Los Niños de San Sebastián (VIII)

By on septiembre 17, 2017

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VIII

LOS PESCADOS DEL CIELO

Estaba Paquito en el baño cuando oyó que su madre salió para la botica. Nervioso, ni siquiera terminó… Se amarró los pantalones. Al pasar por el comedor cortó un pedazo de jalea para Sarita. Un mango de la alacena fue a dar a una de sus bolsas junto a las canicas, los pedazos de vidrio de colores y el trompo. La otra estaba totalmente llena con el yoyo y el plano del viaje.

Salió antes de que mamá regresara. En el callejón no había nadie. Se sentó en una ancha piedra blanca, extendió el plano y, mientras masticaba, seguía con los ojos la ruta del viaje. (Después de pasar la iglesia abandonada, caminas por las Huerta del Ángel, no tardas en llegar a Villanueva. Es parada de tren. A las 9 pasa, toma agua y continúa hasta Playa Azul. Te metes en el furgón y… eso es todo. Cuando llegues te vas al muelle y te pones a pescar. Todos hacen lo mismo. Además, allí tienes lanchas, cordeles, anzuelos, acualones y todo lo que quieras).

Con los ojos iluminados y una sonrisa pícara, ve navegar los muelles y oye croar las lanchas. Mientras patalea debajo del agua, ve los pescaditos niños y las matas de leche que comen. Arroja la semilla del mango, se limpia las manos en la pechera de la camisa, dobla los papeles y se va a casa de Enrique.

– ¿Qué haces?

– Estoy matando vikingos. ¿Quieres ver mi barco?

– Bueno… ¿Tú vas a Playa Azul?

– ¡Cállate! – Reprende a Paquito por lo bajo-. Mira mi escudo y mi espada. No se me escapa un solo ladrón.

Paquito coge un palo y sombrero viejo y, después de un saludo reverente, los contrincantes se enfrentan en un combate limpio. Cortan el aire las espadas y chispean al chocar. Los hermosos cuerpos atléticos dan a la lucha un aspecto heroico. En una danza de la muerte, los dos bandos miden serenamente los movimientos de sus jefes. Saltos atrás, adelante; rondas cautelosas; acometidas furiosas. Elegancia en los movimientos. ¡Alto! “Se me desató el cordón de un zapato”. Paquito baja las armas, se limpia el sudor con la manga de la camisa.

– Mejor tú y yo somos amigos y peleamos contra los vikingos. ¿Quieres?

– Tú de ese lado y yo de éste.

Colocan en el centro el viejo baúl-barcovikingo. Se desata una batalla furiosa. Los que caen al mar son devorados por los tiburones; los que se ocultan sobre cubierta mueren pisoteados. Después de tres minutos de larga e intensa lucha no queda enemigo en pie.

– ¡¡Niños, por qué tanto escándalo!!

– Es la abuelita, está enferma. También tiene juguetes, ven a verlos.

– (Te metes en el furgón y eso es todo. Lanchas, cordeles, anzuelos, acualones…)

– Enrique, ¿es cierto lo que dice Luis del mar?

– Claro que sí, su papá lo vio…

Abrieron la cómoda de la abuelita y empezaron a sacar muñecas diminutas, rollos de papel de estaño de colores, monedas, medallas, un diente de Enrique (el que se llevó el ratón), retratos con niñas: “mi mamá y mis tías, esta es mi abuela”; rizos rubios; un silbato muy grande: “mi abuelo fue policía de joven, éste es el”; y el retrato de un señor bigotudo. Los niños rieron y rugió el mar como dice Luis que ruge.

“Oye, eso no es cierto, si el mar no es león.” “Es cuando se pone furioso y echa espuma por la boca.” “¿Y por qué pasa eso?” “Porque las nubes lo quieren aplastar.” “¿Y a ti te da miedo eso?” “Mira, te regalo esta moneda.”

Paquito metió la moneda en la bolsa de la camisa.

– ¡¡Enrique, dame mis pastillas y deja de estar hurgando mis cosas. Ya te he dicho que no me gusta. Niño desobediente, se lo voy a decir a…!!

Entre los gritos de la abuela, Paquito oyó apenas “después voy”; se escurrió por el pasillo y salió.

