Arquitecturas de lo invisible – VII

By on julio 1, 2021

VII

LA JOVEN

Te levantas temprano, alegre. Sientes al respirar un agradable impulso por salir corriendo y la leve comezón en las yemas de los dedos. Desde la tarde anterior, minutos antes de registrar tu tarjeta de salida, habías advertido el llamado de ese aroma dulcísimo e inigualable que envuelve como en un halo divino todo lo nuevo. Hoy es el día: domingo. La mañana soleada parece llevar impreso en el cielo un mensaje dedicado sólo a ti, dice que te lo mereces. Cinco días entre archiveros, jefes panzones y morbosos, facturas, secretarias, documentos, escrituras, llamadas frías; o expedientes, médicos, pacientes, alcoholes, recetas e indicaciones ilegibles; o alumnos, juntas de maestros, cursos de actualización, clases, listas, formatos. Cinco días odiando comer ensaladas plásticas, sopas en vaso y chocolates clandestinos. Cinco días de tiempos completos y jornadas repetitivas, siempre iguales y absurdas, encerrada entre esas paredes color beige institucional que tantas veces han sido el telón de fondo de tus más secretas fantasías.

En fin, estás ya de pie frente a las grandes puertas de cristal que automáticamente se deslizan ante tu sola imagen. Todavía es muy temprano para internarte de lleno en la algarabía que en más de una ocasión has evocado al escuchar el coqueteo de la cuchara con la taza del café en la oficina. Las cortinas de metal aún custodian las texturas y olores ansiados durante toda la semana. Sin embargo, entras. Te acomodas con delicadeza en un sofá lounge del Starbucks luego de pedir un té verde chai latte light deslactosado venti y no haber resistido la tentación de agregarle azúcar mascabada, chocolate, vainilla y nuez en polvo. El olor irrepetible del lugar te remonta a episodios difusos de encuentros que no sabes si sucedieron aquí o en otros Starbucks. Los minutos se filtran entre tus dedos, piernas y blusa como un estremecimiento, una sorpresa fingida o un simple pensar en nada. No lo has notado, pero casi todos los aparadores se encuentran ya iluminados y las puertas abiertas llenas de seducción. De lejos te llega el olor a noviembre encarnado en una mezcla de naturalezas muertas, popurrí y confites navideños; pero lo que más te importa no es la infancia perdida implícita en esos olores, sino ese otro aroma filtrándose sutil y discreto, tan sólido en su pureza, pulcritud y arrogancia que no admite confusiones. Es el olor de la vida nueva, bautizada con el nombre divino que se expande en un olimpo de plenitud politeísta: Gap, Guess, Tous, Dior, Mango, Zara, Bershka, Gucci, Prada, Chanel, Armani, Givenchy, Lacoste, Versace, Coccinelle, Nine West, Ralph Lauren, DKNY, Liz Claiborne, Crabtree & Evelyn, Dolce & Gabbana, Calvin Klein… Son todos uno con diversos nombres. Ahora entiendes el misterio de la Trinidad.

Caminas despacio. Intentas contener el desasosiego que es frustración y gozo a una vez. Es imposible abarcarlo todo de un vistazo, pero insistes sólo provisionalmente las ansias incontenibles de poseer cada cosa. Sabes, aunque no lo expreses jamás con palabras, que en esa angustia reside la plenitud del deseo, que felicidades de tal naturaleza no son accesibles para cualquier mortal.

A la par de las luces radiantes que una a una han terminado de encender los pasillos, ha tenido lugar la multiplicación de personas que, como panes y peces rancios, pululan ya por los rincones menos sospechados, causándote una incomodidad imprecisa. En tu cabeza Kylie Minogue repite una y otra vez: Get outta my way, get outta my way, got no more to say, mientras tus pasos se deslizan ligeros sobre los mosaicos marmóreos y de pulido perfecto. Ya no importa la gente. Te sientes bien. Eres una mujer plena que está a punto de acceder a la revelación con que la temporada otoño invierno purificará tu espíritu este fin de año. Caminas aún con una avidez contenida, pero ya puedes exclamar: ¡el centro comercial! [Luxury fashion mall] Lo estrechas contra tu corazón. Sonríes a los aparadores y te entregas llena de amor a todo.

