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Ah, pinche cascabel

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Letras

Joel Bañuelos Martínez

«¿Y ahora quién se ocupará de mis hijos? ¿Quién los llevará hasta valerse por ellos mismos? ¿Quién les comprará una medicina en caso de enfermedad?»

Las preguntas salían de su mente; parecían rebotar como el eco, aumentadas en volumen que taladraba sus oídos, luego viajaban nuevamente y regresaban en incesante ir y venir que le provocaba vértigo y escalofríos. Un molesto bochorno hacía sudar su frente, el sol empezaba a calentar y los cantos de los pájaros no tenían el encanto de siempre; su oído se había agudizado a tal grado que podía escuchar el leve rumor del río, de su cauce serpenteando entre los sauces y las jarillas, reptando como una cascabel, diluyendo el reflejo del sol entre la mancha de la fronda que se dibujaba en el espejo de agua a su paso.

La suerte, o la casualidad, nunca estuvo de su lado, pasó de largo como ignorándolo. Desde temprana edad hubo que trabajar duro, levantarse temprano para acompañar a su padre a la pequeña parcela, desbrozar de maleza la milpa, regresar tarde, comer lo mínimo necesario, vestir con alguna prenda usada comprada en la plaza o regalada por alguien que ya no la usó. Su padre nunca recibió el apoyo que muchos de sus compañeros campesinos tuvieron al obtener algún préstamo para sembrar, comprometiendo una parte de la cosecha, así que el cultivo de su pedazo de tierra siempre fue para el autoconsumo: la dieta, aparte de frijoles con tortillas de maíz “martajado” y chile del molcajete, era acompañada por quelites, verdolagas, calabazas y, cuando había carne, era de animales silvestres, conejo, tejón, armadillo, tlacuache y patos pipichines que su padre atrapaba con trampas. El río que pasaba a doscientos metros también les proveía de peces y cangrejos que cada día estaban más escasos.

La casa heredada de sus finados padres era de paredes de varas de árbol, cubiertas de palma al igual que el techo, y estaba construida en un predio cuadrado de treinta metros, una noria. Todo estaba enmontado y se llegaba por una brecha. Las camas eran dos “tapeistes” de varejones trenzados y amarrados con palma tejida donde dormían él, Matilde, su mujer, y sus tres hijos: Angel, Remedios y Domingo. Su pedazo de tierra estaba a una hora a caballo, y de lunes a sábado salía al amanecer y regresaba al atardecer. Siempre fue así, entregar su diario sudor a cambio de una raquítica cosecha para malcomer todo el año. Sin embargo, nunca renegó de su suerte y daba gracias a Dios porque le había dado puros hijos hombres, sabedor de que al crecer harían rendir y multiplicar con su trabajo la cosecha. Esa esperanza lo mantenía firme en su fe: algún día la miseria y la pobreza serían solo un mal recuerdo.

Así transcurría la vida de Tanasio y ya eran treinta y cinco años de labrar la tierra, bueno, casi: en unos días los cumpliría. En su morral guardaba como tesoro una botella de mezcal que había comprado con la venta de varias medidas de maíz y frijol al tendero del pueblo y, aunque nunca había festejado un cumpleaños, esta vez tenía pensado tomarse unos tragos. Treinta y cinco años de edad no es cualquier cosa.

Sintió un poco adormecido el brazo, el hormigueo le llegó hasta la garganta y sintió ganas de vomitar. Su mente viajó hasta el día en que conoció a Matilde, jovencita, bella como flor del campo; recordó cuando le pidió ser su novia y cómo fue correspondido, aún sin el consentimiento de sus padres, pues ellos deseaban mejor partido para ella; de cómo una noche la echó en ancas de su caballo y se la llevó a su jacal. Después la vió embarazada y así siguieron los años y, con ellos, sus tres hijos, a los que quería más que a su propia vida.

Quitó el pedazo de olote de la boca del bule y tomó unos tragos de agua, sentía que las paredes de su garganta se pegaban produciéndole resequedad.

«¡Matilde mañana tendrá quelites tiernitos para hacer un gran guiso!» pensó mientas veía a su lado un gran manojo de la verde y  preciada carga que reposaba a su lado. Sintió un dolor agudo en el brazo que le corrió hasta el pecho; llevaba casi media hora recostado al pie del huanacaxtle, tratando de juntar fuerzas para regresar a su casa.

Esa mañana como siempre, se tomó un café y Matilde le echó unas gordas al morral mientras le decía:

-¡Te encargo unos quelites o verdolagas! Ya ves que ha escaseado la caza y la pesca. Pareciera que Dios nos estuviera castigando por algo. ¡Mira los críos, están tan flacos que ya se les cuentan las costillas!

