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Antonia

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CAPÍTULO I

ANTONIA

LA ESCRIBANA DE LA SANTA PATRONA

 

Mi amada María, mi señora, santa patrona, tu fiel escribana encerrada en las paredes húmedas de esta prisión te envía una última misiva. Acerco mi rostro a la pequeña ventana y le pido al kulte’1 que vuele hasta a tu regazo con mi mensaje acerca de los terribles acontecimientos ocurridos en estos días aciagos en Zací.

Oculta está ma uj2 detrás de los nubarrones y la noche es obscura; no puedo mirar mi propio dolor:  sangran mis entrañas y oprime mi pecho una fuerza extraña, casi no puedo respirar. ¿Qué ha sido de ti, mi querida señora y santa patrona? Acaso te escondes tras las nubes al igual que la luna. Creo escuchar otra vez tu risa, la de aquellos días felices cuando entre los matorrales nos escondíamos de los paalale’ex3 que, en nuestra presurosa y alegre carrera, dejábamos atrás. Puedo sentir de nuevo la frescura al remojar nuestros cuerpos en aquel ojo de agua, a los pececillos que nos besaban una y otra vez los pies; escucho tu risa que se confunde con el canto de los pájaros. Eran aquellas mañanas bendecidas por la diosa Ixchel, cuando me permitías acariciar tu azabache y larga cabellera, peinarla y colocar en ella las florecitas recolectadas en el camino. En la misma puerta del cielo, sentadas en una roca, entremetí mis dedos en aquellas finas hebras, aspiré tu esencia antes de que levantáramos el vuelo de regreso por aquel sendero, que sólo nosotras conocíamos, para llegar a la orilla de la laguna Chunyaxché y esperar triunfantes la tardía llegada de la parvada que nos perseguía.

María, mi amada María, heredera del supremo poder que te fue transmitido por las X ajawes4, al igual que el lunar oculto de tu cuerpo que me permitiste contemplar el día que sangraste por primera vez anunciando que pronto te convertirías en U muk koolel5, la interlocutora de la Santísima, el punto y centro de unión del ka’an6, lu’um7 y el Xibalbá. María, guardiana de las tres piedras del kobén8 que nos vincula a diario con el universo. María, nuestra santa patrona, reconozco que, junto con Ignacio, eres la legítima interlocutora de las tres santas cruces hermanas, hijas de Ixi’im, que es padre y madre de todos nosotros.

Estuve contigo cuando aquellos guerreros llegaron a informar a tus padres de la muerte de sus dos hijos varones que cayeron abatidos por balas enemigas en la guerra. No me separé de tu hermosura cuando fuiste proclamada por el jalach de Muyil como su única y legitima heredera. Recuerda, mi amada, que fui yo quien te aconsejó que alejaras de ti a quienes pretendían presumir que conocían tu pasado: la cercanía genera desprecio. Tu existencia inició en el momento que fuiste nombrada interlocutora de la divinidad y cuando Ix k’uuj Kaab descendió del cielo para otorgarte tu nombre y tu poder.

Yo, tu humilde Ix ts’íib9, te confieso lo que callé por largo tiempo ante el temor de que me apartaras de tu hermosura. No me agradó la decisión de tu padre de unirte con el jalach Mukul para asegurar con ello que tu descendencia procediera de los más antiguos linajes; sufrí mucho al imaginar sus manos despojándote de tu fino justan. Al morir tu padre y tu esposo en la guerra, quise evitar tu decisión de consolidar una alianza con los jalaches de Santa Cruz X Báalam Naj uniéndote con el jefe Juan Pat. Mi óol10 se oscureció cuando al quedar viuda por segunda vez elegiste como nuevo marido a don Ignacio Chablé. Según me confiaste, lo hiciste por el dolor que sintió tu puksi’ik’al11 cuando él, suplicante, se arrodilló y abrazó tus piernas diciéndote “In yaakumech. Te amo”.