Cuando le llegó el silbido, Luis soltó la manopla, hizo la señal a los demás jugadores, y fue a orinar detrás de la casa. Se arrastró por la parte rota de la alambrada para alcanzar la calle y con el resuello ahogado llegó al escondite en el matorral de los Mora. ¿Y Enrique? Enrique muy limpio, arreglado, sin prisas, apareció por la boca del matorral.

“Agáchate bruto, te van a ver.” Sentados, los tres, apenas cabían en el agujero. Con las cabezas casi juntas, hablaron.

– Mi papá dice que en el mar vive el sol.

– ¿Y los pescados?

– Ven el sol de noche.

– Que el agua no es como la que bebemos, es de muchos colores.

– ¿De dónde viene?

– Del arco iris.

– Que de noche los luceros bajan a jugar con los pescados.

– ¿No se los comen?

– Los luceros son pescados del cielo.

– Pescaré muchos. (“¿Te gustan, Sarita? Tuve que luchar con 100 tiburones que me los querían quitar.”)

– Yo también… (“Papá, mamá, es para ustedes. No se asusten, que voy a traer más.”)

– Y yo traeré una cajota llena de luceros… (“¿Esto? Lo gané vendiendo pescaditos del cielo; ya podemos comprar la casa.”)

Revisaron por última vez los planos. Afinaron las consignas: a las 7, a las 7; en la esquina del Roble. Salieron uno a uno: Luis y Enrique; Paquito navegó con viento contrario a la suya; de pronto, la brisa se le hizo favorable.

Déjame la brisa,

déjala brillar.

Niño de la risa.

¿A quién vas a amar?

Iba tirando la moneda: sol se pagaba, águila se cobraba. Paquito le ganó a Paquito; a Paquito le ganó Paquito y, muy amigos, casi hermanos, gemelos como una sola persona, se fueron a ver a Sarita. En la esquina del Arco Iris tocó la puerta verde.  “¡¡Sarita, aquí está Paquito!!”, anunciaron desde la azotea al joven y orondo caballero que, en tanto aguardaba a su dama, aseguró bien el cabo de la ancha estaca. Cualquiera hubiese dicho que se quemaba con tanto lucero que llevaba encima. Brillaba como un sol de noche. La dama, oliendo a chocolate, con un lazo azul colgándole de la diadema, asomó, y para que no se arrastrara el vestido blanco incrustado de rosas de la Cenicienta, dos pajes –Luisenrique, Enriqueluis – le sostenían el vuelo de la falda.

“Toma”, dijo el caballero Pico con ademan inmodesto. La dama Sarita tomó la jalea: masticaba sonriendo. “¿Te vas a quedar a jugar?” “No, me voy de viaje”. Sacó la moneda de plata y sus destellos reflejaron muchas chispas en los ojos de Sarita. “Fíjate en el águila, parece que se va a caer.” Sarita vio que de veras se cayó y, como Pico, empezó a carcajearse, se enojó y ya estaba llorando. El caballero Pico, Pacón, Pacotón, Pacotito, pidió disculpas, pidió perdón… “¡Vamos a jugar… vamos a jugar…!” Dio la primera voltereta, bailo una rumba seca tará, tará, tara; Pico  le pegó a Pico, el payaso cayó al suelo con su cara de bobo, llovieron serpentinas y amainó el mal tiempo. Las carcajadas, tú buscas, yo me escondo, aquí vivimos, tu eres mamá, yo soy papá, me voy a trabajar, tú cuidas al nene, ya es de noche, vamos a dormir…

Cuando la mamá de Sarita bajó con los refrescos, apenas pudo abrirse paso entre la oscuridad  del hogar en que el sol dormía con su propia luz. Los esposos salieron de debajo de la cama donde, por más que hicieron, no lograron pescar la araña de los ojos azules. Paquito no tuvo sed y se despidió porque su mamá le había dicho que no se tardara. Comedido, cruzó la sala, abrió la puerta, salió y la cerró con el único e indispensable clic. Ya en la calle pensó por dónde tenía que irse y todavía seguía Sarita “tú eres el papá, tú vas arriba, dime secretos, di qué bueno”. De repente sintió hambre, y a trote llegó a la avenida. Se detuvo a esperar un camión. Pasó y corrió parejas con él, haciendo ruidos motrices con la boca hasta que una falla imprevista lo hizo aterrizar de panzazo, barriendo poco más de un metro de acera. Se levantó asustado, lamentando haber quedado en ridículo ante su público. Pero un público noble aplaude a su  ídolo en cualquier circunstancia. No faltó quien dijera “safe”; a ese hubo que mentarle la madre. A la entrada de la casa tomó una bocanada de aire; intentó limpiarse la ropa y empujó la puerta. Niño bueno, el paso cortito, desfiló a la cocina.