-¡No digas eso! Dios no castiga, es el maldito demonio que lo hace para que uno pierda la fe y blasfeme en contra del Altísimo y así pueda apoderarse de nuestra alma. Ya verás que nuestra suerte cambiará. ¡No desesperes!

-¡Ojalá y así sea, porque ya casi pierdo la fe y las ganas de ir a misa los domingos!

Tanasio calló sus labios con un beso. Le apenaba la situación, pero más la pérdida de la fe de su mujer. Trepó a su flaco relingo y se perdió en el monte; luego de cabalgar una hora, abrió la puerta de falsete, vio su milpa y su esperanza renació. Allí estaba su futura cosecha, habían sido varios meses de trabajo pero, con suerte, al cosechar podría vender parte de la recolección y se haría de un ahorrito. Sólo pensar lo alegró. Su siembra estaba sana, verde, y todo indicaba que las cosas mejorarían. Tomó su gancho y su machete y se internó en los surcos. Así pasó varias horas. A mediodía, calentó las gordas y, después de comer, tomó agua de su bule. Tuvo deseos de tomarse un trago de mezcal pero se contuvo. Se tumbó bajo el huanacaxtle y miró a lo lejos las plantas de verdes quelites. Cerró los ojos y soñó que su cosecha era la mejor de todos los campesinos, se vió felicitado por ellos.

Eran las cuatro de la tarde cuando abrió los ojos. Era hora de cortar los quelites, la comida del día siguiente. Se levantó, tomó su gancho y machete y se dirigió a cortarlos.

El aire soplaba y refrescaba la tarde. Empezó a cortar las plantas y de repente oyó un siseo, como el de una minúscula sonaja. Su oído no lo engañaba: se trataba de una víbora de cascabel. Lo supo cuando sintió un doloroso pinchazo en su mano izquierda que le hizo soltar el gancho de madera, mientras maldecía:

-¡Pinche cascabel, te vas a morir!

Su machete fue certero y el cuerpo del reptil cayó separado de su cabeza. Echó la mano a su cintura y sacó su daga de la funda, con ella hizo dos pequeños cortes en donde la víbora hincó sus colmillos y mordió su carne, succionó su sangre y la escupió varias veces. De su morral sacó unos ajos y tragó dos con un trago de agua, luego mascó otros dos y con su pañuelo los aplicó en la herida a forma de compresa. Recogió los quelites, le quitó el cascabel al reptil y regresó al huanacaxtle donde estaba su caballo amarrado. Sintió un leve mareo y se sentó al pie del árbol. Era cuestión de no perder la calma, pues de los campesinos es sabido que, entre más miedo y actividad tenga el cuerpo, más rápido circula la sangre y puede llevar el veneno a su torrente sanguíneo. Tenía que serenarse y trepar a su caballo, regresar al pueblo e ir al doctor a que lo inyectara; así lo había hecho Trinidad y al día siguiente ya andaba en la cantina, tomando trago y contando victorioso su hazaña. Además era más viejo que él, de casi cincuenta años.

Un dolor agudo que no se sabía si era en el brazo o el pecho lo sacudió y lo hizo sudar frío. Ya no lo pensó dos veces, metió su mano al morral y sacó la botella de mezcal, tomó un trago y luego otro. Por un momento sintió que aminoró el dolor. Quiso levantarse pero no pudo, el adormecimiento se le había extendido hasta las piernas. La tarde moría y el sol no tardaría en ocultarse. Hizo otro intento de levantarse y sus piernas no le obedecieron. Su caballo relinchó nervioso, a esa hora ya debería ir a medio camino.

Tanasio elevó su vista al cielo que ya dejaba ver las primeras estrellas y balbuceó:

-¡Pinche cascabel, tenías que ser tú quien se atravesara y desbaratara mi sueño ora’ que la cosecha se puso tan chula!

El dolor, como un piquete de verduguillo, lo hizo tomar otro trago de mezcal. Sintió que su garganta se cerraba, luego las estrellas parecieron danzar pintadas con los más brillantes colores. El caballo relinchó, mientras sus pezuñas golpeaban con fuerza la húmeda tierra.

Tanasio sintió un gran alivio: podía mover sus piernas, sus brazos. Se levantó, acarició las crines de su noble penco, montó en él y se alejó a todo galope. Dejó el falsete abierto. Tenía muchas ganas de ver a Matilde, a sus hijos y contarles todo. El caballo parecía volar…

Y entonces todo lo envolvió la oscuridad.

Tanasio quedó rígido de cara al cielo, la botella en su mano derramaba el contenido en la tierra, en su tierra, su siembra, su sueño.

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