Don Ignacio es de piel más obscura que la mayoría de nosotros. Tienen gran estatura, semejante a esos hombres negros que según nos cuentan los abuelos llegaron a las orillas de Ekab luego de que un barco naufragara. Se salvaron milagrosamente como algunos de sus captores y lucharon contra ellos para ser libres. Mi abuela contaba que al principio nadie entendió a estos que llamamos luego boxsuku’uno’ob12 pero que ellos aprendieron a hablar muy pronto nuestro idioma, a bailar la maayapax13 y se casaron con varias mujeres de nuestro pueblo. Hoy sus descendientes son mayas como nosotros.

Te amo, María, porque eres la que nos da fuerza y poder, lo único que se interpone entre nuestro pueblo y los ts’ulo’ob que pretenden quedarse con nuestro territorio y quitarnos la libertad a los hombres y mujeres de maíz. Clamo para que no se olvide nunca que fuiste tú la que liberaste a Santa Cruz X Báalam Naj de aquel grupo de traidores que aliados a los yucatecos pretendían vender a nuestra nación. Convocaste a los pueblos, les diste armas y la bendición de nuestro verdadero Dios y desde ese día, ante tu gran poder y hermosura, los jalaches se arrodillaron sin importar sus grados militares o qué tan fieros fueran en batalla; todos te reconocieron como la santa patrona, la Ix ajaw de todos nuestros centros sagrados.

Era tanto tu poder, que esos hombres de piel rojiza llegados de Belice te solicitaron favores y te surtían de armas necesarias para protegernos.

Mi amada reina, no hubo en ti temor cuando recibiste y negociaste también con aquéllos que cruzando el horizonte en un enorme barco desde aquella nación llamada Inglaterra vinieron hasta nosotros para comerciar. Recuerdo que una mañana de abril tu rostro se iluminó cuando te entregaron telas de suave textura, perlas extraídas del fondo del mar, cintas de colores y cajitas sonoras. A ellos encargaste la impresión de tu libro de oraciones escritos en dos lenguas que, según te dijeron luego de entregártelo, fue impreso en un taller de Londres, el lugar de otra reina que supimos se llamaba Victoria.

María, no ocultaste tu alegría al saber que en un sitio lejano otra mujer gobernaba a su nación. Compartí tu felicidad cuando colocaste en tu cabello el hermoso aro que encontraste entre los obsequios recibidos y tu risa inundó la selva cuando dijiste “Los mayas, al igual que las abejas, tienen también a su propia reina”. Ese día todos bailamos hasta quedar satisfechos: niños y niñas, hombres y mujeres, abuelos y abuelas, comandantes y guerreros máasewales14, todos dimos gracias a nuestros dioses, a los antiguos y a los que llegaron luego.

Ese día nos recordaste que todos los máasewales somos hermanos sin importar dónde nacimos o nuestro color de piel. Llamaste hermanos a aquéllos que fueron despojados de sus tierras, montes y cielos, a los hombres más altos y de rostros largos, pero de color miel como nosotros que llegaron con el mismo dolor incrustado en su puksi’ik’al, el de aquellos pueblos que sufren al ser agraviados por invasores. Demostraste tu valor al no entregar a aquellos doscientos chinos que escaparon de la esclavitud padecida en Belice, a pesar del reclamo de nuestros propios aliados. Ellos, que también se mezclaron con nosotros, nos enseñaron luego a convertir la pólvora en flores luminosas con las que a veces alegrábamos nuestras noches de fiesta.

Recuerdo cómo reímos juntas cuando dos hombres extraños de largas narices llegaron una mañana en su barcaza queriendo darnos finas telas a cambio de nuestro precioso ámbar. Con su hablar raro aseguraban que no eran yucatecos y que éstos les llamaban con desprecio “turcos”.

Afirmaban que no lo eran; que su nación estaba en un lugar muy lejano donde la gente venera a un gran cedro verde, un árbol que les recuerda que son inmortales al igual que a nosotros el ya’axche’15. El jalach de Muyil aconsejó que los echáramos al mar en castigo por su osadía, pero tu mi amada María, en consideración a unas viudas dejaste vivir a aquellos extraños con la condición de que se quitaran los pelos que les cubrían el cuerpo provocando aversión en la mayoría de las mujeres, pero… no en todas. Ese mismo día, dos de las más prendidas por ellos calentaron cera de abeja y al poco rato se escucharon, creo que hasta Santa Cruz, los alaridos de los pobres varones, sus risas y prolongados lamentos que todos festinamos a carcajadas. Hoy, mujeres y hombres, sean de color miel, negros, amarillos, blancos y uno que otro barbado, se han fundido con nosotros para formar una nueva nación, la nación de los máasewales, de los cruzo’ob.