[Be a V.I.P.] Porque tú lo vales, puedes mirar y sonreír al mundo de frente. Las líneas de expresión se desdibujan, las ojeras se difuminan, los labios vienen delineados, satinados, los pómulos se matizan, los párpados se definen del moca espresso chocolate passion al beige seductive pearl, enfatizando tus ojos de gata/loba/loca. Pruebas el nuevo «S» by Shakira: toda su seducción en una fragancia.

¡Treinta años! Quién diría.

Y en un vaso, renovada, resplandece una flor.

El ser y no ser no es más una difícil cuestión. Ahora sabes que eres tan finamente seductora, irónica y altiva que todo en derredor tuyo se transforma y te posiciona en un sitio privilegiado. Te has convertido en la perfecta cabrona, en la Venus dominadora de Marte. [Not fancy just phenomenal]. Tienes al mundo jugando entre tus dedos, un fino desplazamiento de la tarjeta te separa del poder controlarlo en su totalidad. Te mueves libre y llena de fascinación al sentir cómo te tocan las ropas con su suavidad espontánea, es el abrazo que necesitas y has estado esperando. [An experience like no other].

Te estremeces involuntariamente, como en el último episodio de Sex and the City, al pensar que el lunes deberás volver a la oficina, al hospital, a la escuela. Tener que trabajar es el signo de la mujer actual. Debes cuidar esa imagen, apropiarte de ella tal y como lo has hecho con cada una de tus pertenencias. Has aprendido a sobrellevar las mensualidades (¡fatalidad de mujer!) del carro, la casa, la tarjeta, el gym. Te piensas de súbito en un lunes más y por un instante pareciera que no bastarán las clases de yoga muy temprano en la mañana, el spinning, los pilates, el masaje antiestrés, los sábados de antro o las cogidas ocasionales con Roberto, Fernando, Alberto, Alejandro. No es cierto. La verdad es que, a pesar de los lunes, eres muy feliz con Juan o Manuel o Pedro, es un chico lindo, consentidor, que te admira, hace sentir bien y promete buen futuro con su recién establecido «negocio particular». Suelen pasar fines de semana formidables y en las fiestas navideñas van a visitar a sus respectivas familias para el intercambio de regalos envueltos en rosa Liverpool. Tampoco se trata de admitir que estás sola y que únicamente en ciertos días del mes lamentas de verdad no tener un torso fuerte al que abrazarte, o que muy en el fondo has aprendido a convivir con tu soledad y no necesitas un macho cavernícola a quien arrastrar de compras cada domingo para que luego él te arrastre a ver el futbol entre suegra, cuñadas, primos, latas de cerveza y charritos.

Los miras entonces a ellos. Uno que otro hombre aguarda a la entrada de cada tienda, atrapas su imagen completa con un solo parpadeo. Debes admitir que el de la Lacoste azul no está mal, pero le faltan nalgas; aquél que abraza al nene tiene la nariz linda, pero se ve que el matrimonio empieza a causarle estragos a nivel abdominal y en su rostro no hay un solo dejo de satisfacción. En el fondo sientes algo de lástima, luego recuerdas las palabras de tu padre y toda posible conmiseración se desvanece: «La mujer ante todo debe de ser madre, luego esposa, luego profesionista y de último, mujer«. Nunca has entendido cómo se puede tener hijos primero y dejar para lo último ser mujer. De cualquier modo, te repugna pensarte en ese esquema, aunque también sientes algo vivo y agradable removiéndose dentro de ti al imaginarte en casa con un hombre lindo y panzón, y una parejita de niños cachetones. Una vez que llegas a este tipo de conclusiones, regresas a mirar la etiqueta con la marca y el precio, tomas cualquier prenda y te diriges de inmediato al probador: necesitas con urgencia un cambio de piel. Ellos han quedado fuera, exhibiendo su hartazgo complaciente en el rostro y el aburrimiento cómplice que tiende a identificarlos como parte de una sola manada. Ahí te das cuenta de que son una especie aparte, esperando alineaditos del otro lado del mundo, muy lejos de esta vida real que sólo tiene lugar del aparador hacia adentro.

