de su caja rosa, y hace que tu virilidad te haga derramar semen todas las mañanas, sobre todo los lunes, los malditos lunes, cuando la vuelves a ver conectada porque la cabrona es muy astuta: los fines de semana te da tu espacio y no te molesta, no sube fotos de ella, no postea nada.
No es porque sus fotografía sean provocativas, es tu cerebro el que actúa como un estúpido retrógrada y te hace sentir placer de ver a esa mujer. Pero lo que tú no sabes es que ella siente lo mismo al ver tu perfil: te recuerda, le gusta tu sonrisa que la hacía sentirse en Malibú. Se veía a si misma como una Barbie, eras el Ken perfecto, eras el único con quien ella podía ser lo que quisiera. Cuando te marchaste, se sintió perdida, olvidada en un rincón, con los cabellos alborotados, le faltaba una zapatilla. Solo le quedó el recuerdo cuando estaba en una caja y lucía tus palabras sólo para ella.
Te ama como Barbie ama a Ken. Te lee con tu sarcasmo.
Ella, al igual que tú, se levanta despacito, le quita la mano a su pareja de su cuerpo. Las luces de la ciudad le iluminan el rostro, mientras los lobos marinos se escuchan a lo lejos. El silbato del crucero anuncia su partida mientras se dirige a la cocina, prende la estufa; mientras hierve el agua para el café, enciende su teléfono, ve tus «likes» y enseguida te aborda. Sabe que bastarán unos minutos para que le contestes.
Entonces empieza el juego de la seducción: ella te va llevando en su convertible por cada paraje. En cada cambio de luces, te hace el amor. Tú tienes esa estúpida sonrisa de los lunes en el rostro y ella también es feliz de que sea lunes de nuevo.
Después de unos minutos, ambos volverán a dormir. Iniciarían un poco más tarde sus labores, esperando a que llegue la madrugada para intentar a ser Ken y Barbie de nuevo al clarear el alba.