Pero esos días felices ya terminaron; ahora sólo me queda rogarle a la Ix k’uj Kaab me dé sólo un instante para ver otra vez tu rostro, mi amada Ix ajaw María. Debo informarte del valor con el que lucharon nuestros guerreros y guerreras; debes saber que cuando las mujeres vieron los cadáveres de sus esposos e hijos caer destrozados por balas de cañones, ellas enfrentaron enardecidas al enemigo. A falta de municiones lo hicieron con sus machetes, piedras y palos. Estos hombres y mujeres valientes que cayeron esperan tus órdenes, descansando merecidamente en el Xilbabá: nuestro sagrado santuario.

Tal vez sea mejor soportar este dolor y no verte de nuevo, porque seguro me exigirías que te relatara detalles de aquellos horribles sucesos. Conocerías por mi voz la terrible noticia de que, en Valladolid, a tu amado hijo y a mí nos vistieron con ridículos trajes y nos llevaron a lo que los ts’ulo’ob llaman “carnaval”.

No, no quiero ver la tristeza de tu rostro al enterarte del sufrimiento que pasamos cuando en esa extraña fiesta nos pasearon alrededor de la plaza como a fenómenos, entre gritos y mofas. No faltó quien escupiera nuestros rostros para burlarse luego a risotadas. Causaría en ti repugnancia cuando te contara cómo trataron las mujeres blancas a tu amado hijo, cómo con sus rostros encendidos de falsos colores, emitían sus risas vulgares y gritos estridentes mientras algunas con lujuria resbalaban sus largas manos por el cuerpo del joven Mukul. Tendría que describirte, muy a mi pesar, cómo eran esos ts’ulo’ob que cubrían sus rostros con máscaras de kisines15, bailando al son de música extraña, brincando, retorciendo sus cuerpos, y cómo entre ellos se rociaban con agua sucia parecida a orines en medio de necias carcajadas.

Pero ¿por qué dudo? Seguramente tu rostro reflejaría el orgullo de madre cuando te dijera que tu semilla es fuerte, que durante aquel suplicio tu amado hijo no mostró debilidad; que en su semblante no pudieron ver temor. Nada ni nadie pudo asustarlo, se mantuvo imperturbable ante los pequeños papeles de colores que le aventaban en el rostro cegándolo por momentos, así como ante los gritos y el ruido ensordecedor de extraños instrumentos que sonaban a su paso. Mukul se mantuvo sereno, aun cuando lo subieron en aquella tarima y entre burlonas carcajadas sus captores le colocaron una corona dorada y gritaron que él era su rey feo.

Su agudo grito asustó a los ts’ulo’ob al retumbar en medio de aquella horrible plaza: ¡Soy Mukul, hijo de María Uicab, la santa patrona de los máasewales! Soy semilla de los abuelos que hicieron las ciudades que ustedes destruyeron. Somos los elegidos para ofrendar a K’uj K’iín y a nuestra Ix k’uuj asegurando que nuestra gran madre tierra, Noj na’ lu’uum nos mantenga con vida.

Con la dignidad de bello mozo, hijo de grandes dignatarios, les gritó:

–¡Ustedes, ridículos y malvados se mofan de uno creyéndose superiores, avergonzando al Jaajal K’uj que los mira desde arriba lamentando tanta degradación de su raza en ésta, su estúpida fiesta!

