Y nunca de su corazón (XII)

By on marzo 8, 2019

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XII

LISTA DE RAYA

Continuación…

Se quedó mirando al techo. Hacía cuentas en su caletre. Había en su actitud incredulidad, miedo, disgusto. Le pareció que de pronto sus esclavos se habían rebelado y pretendían arrancarle su propia riqueza. Aquella pretensión –seis días de trabajo a la semana, en lugar de los dos o tres acostumbrados– era todo el Gran Ejido una enormidad en millones. ¿Y qué harían ante la sequía? Cortar pencas no. Sería chapear, hacer albarradas. O volver a chapear lo ya chapeado. Hacerse tontos para recibir un dinero sin hacer trabajo provechoso.

–Ya está aumentando su anticipo de ustedes. El treinta y uno por ciento. Cinco pesos cincuenta centavos diarios. Once pesos por dos días de trabajo a la semana ¿Qué más quieren?

–“Tat”, en la seca el chapeo está duro. Sólo puedes chapear un “mecate” y la mitad de otro. Y no lo pagan a uno cinco cincuenta. Lo descuentan a uno lo que no hace.

Silverio los miró a todos con desprecio. Al mismo tiempo era con lástima que los miraba.

–No tengo más orden que dar el trabajo de siempre. A ver… Abán Porfirio.

–“¡Jéelemná, tat!” –surgió la primera respuesta a la lista: “Aquí estoy, señor”.

–Ak’é Crescenciano –nadie respondió– ¡Crescenciano Ak’é! El mismo silencio.

–Se murió ayer, “tat” –dijo una voz.

–Bacab Desiderio –continuó, sin mella en el alma, “chan Sil”.

–“¡Jéelemná, tat!”

–Balam Calixto…

–“¡Jéelemná, tat!”

–Cab Lilio…

–“¡Jéelemná, tat!”

–Catzín Pedro y sus hijos Sebastián y Rudesindo.

–“¡Jéelenoon, tat!”

Y así fueron sonando los “aquí estoy, señor” y el “aquí estamos, tat”. Así siguió la lista. Llamaron a los Chac, a los Chan, a los Chuc y los Chulín. A los Dzib y los Ek’. Nombraron también Caballeros y Estrellas, indios o mestizos, que habían castellanizado, vergonzantes, sus apellidos. La lista concluyó con los Iuit y los Joil. Y hasta allá nada más. ¡Era el abecedario de la despreocupación, del hambre, de la desesperanza!

–Los que siguen en la lista, como siempre, el miércoles y el jueves. ¡No sé por qué carajo vinieron todos hoy!

Nunca tan cabizbajos se fueron retirando. En los ojos de los Pat hubo vetas de sangre para mirar a los Catzín que se quedaban, que tendrían trabajo por razón de su apellido, como lo hubieran tenido los Madera, si conservasen su apellido maya: Ché.

Lo del trabajo diario fue puro engaño. –¡Tu tuzoon! ¡Nos engañaron! –murmuraban, caminando lentos, con la esperanza de que al fin se aclararía el enredo y los llamarían antes de alejarse mucho.

El jefe de campo salió a poco con los nombrados, camino del plantel que se debía chapear. Uno de los jóvenes Catzín dijo a su padre:

–Don Gau y su hijo están molestos. Yo lo vi en su cara de ellos.

Pedro estaba preocupado. Cuando la esperanza del indio muere, muere todo dentro de él. La desesperanza por el engaño se había apoderado de todas las almas. Fue como una culebra que reptara y se introdujese en todos los resquicios del hombre. Porque una víbora es tanto más bella cuanto más venenosa. Como bella y malvada es la “sh-tabay” cuanto más bisbirinda y zalamera.

Igual que sucedió en Nojuayum, aconteció en otros ejidos. Los machetes y las coas brillaron en algunas partes y la Policía cortó cartucho. En Nojochtuz no bastó la Policía. Los “federales” aplacaron el descontento. Pero los pechos hirvieron indignados en todo el Gran Ejido Henequenero.