De camino al probador las miras a ellas. Te tropiezas con tus impresiones y las cantidades exorbitantes de adjetivos que pueden recurrir a tu mente en lapsos tan breves: gorda, flaca, raquítica, anoréxica, fresa, naca, «x», cool, bitch, sexy, nice, zorra; poco, muy, medio o nada fashion. No es envidia. Eso lo has aprendido de Gabi, Patty, Gina, Tere, Regi, Ceci, Vicky. Es tener criterio, una conciencia plena de lo que el estilo es, de saber discernir entre la elegancia y la ridiculez. No es fácil y adviertes que son muchas las que todavía se encuentran en medio o casi al inicio de ese largo y a veces doloroso proceso que es la educación fashioneril.

Te irrita comprobar cómo la moda se ha ido democratizando sin reserva alguna. Modelos, colores, estilos, accesorios son todos iguales en apariencia. Ellas (tampoco se trata de rendirte a la manada) desfilan patéticamente por los pasillos sin darse cuenta que parecen uniformadas, colegialas saliendo de la preparatoria. ¡Cómo llevar con estilo la misma falda cuadriculada, las calcetas hasta la rodilla y la blusa blanca de botones! Las miras de lejos y sonríes orgullosa de ti, te complace notar que tu intuición se ha afilado lo suficiente como para encontrar en cada aparador el detalle distintivo, la blusa única, el pantalón exclusivo. Te pruebas todo sin decidirte por nada. Las horas se hacen más veloces los domingos. Te sientes absorbida hacia el fondo de un reloj de arena; el vacío que te produce mirar cómo el cielo empieza a atardecer por detrás de los grandes ventanales del mall se te confunde con una sensación de hambre.

Repasas uno a uno los restaurantes del área de comedores. Es inquietante la cantidad de grasas trans que puede circular todos los días en sitios como éste. Deberían restringir el consumo de hamburguesas, tacos, pizzas, hot dogs, papas a la francesa, comida china, nachos, pollo frito, tortas, helados, galletas, donas… Decides refugiarte en una suculenta porción de lechuga con un cuarto de tomate, dos tiras de pollo asadas, sin queso ni aderezo y una coca light. Resistes la tentación de los crotones y sientes en tu cuerpo la plenitud del efecto «vida saludable». Cuentas las calorías y diriges una mirada risueña y triunfal a tu lechuga. Te mereces un postre. No, no deberías. Sabes que los lunes no hay poder en tu ser que te haga llegar al gym y, si lo hay, siempre te pierdes la sesión de cardio. Sólo una galleta, un diminuto chocolate, un pequeñísimo rol de canela glaseado, medio milímetro de Banana Split sin jarabe. Te gana el remordimiento: un helado de yogurt chico con un poco, solo un poco, de chispas de chocolate.

Te sientas en otro sofá lounge que no es del Starbucks. Miras a tu alrededor las luces, los aparadores, bolsos, relojes, zapatos, islas de chucherías sin nombre que antes deseabas poseer. Escuchas el cuchicheo de la gente yendo y viniendo como en una fiesta, sin preocupaciones ni prisas, con los calendarios y los segunderos apagados. Nada queda ya de aquellas compras en el centro con mamá, de la molesta odisea de subirse a un camión urbano y luego a otro, en medio de empujones, sudores y olores rancios. Ni el más vago recuerdo de las largas caminatas por el mercado, aferrada al brazo fuerte de mamá, ni del calor, el griterío, el humo violento que escupían los camiones amontonados en una esquina de correos. Sientes la frescura limpia y perfumada del aire acondicionado y olvidas de una vez por todas las aceras sucias y estrechas del centro, el cansancio, la imposibilidad de sentarte y la ausencia total de estilo en el shopping de antaño. Te enternece, eso sí, la saturación tan kitsch de aquellas tiendas de bisutería donde mamá compraba angelitos de barro, estambres, botones, agujas, broches, listones, encajes, alfileres, frutas de unicel, flores de plástico, esferas navideñas, aros de madera y estampas con flores para el bordado. Te preguntas si seguirán existiendo esas tiendas y, sobre todo, qué tipo de persona podría dedicar tanto tiempo a hacer con sus propias manos lo que bien puede adquirirse en un instante y sin el menor esfuerzo. Hace muchos años que murió mamá. Consideras comprar un arbolito navideño este año. A ella le parecería un lindo detalle. Pero no, qué tontería. ¿Cuánto tiempo has perdido ya en recuerdos inútiles? Te pones de pie rápidamente. Fijas la vista. Tu inglés no es perfecto pero hay algo raro: It’s time to shopping… No importa.