“Ya olvidaron ustedes cuando, cansados de sus abusos, los obligamos a huir de aquí y aquéllos que se quedaron fueron degollados. Pues sepan bien, profanadores de esta tierra, que siete veces entraré de día, siete veces entraré de noche con mi padre y mi señora, la dulce virgen María, para obtener el permiso e iniciar otra vez con mi gente la guerra contra ustedes odiados yucatecos. La gran reina, mi madre, mandará a nuestros ejércitos y cada uno de ustedes será descuartizado. ¡Entonces, será mi risa la que se escuchará de entre las blancas nubes, porque yo soy el príncipe Mukul y ustedes, unos desgraciados!

Sí, María, mi querida santa patrona, fue terrible lo que sucedió después de que arrasaron Tulum y nos trajeron a la fuerza amarrados con los cerdos, pavos y gallinas que nos robaron. Preferiría que no lo supiera tu corazón de madre, pero los espías que enviaste y que observaron ocultos tan terribles sucesos seguramente ya te lo informaron. Para tu consuelo debes saber que escuché de una de esas bestias que el príncipe fue colgado de alguna de las ceibas sagradas que abundan por acá, lo que ha de ser verdad, mi amada señora, porque no he vuelto a ver a Mukul desde que lo arrancaron de mis brazos. Me siento tranquila porque sé que él llegó al Xibalbá, que navegará luego por uno de sus grandes ríos ocultos hasta llegar al mar y renacerá transformado en alba garza para volar hacia ti, mi amada señora.

Ahora, en este preciso momento temo por mi destino. María, ¡Ay, mi María! Habría querido volar hacia ti como seguro ya lo hizo tu hijo el príncipe Mukul. Pero no te aflijas, no me importa morir… Si tan sólo pudiera mirarte de nuevo para decir con voces lo que grité tantas veces con la mirada… ¡Soportaré el dolor! Lo haré si es el precio que debemos pagar por atrevernos a vivir libres todos estos años, sí, libres como son las aves, los peces del mar, porque libres debemos ser los máasewales en nuestros pueblos y montes; en donde nos plazca. A ellos, a esos seres malvados, les hace felices que alimentemos a sus hijos y abandonemos a los nuestros, que lavemos sus ropas y limpiemos sus desechos, que cultivemos para que ellos coman, que nos dejemos arrebatar nuestras riquezas y nos den a cambio unas cuantas monedas o alcohol en cantidad suficiente para embrutecer a los hombres. Quieren convertirnos otra vez en esclavos y poder humillarnos de nuevo que olvidemos quiénes somos y cuál es nuestro centro y destino. Pero mientras tú estés con nosotros, esto no sucederá.

No, ya no importan las torturas, los dolores causados, soporto la herida que aún sangra en mi vientre. Lo que a mi corazón desespera, lo que en verdad me hiere más, es pensar que nunca más podré mirarte. Mañana, según vociferan para que yo escuche, seré vendida para ser esclava y me enviarán como a tantos otros a Cuba. Sigue pendiente de mí, María, oculta junto con Ixk’uuj Uj en las nubes; la soga con la que me ataron servirá para tomar mi camino hacia ti. Ya no soporto este dolor, yo, tu servicial Antonia, me cubro con esta gran obscuridad y entrego mi cuerpo a Ixtab.

 

Los captores encontraron después a Antonia, la escribana de María, colgada de una barra de la celda; su exuberante cuerpo, atado por el cuello con la misma cuerda que usaron para tratar de detener su vuelo, aún tenía el reflejo luminoso con que la luna la bañó para purificarla.

 

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1 Kulté: búho, ave nocturna.

2 Ma uj: mamá luna.

3 Paalale’ex: niños.

4 Ix ajaw: reina.

5 U muuk koolel: la mujer fuerte.

6 Ka’an: cielo.

7 Lu’um: tierra.

8 Kobén: fogón de tres piedras.

9 Ixts’íib: escribana.

10 Óol: sentimiento, ánimo.

11 Puksi’ik’al: corazón.

12 Boxsuku’uno’ob; hermanos negros.

13 Maayapaax: música maya.

14 Máasewal,Macehual: nativo, plebeyo, hombre y mujer del pueblo: es palabra de origen náhuatl.

15 Ya’axche’: ceiba.

 

Georgina Rosado-Carlos Chablé

Continuará la próxima semana…

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