Fue inútil. Catzín no logró apaciguar la ira de Pat. Gaudencio estaba borracho de mistela y de rencor. Toda la familia de Pat hervía en el odio paterno.

–A lo va pagar a mí, “mején quisín” –“simiente del demonio” –“verde mosca que anda tras de la miarda” –restalló el insulto en maya entre chasquidos de lengua y rudos ecos dentro de la glotis.

–Déjalo, “tat”. Borracho está. A volvemos después de que se le pasa.

Por nada aceptó Pat nuevo trato. Ni porque le llevaron “El Diario” y Sebastián Catzín leyó el aviso en presencia de testigos. Gaudencio seguía ciego de ira. Porque cuando en el indio muere la esperanza, muere todo dentro de él.

Pat meditaba en su venganza. Por su mente desfiló la tragedia de su niñez: cuando Baldo Quituk’ macheteó a su padre, que era sirviente en Nojuayum. Tenía en el recuerdo aquella masa sangrienta ante la cual el hacendado, que vino de Mérida, sólo supo decir al hijo adolorido, en aquel tiempo el adolescente Gaudencio Pat:

–Ahora pasa a tu poder la carta cuenta del difunto de tu papá. Me debía trescientos pesos. Dime cuánto vas a querer para el velorio y el entierro. Para que yo te lo apunte. Ese mentecato de Baldo que va a la cárcel me debe cuatrocientos pesos y no tiene familia que me los pague. Tengo que ver si lo sacan de la cárcel. ¡El dinero que me va a costar, Santo Dios! ¡Dos sirvientes menos en la hacienda! ¡Sabe Dios cómo andan las cosas de mal…!

Y un día llegó la libertad y los sirvientes de las haciendas tuvieron susto. Pero entendieron que podían ir a donde quisieran. En novecientos dieciocho Gaudencio ganó lo suficiente para comprar un solar en el pueblo. En pos de él llegó Pedro Catzín. Y desde entonces fueron vecinos. Y nació el “k’ant’irish”, y sin saber cómo, nacieron otras plantas, de esas que viven sólo donde el hombre vive: los “ramones” y los “huanos”.

Y el uno plantó el flamboyán. Y ambos arrimaron a la albarrada sus ramas de ciruelo, que a poco, con las lluvias, pegaron y se hicieron nuevos árboles. Y entre los dos plantaron los horcones de “chacaj”, que también echaron ramas; y entre los dos, también, pusieron el travesaño, del que colgaron sus garruchas y en ellos ensartaron sus sogas y estrenaron su pozo, al jalar su primer cubo de agua.

Con las lluvias nació el “shaíl”. Y nació la amistad entre las dos familias. Y nacieron sus hijos. Y nació el amor entre Genoveva y Sebastián.

En la senda que servía de calle, en cuclillas, Pedro y Gaudencio habían comentado las prédicas del maestro de la escuela de Nojuayum. Y acudieron a su llamado para luchar por la tierra. Y le ayudaron a formar la Unión de Peones Agrícolas de Nojuayum. Juntos habían luchado para lograr el reparto de la tierra que por siglos su raza había fecundado con su amargo sudor.

¡Y ahora, Pedro que lo había engañado! ¡Que lo había hecho concebir una esperanza! Fue Genoveva quien logró convencer a su padre de que el engaño había sido para todos. Para Pedro mismo y para todos los ejidatarios. Para todos sin distingos. Porque “sh-Veva” también había leído el aviso mentiroso, y una hija no engaña nunca a su padre, más que cuando está enamorada. Porque cuando Gaudencio buscó de nuevo a su hija, para que volviera a leerle el anuncio falaz, Genoveva, –temblando de pavor, lo dijo la madre de la muchacha– había escapado con Sebastián Catzín y era necesario casarlos.

Entonces dentro de Pat hubo estremecimiento de felicidad. Y de esperanza. Porque sabía ya que Genoveva, para entonces, habría sido en brazos de Seb igual que joven flamboyán que desgrana su flor roja como anuncio de que está próximo su fruto.

Jesús Amaro Gamboa

Continuará la próxima semana…

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