Popol Vuh (II)

By on mayo 17, 2018

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CONTINUACIÓN…

Los dioses idearon nuevos seres capaces de hablar y de recoger, en hora oportuna, el alimento sembrado y crecido en la tierra. Por esto dijeron:

-¿Qué haremos para que las nuevas criaturas que aparezcan sepan llamarnos por nuestros nombres y entiendan, porque es justo, que han de invocarnos como a sus creadores y a sus dioses? Recordemos que los primeros seres que hicimos no supieron admirar nuestra hermosura y ni siquiera se dieron cuenta de nuestro resplandor. Veamos si, al fin, podemos crear seres más dóciles a nuestro intento.

Después de decir tales palabras, empezaron a formar con barro húmedo las carnes del nuevo ser que imaginaban. Lo modelaron con cuidado. Poco a poco lo hicieron sin descuidar detalle. Cuando estuvo completo, entendieron que tampoco, por desgracia, servía porque no era sino un montón de barro negro, con un pescuezo recto y tieso; una boca desdentada, ancha y torcida, y unos ojos ciegos, descoloridos y vacíos, puestos sin arte ni gracia a diferente altura y cada lado de la cara, cerca de las sienes. Vieron, además, que estos muñecos no podían permanecer de pie, porque se desmoronaban, deshaciéndose en agua. Sin embargo, el nuevo ser tuvo el don de la palabra. Esta sonó armoniosa como nunca jamás música alguna había sonado ni vibrado bajo el cielo. Los muñecos hablaron, pero no tuvieron conciencia de lo que decían; y así ignoraron el sentido de sus palabras. Al ver esto, los dioses dijeron:

-Viviréis a pesar de todo, mientras vienen mejores seres; viviréis en tanto llegan quienes os han de substituir. En esta espera lucharéis para multiplicaros y mejorar vuestra especie.

Y así sucedió. Los dioses contemplaron con tristeza a aquellos seres frágiles que se alejaban, y dijeron:

-¿Cómo haremos para formar otros seres que de veras sean superiores, oigan, hablen, comprendan lo que dicen, nos invoquen y sepan lo que somos y lo que siempre seremos en el tiempo?

En silencio y meditación quedaron mientras se desarrollaban las manifestaciones tremendas de la noche. Entonces la luz de un relámpago iluminó la conciencia de la nueva creación.

Los nuevos seres fueron hechos de madera para que pudieran caminar con rectitud y firmeza sobre la faz de la tierra.

Las estatuas formadas parecían verdaderas gentes; se juntaron y se acoplaron en grupos y, al cabo de tiempos, procrearon hijos. Pero en sus relaciones dieron muestras de no tener corazón. Eran sordos sus sentimientos. No podían entender que eran seres venidos a la tierra por voluntad de los dioses. Caminaban por la selva y por las veredas abiertas en las laderas de las montañas; bordeaban los cauces de los ríos y trepaban hasta las copas más altas de los árboles. Iban como seres abandonados sin norte ni destino. Siempre estaban a punto de caer. Y cuando caían, no se levantaban más: perecían entre el lodo. En su torpeza, no adivinaron ni su origen, ni el lugar en que se hallaban, ni la ruta que seguían. Ambulaban como seres inservibles. Eran muertos con vida.  Y como al final de muchas jornadas tampoco comprendieron quiénes eran los dioses, cayeron en desgracia. Hablaban, tenían conocimiento de lo que decían, pero no había en sus palabras expresión ni sentimiento. Además, como no tenían corazón justo, ni piernas ágiles, ni manos fuertes, ni tripas útiles, resultaron estorbosos. En su torpeza, no comprendieron tampoco la presencia de los dioses, padres y señores de lo que respira y madura. Vivieron durante varias generaciones engañados por la rigidez y el egoísmo de sus espíritus. La fatalidad quiso que tampoco fueran mejores que ninguno de los seres castigados antes. Cuando pudieron hablar, se notó que en el ruido de sus palabras no había razón ni orden. Sus rostros trigueños, como el color de la tierra, permanecieron inmóviles, tiesos. Por su cachaza parecían estúpidos. Por esta causa también fueron condenados a morir. Cuando menos lo esperaban, vino sobre ellos una lluvia de ceniza que opacó su existencia. La ceniza sobre sus cuerpos, violenta y constante, como si fuera arrojada con furia por mano fuerte y desde arriba.

Luego los dioses dispusieron que la tierra se volviera a llenar de agua y que ésta corriera por todas partes y cayera en los abismos y los barrancos y los rebosara y subiera sobre las rocas y los montes y más allá de los picachos de las más altas cimas y rozara el fleco de las nubes.

Así sucedió.

Esta inundación, que duró muchas lunas, lo destruyó todo. Todavía los dioses hicieron nuevos seres con nueva sustancia natural. De tzite fue hecho el hombre; de espadaña, la mujer; pero tampoco correspondieron estas figuras a la esperanza de sus creadores. Por esto se presentó el pájaro Xecotcovah, el cual clavó sus garras en la tierra y sacó con su pico la yema de los ojos de aquellos seres. Vino luego el felino Cotzbalam, el cual hurgó sus cuerpos, rasgó sus venas y mascó sus huesos, hasta dejarlos convertidos en astillas. Vinieron en seguida otras fieras no menos crueles que se cebaron en sus despojos.

