Popol Vuh (XI)

By on julio 20, 2018

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XI

CONTINUACIÓN…

Un instante más y los enemigos de arriba caerían sobre los enemigos de abajo; o estos, derribando las murallas, abordarían la cúspide codiciada. Algunas piedras lanzadas ya habían rebotado en los escudos de unos y de otros, produciendo un ruido sordo y seco. El encuentro tan temido estaba ahí. En lo alto empezaron a cruzar, silbando, algunas flechas. Las hondas y las cerbatanas disparaban trozos de lajas puntiagudas.

De pronto se oyó, como trueno que choca y rebota, el alarido de dolor de algún herido. En ese mismo instante, cuando iban a tropezar y a enredarse con ira los cuerpos contrarios, los Abuelos abrieron, conforme a lo previsto y ordenado por Tojil, las tapas de las canastas donde estaban encerrados los tábanos y las avispas. En ese instante los insectos surgieron con ímpetu y se desparramaron por el aire, lo impregnaron de rumores y de peste, y se precipitaron como saetas sobre los enemigos que trepaban, confiados e iracundos, picándoles las manos, los brazos, las piernas, los muslos y la cara.

Bajo esa lluvia de espinas, espantados primero, aturdidos después y acobardados en seguida, los que subían no supieron qué hacer. Por defenderse de tan inusitada y extraña agresión, tiraron sus armas. Arcos, flechas y rodelas cayeron al suelo.

Pero, acosados más y más, se lanzaron por vericuetos, senderos y lugares abruptos, con ánimo de librarse de semejante ataque. Tras los hombres huidizos volaban las bestias, que se debatían con encono sobre sus carnes.

En el momento en que la desbandada se generalizó y el desorden se tornó más confuso, las gentes de Balam Quitzé descendieron y cebaron en los fugitivos ya inermes. Con sus macanas y sus lanzas y sus hondas derribaban y mataban a los que se ponían a su alcance. Los ayes y las quejas y las blasfemias y las imprecaciones de los vencidos eran de espanto y de lástima. El polvo enturbió el aire, mientras la sangre de los heridos teñía las piedras de aquellos sitios, testigos de tamaña desolación.

Hasta abajo llegó la imagen de semejante derrota. La alegría de los vencedores encendió luces en el viento, que soplaba recio como si alguien, desde lugar invisible, lo animara y lo esparciera. Los cuerpos de los vencidos rodaban por los precipicios, desgarrándose en las lajas. En las rocas quedaban jirones de sus carnes. La montaña de Hacauitz fue así de triunfo para los dioses y los Abuelos.

De esta manera ganaron para siempre aquel predio las tribus adictas a Tojil y a Balam Quitzé. Ya en el llano, las pocas gentes que quedaban huían vencidas o se postraban a los pies de los vencedores.

Los moradores que se habían quedado en la montaña de Hacauitz entendieron también que la derrota de los enemigos estaba consumada y que el poder de los dioses era invencible. En señal de acatamiento, levantaron las manos y las agitaban en lo alto con manojos de flores y de yerbas.

Así terminó la lucha entre las tribus que llegaron procedentes de Tulán y las que, por sus egoísmos, no supieron defender ni retener la tierra de sus antepasados.

Después de que se cimentó el dominio de las tribus allegadas, los Abuelos presintieron que se acercaba la hora de su muerte. Con este pensamiento llamaron a sus mujeres y a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Cuando los vieron juntos y cerca de ellos, acongojada la faz, quemaron resinas perfumadas. Esperaron que el humo ascendiera hasta lo alto y desapareciera empujado por el viento. Luego Balam Quitzé habló de esta manera:

–Sabed y no olvidéis que nosotros los Procreadores nos debemos ir. Sabed también que volveremos en hora que está señalada. Recordad ahora que juntos salimos del seno de los montes lejanos que se alzan más allá de donde se pone el sol. Entended, por último, que ha llegado el instante en que debemos volver al lugar de donde partimos. Conforme al dictado de nuestras conciencias, volveremos al sitio de nuestro origen. Pero antes de partir hemos de tomar providencias acordes con nuestra vida. Por esto entended, sin discordia, que ya repartimos los rebaños que fueron de nuestra propiedad. A quienes es debido hemos revelado nuestros secretos. Del arte de la escritura saben los que deben saber y nadie más. Acopiad el grano y las semillas y juntad los retoños, que tiempos de sequía y hambre se avecinan. Aguzad las armas, que enemigos ocultos tras las montañas y los cerros no tardarán en acechar, con avaricia, la holgura y la riqueza de estas tierras. Después de nuestra partida acordaos de nosotros. No nos dejéis en el olvido. Evocad nuestros rostros y nuestras palabras. Nuestra imagen será rocío en el corazón de los que quieran evocarla. Os decimos más; cuidad vuestras casas y vuestros solares; transitad por los caminos que abrimos, porque esto y no otra cosa es lo que mandamos. Permaneced aquí, sin que os olvidéis del origen de vuestros antepasados. Esto es lo justo. No esperéis que los extraños os recuerden lo debido, que para tal empeño tenéis conciencia y espíritu. Todo lo bueno que hagáis ha de salir de vuestra iniciativa.

Así dijeron los Abuelos, a tiempo de que se despedían de los suyos.

Hubo un espacio de silencio.

Enseguida, los Abuelos, con la cabeza alta y arrastrando por el suelo los lienzos que pendían de sus hombros, caminaron por la cima de la montaña. A poco empezaron a descender por la ladera del Poniente.

Entonces, una nube como de lluvia los ocultó.

Entre las gentes de la montaña de Hacautiz permanecieron vívidos los consejos que se dicen. En señal de respeto y acatamiento a su significado, quemaron yerbas olorosas delante del cielo. Mientras ardían las brasas, el más anciano dijo estas palabras que quedaron escritas en el espíritu de todos:

–Hurakán, corazón de la noche, dador de la virtud, creador de nuestros hijos, vuélvete hacia nosotros. No nos prives de tu presencia. Da vida y fortaleza a nuestros descendientes para que crezcan y se hagan firmes en el bien y sepan propagar nuestra fe y decir tu nombre, el cual será invocado en los caminos, en los barrancos en los ríos, bajo los árboles y más allá de todo lo que es posible. Den a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos, hijos e hijas.

Impide que sobre ellos caiga enfermedad ni daño ni maldición de ninguna especie. No permitas que tropiecen ni se lastimen. Haz que estén siempre unidos y limpios. Haz que no sean sorprendidos en emboscadas; ni perezcan de sed ni de cansancio. No permitas que sean fornicadores ni ladinos. Envíales fuerza para que vayan seguros por sendas abiertas, sin sufrir infortunio ni padecer sortilegio. Protégelos en su bienestar y en su sentimiento, pero no dejes que se envanezcan con la riqueza, ni se hagan débiles con la bondad. Haz que sean siempre firmes de corazón.

Dicho esto, vieron que la grandeza de todos era igual; que ninguno procedía de mejor tronco que su vecino; y que nadie aspiraba a más elevado rango que su prójimo.

Acordaron que el Consejo de las tribus estuvieran los mejores señores de cada casa. Y así fue siempre, hasta que vino la dispersión y la muerte.

Ermilo Abreu Gómez

Continuará la próxima semana…

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