– Ya te he dicho, Paquito, que no me gusta que tomes las cosas sin mi consentimiento. ¡Pídelas! ¡Pídelas! ¿Cuándo vas a entender?

– ¿Por qué, mamá?

– ¿Por qué será? Mira cómo tienes la camisa manchada de mango.

– ¿La camisa?

– Eres grosero, mentiroso, flojo y vago. Te portas muy mal. Ya no sabemos qué hacer contigo. Tu papá…

(Playa, playera, playón. Pescado, pescados del cielo, del agua, de agua canicas del agua de agua la boca ¡qué sed! ¡Qué seda del mar! ¿Me dejarás pasar?, con todas tus hijas menos la de atrás… ¡atrás! Sara ara tara mara rara sala salón sol de noche pu pu el tren laralá laralá la lá la…)

¿Me entendiste, Paquito? – recalcó la mamá. Bien mordida la risa, el niño movió la cabeza. (sí que sí) (sí que sí). Serio, serión, seriote –empezó a portarse bien- destapó la caja de recortes de caricaturas y vació sus bolsas. Sacó la moneda de plata, y en lo más hondo de su calcetín izquierdo encontró la otra.

– ¡Anda, lávate las manos y ven a comer! ¿Me oyes? Paquito, he dicho que…

– Sí, sí, mamá, ya voy.

– A ver las manos. La mugre eterna. Ni raspando se quita. Te ríes como si fuera chiste.

Se apagó el rostro por fuera y se quedó encendido por dentro.

– Mamá, ¿y mi abuelita?

– No sé. ¡Come!

Comía y organizaba las migajas del pan. Formó dos largas hileras.

– Mamá, ¿a ti te gusta el mar? En el extremo de las hileras paró un barco de migajón.

– ¡Mastica más despacio, te vas a atragantar!

Al fin localizó la hormiga que buscaba y estiró la cuchara con la mano para ponérsela al paso. La hormiga subió y, cuando bajó, se encontró en el pasillo de las golosinas. Alimento para un siglo. Pero cuando empezó a transmitir la noticia y se acomodaba para morder la primera migaja, el monstruo de la uña la empujó en medio “camina, camina, camina”; tenía que caminar en el centro de la valla, pero el imán de las golosinas desviaba su ruta. “Por aquí, por aquí, chiquita”, la encarrilaba de nuevo. Voló el barco y empezó a planear amenazante. Al pasar justamente sobre la hormiga sonó el cañonazo y, ¡pas!, el mundo la aplastó.

– ¿Conoces los pescados del cielo? Cuando yo sea grande voy a ser marinero.

– ¡Come y calla!

El marinerito bogaba en el río

cantaba en el río,

reía en el río.

El marinerito pescaba la plata del agua del río.

– ¿Tienes tarea?

– No

– Mañana que hable con la maestra veré si es cierto.

– Bueno… sí tengo.

“La República Mexicana está…”. Apoyó el lápiz y empezó a reconstruir el barco de las historietas: trazó el casco, el mástil, los bordes y las sogas aéreas. En el frente escribió: “Pico”. Le va a gustar a Sara.

Sarita dice: Pico, Pico, Pico, dame tu medalla. Pico, toma este caramelo. Pico, siéntate conmigo. Los pasos de mamá en el pasillo. “La República Mexicana está situada… está situada”.

– ¿Ya terminaste?

– ¡Ya!

– Pues baña al perro.

La República. Laa República. Laaa República. Ven acá Firu, Firuzo, Firucito. ¡Mira qué dientes! Te los voy a lavar. ¿Sabes que me voy a Playa Azul? A ti también te traeré luceros, no te pongas triste.

– Ahí está. Anda, báñalo.