Sucedió que, a raíz de este hecho, se oscureció la tierra con oscuridad grande y de mucho miedo, como si descendiera sobre lo creado un manto espeso y poblado de tinieblas. En medio de esta desolación, y ante los sobrevivientes que se debatían con angustia de muerte, casi sin esperanzas de salvación, se presentaron los pequeños seres, cuya alma había sido invisible hasta entonces. Irritados, vociferando, se pusieron a decir voces terribles y altivas. A los que todavía alentaban les dijeron:

-Debéis oírnos porque es justo. Creísteis que éramos cosas vacías, pero ya nos hemos cansado de tanta iniquidad. Ahora sufriréis castigos tremendos. De hoy en adelante vuestra carne será comida:

Las piedras de moler dijeron:

-Vosotros nos gastasteis; día con día, desde el amanecer hasta la noche, nos estuvisteis rascando y amolando. Siempre estabais muele que muele sobre nuestros vientres endurecidos y negros. Continuamente se oía el holi-holi y el hugui-hugui que hacía la masa de maíz batida bajo nuestro brazo y sobre nuestro pecho y nuestros hombros. Por nuestras patas escurrían los residuos húmedos y olorosos. Tal era vuestra inquina y tal nuestro sufrimiento. Todo lo soportábamos con resignación y en silencio, porque pensábamos que ibais a estimar nuestro sacrificio. Pero ¡cuán grande fue nuestro engaño! Ya vemos, al cabo del tiempo, que no merecíais nada. Ahora pulsaréis nuestra fuerza; ésta será nuestra venganza: y ésta vuestra ruina.

Y luego los perros dijeron:

-¡Cuántas veces, por vuestra culpa, no probamos bocado, ni lamimos hueso, ni bebimos sorbo de agua, ni logramos para dormir un rincón de tierra fresca! ¡Y muertos de hambre y de sed, desfallecidos, con la lengua de fuera, nos quedamos como trastos inservibles en el basurero de la choza! Desde lejos os mirábamos con ojos de miedo y de súplica. Acurrucados y temblando vivíamos, si era vida aquella que sufríamos por vuestra culpa. Nos manteníamos de pie delante de vuestra presencia. Si nos acercábamos para husmear vuestras manos, nos echabais fuera con palabras rudas o con golpes de vuestros pies. Aun nos duelen nuestras posaderas y todavía tenemos llagados nuestros lomos. Con esta dureza y esta tiranía fuimos tratados siempre en vuestra casa y en vuestros solares. Pero, sandios, ¿por qué no comprendisteis lo que alguna vez tendría que suceder? Tarde o temprano tenía que llegar la hora en que todo aquello, inofensivos estáis, apenas si os podéis valer. Lástima tenemos de vuestra ruina. Ahora os tenemos que despedazar y matar. Haremos esto sin miramiento ni compasión. Es inútil que os defendáis. Sabed que tampoco tenéis tiempo para lamentaciones. En seguida, aunque os pese, probaréis la fuerza que tenemos enterrada en nuestros hocicos y en nuestras patas.

Las ollas dijeron:

-Nos hicisteis sufrir quemando y ahumando nuestras bocas, nuestras orejas, nuestras panzas y nuestros cuellos. Siempre nos tuvisteis sobre el fuego o sobre las brasas. Con tanto calor, se agrietaron nuestras carnes. Para descansar, nos dejabais encima de la ceniza caliente o junto al rescoldo. Duro e interminable era nuestro oficio. Nadie nos compadeció ni tuvo lástima por más que hicimos, cantando por las noches desde los rincones negros de las cocinas o junto al fogón de los patios. Nadie nos brindó paz ni sosiego, ni nos dio reposo ni consuelo. Pero este martirio ha terminado. Ahora os comeremos; mas, antes, os torturaremos, poniendo vuestros cuerpos en parrilla sobre hogueras. Seremos sordas a vuestro clamor.

Los jarros dijeron:

-Mucho y constante dolor nos causasteis. No queremos ni recordarlo, porque así nos enardecemos y enfadamos más y más. pero ahora ha llegado el instante de nuestro desquite. Duro será para vosotros este tiempo, porque vendrá una tormenta de granizo y de ventisca sobre vuestras espaldas desnudas.

Cuando aquellos conatos humanos oyeron tanta acusación, espantados, temblorosos, se juntaron como mazorcas tiernas. Así apretados, unos al lado de los otros, huyeron de aquel lugar cual si se alejaran de sitio apestado. Como pudieron, azorados, atropellándose, subieron sobre los techos de las casas, pero los armazones, las vigas se hundieron, treparon en los árboles, pero las ramas se quebraron; entraron en las cuevas, pero las paredes se derrumbaron. Y todavía los que no murieron bajo las chozas, ni se rajaron los huesos bajo los árboles, ni se desangraron bajo las cuevas, ciegos de miedo y de ira acabaron por despedazarse entre sí. Los pocos que no sufrieron quebranto, como recuerdo de la simpleza de sus corazones, se transformaron en monos. Estos se fueron por ahí y se perdieron en el monte, llenándolo con algazara que salía de sus hocicos. Por esta causa, los monos son los únicos animales que semejan y evocan la forma de los primitivos seres humanos de la tierra quiché.

Ermilo Abreu Gómez

Continuará la próxima semana…

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