Irás, harás, vendrás, verás las cosas,

con noble lentitud…

Después, comprarás con una misma devoción y los deseos a flor de piel. Cada tienda insiste en la urgencia de renovar tu guardarropa. Es un deber impostergable. No tienes suficiente dinero. No quieres endeudarte con la tarjeta. Se acerca la Navidad. Agradeces la ausencia de los villancicos y la dulzura de Belanova: Nada más que sentir, nada relevante aquí, sobre mí nada de más no, no, no, todo normal, solamente ganas de gritar. Cantas la canción para ti. Hay algo en esas letras que sosiega tu corazón de mil maneras, que te hace aprendértelas con escucharlas una sola vez y llevarlas en la cabeza en todo momento por varios días. Olvidas el conflicto económico y en un dos por tres tus manos se han llenado de bolsas de papel satinado que resplandecen como los pisos pulidos y las vitrinas. Recorres una a una las tiendas ya visitadas. Es parte de la estrategia. Regresas una vez que has visto y probado todo, te diriges sin escala alguna a la prenda elegida. Quizá en el camino se aferre a ti una blusa, un collar, aretes, un perfume. Cositas. Las bolsas se llenan siempre de cositas, aunque al llegar a casa y desparramar todas tus adquisiciones sobre la cama no te parezca que has comprado tanto y una punzada de tristeza te sacuda desde la espalda baja hasta la nuca.

El cielo afuera ya se ha puesto completamente oscuro. Te acuerdas de las estrellas, pero son más emocionantes las recién colocadas esferas y adornos de la tienda departamental. Se te va el aliento al entrar y sentir cómo se impone ante ti toda la grandeza de Liverpool, Chapur. Tu monedero electrónico no ha dejado de palpitar y unos nervios infantiles te impiden decidir entre el departamento de perfumería y el de bolsas. Alguna vez en la escuela y hablaron de la belleza sublime y no es sino en momentos como éste en que sientes que de verdad experimentas ese desasosiego tan hermoso como terrible, Inhalas. Exhalas.

Allure, Chanel, Dior, CK1, Cool Water, Rush, Bvlgari, 5th Avenue, Eternity, Burberry, Tommy, Ferrioni, Diamonds, Paco Rabane. Te detienes en las estrellas de verdad. Britney Spears, Paris Hilton, Beyoncé, Audrey Tautou, Gwyneth Paltrow, Julia Roberts, Mónica Bellucci, J. Lo, Liv Tyler. Te imaginas posando para los promocionales de tu propia línea de perfumes. Tus muñecas albergan diversos aromas que no terminas de atrapar, mientras la profunda interrogante de siempre emite un zumbido a un lado de tus sienes: debería cambiar de perfume o no, me arriesgaré a cambiar de aroma ya que tanta gente me recuerda así, con esta esencia que me identifica. No sé si seguiría siendo la misma. Un joven poco sensible y nada apuesto te pregunta si te podría ayudar en algo. Niegas con irritación y te alejas muy rápido a buscar un refugio entre bolsas y zapatos.

Algunas luces se han ido apagando sin que lo notaras, llevándose a la gente consigo. Los pasillos despejados te envuelven en una calma que también es suspiro. No quieres dejar de sobrevolar las noticias tremendas que habitan la Cosmo, ¡Hola!, GQ, Glamour, Vogue, In Style, Bazar, Elle, Vanity Fair y, muy discretamente, la TV y Novelas, pero el gran portón gris se desliza lentamente como una invitación apenas cortés a salir de ahí. El espectáculo sería desolador si los casinos no sobrevivieran estoicos y repletos. Piensas que alguna noche intentarás perderte entre las máquinas tragamonedas y las salas de Bingo hasta un poco antes del amanecer, pero la verdad es que el juego nunca ha sido lo tuyo y, odias recordarlo, pero mañana será lunes.

El día entero se agolpa en tu memoria como un placer demasiado efímero, aunque las bolsas y cajas repiqueteen entre tus manos añorando ser abiertas. Sales a una noche templada y te olvidas de mirar si hay estrellas. Disfrutas en exceso el susurro que hacen las bolsas al frotarse y el de tus tacones en el asfalto del estacionamiento semivacío. Tus deseos realizados con su olor a nuevo están ahí, pero también la certeza de que todo será distinto mañana; al menos todo lo que de verdad importa.

Karla Marrufo

Continuará la próxima semana…

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