Editorial
En Yucatán, península única que emergió hacia el Norte en un momento de angustia de la Naturaleza, generó en su territorio una conformación diferente a las de otros continentes en los que, por su posición geográfica, surgieron del suelo terrestre orientados hacia el sur de los mismos.
Tal vez por ello nuestros antepasados llamaron a esta amada tierra Mayab, en el idioma de los ancestros Ma-ya-ob, tierra no para muchos; nosotros la interpretamos como espacio terrestre para un pueblo escogido: el Maya.
Este pueblo, notable por sus avanzados conocimientos sobre los astros y el movimiento de los planetas, aprovechó las contingencias ambientales que favorecieron la permanencia del líquido vital -el agua- tanto a flor de tierra, en aguadas, como en corrientes subterráneas donde la pureza de este líquido vital ha dado soporte por ya miles de años a la población que sobre este territorio habita, incluidos nosotros, de las generaciones presentes.
Con esa seguridad, con esa certeza de haber contado desde siempre con ese líquido vital en el subsuelo, nuestros abuelos mayas y nosotros, sus herederos, hemos afirmado la fortaleza de nuestras raíces históricas, aunque en una gran mayoría nuestros conciudadanos no se hayan detenido a reflexionar sobre este tema.
En el caso de los hombres del campo, ellos dan seguimiento al periodo de lluvias para impulsar sus siembras anuales; nuestra población inteligentemente imita los solares urbanos antiguos y conserva sus pozos artesanales, quizá no ya para consumo de sus aguas, sino para riego o usos industriales.
Por seca que se mantenga la superficie de nuestras tierras, hay reservas de agua ahí, protegidas en las profundidades de nuestro subsuelo.
Sí, efectivamente. Este es el Mayab eterno. Ma-ya-ob, no para multitudes, no para muchos, en su traducción literal maya-castellano, sino para los que, siglo tras siglo, hemos mantenido firmes nuestras raíces en esta tierra admirable.
Que este Mayab de los ancestros continúe por siempre.
Así sea.