– Ya vino papá… ¡¡¡Papá!!! Espérame, Firuzo. Cuando vuelva te digo el resto. ¡Papá, papacito! – Abraza y besa a su padre.

– ¿Cómo te portaste hoy?

– Bien

– ¿Y por qué dice tu mamá que no? El domingo no hay cine. No saldrás en todo el día. Te pondrás al día en tus tareas.

El que acusa se va al infierno… también el que miente; y el que desobedece, el que pega, el ocioso, el travieso, el que no estudia, el que refunfuña cuando lo castigan; el que come mucho, el que es melindroso; el que ensucia su ropa, el que no quiere mudarse porque va a chapotear lodo; el que se moja en la lluvia, el que no se baña; el que se rasca la tripa, el que tarda en el excusado; el que no reza, el que insulta; el que oye la conversación de las personas mayores, el que pregunta cosas de las niñas; el que ríe, el que llora; el que es cobarde, el que pelea; el que tiene miedo a los espantos, el que se orina en la noche… ¡Ruega por nosotros!

Paquito volvió a bajar la cabeza y se mordió los labios. Su papá fue al comedor. Él secó sus lágrimas y llenó la cubeta de agua. Agarró a Firuzo de una oreja. Hoy te voy a bañar con jabón de olor, y después te voy a envolver para que no sientas frío en la noche. ¿Sabes que hay brujas en el callejón? A ver tus dientes. ¡Aaay, pobres brujas! ¿Puedes llevarme hasta el patio? ¡Arre! ¡Arre! ¡Pobrecito! No sacudas el agua, que me mojas. Ja, Ja, Ja, no te gusta, puerco. ¡Espérate! Cierra los ojos que va el jabón. ¡Aaah! Tú ves en la oscuridad. Entonces puedes ser el sol de noche. Firuzón paró las orejas.

– Esto no puede seguir así. Vengo cansado del trabajo, lleno de aceite, hambriento, con ganas de descansar, y me recibes con tu cara de mártir.

– ¿Qué? ¿Crees que me paso el día echada en la cama? ¿Que no cansa atender la casa? Estoy enferma. No puedo tener otra cara. Lo que pasa…

– No pasa nada. Nunca has sido ni buena mujer, ni buena madre, ni buena ama de casa. ¡No sirves para nada!

– No, claro que no. Ahora no, pero ¿qué tal hace diez años? “Reina, mi vida, dulce, amor”, y mil palabras de esas que parece que se te han olvidado. No te cansabas, a todas horas “amor, amor.” Todo te parecía bien. Hoy todo te parece mal. He envejecido en tus brazos. Tú en cambio te crees un muchacho.

– No me creo: aún soy joven y fuerte.

Firu ladra y Paquito le abraza el hocico. “Ven, vamos”. El niño asoma la cabeza en el comedor.

– Ve a jugar a la sala, hijo – le indicó su madre cariñosamente, enjugándose los ojos con la servilleta.

–Le dio su papa un mango.

– ¿Ya ves? Tú lo consientes y luego te quejas.

-¿Y qué? ¿Acaso no es mi hijo?

– Eso digo yo.

En la sala empezaron a correr los automóviles pitando aparatosamente. El perro perseguía correteando al ladrón. Luchaba Tarzán con el león hasta dejarlo bien muerto. A las 7. En la esquina del Roble. Silencio sepulcral en la selva, en la ciudad, en el mundo de la casa. Ya había entrado la noche por todos lados.

“¡¡Mamá, voy a dormir!!”. “Sí, buenas noches, hijo”, -contestó la voz fláccida de mamá. “A las 7, Firu”. Abrazó al perro y lo sacó al patio.

– ¡¡¡Van a dar la siete, vas a llegar tarde a la escuela, Paquito!!!

Una toalla húmeda en la cara. Una peinada sin espejo y al suelo todo.

Desayuna rápidamente. Las galletas quedan envueltas con el plano.

¡¡¡El plano!!! Un beso de papá en la frente. Adiós. Un beso a mamá en la mejilla, otro de ella. A la escuela más ansioso que nunca. “Ve si está bien tapada la caja de los tesoros”. ¿No se olvida el plano? No. ¿Nada? Nada. Mil y mil luceros. ¿Dónde voy a ponerlos? Mi medalla es muy chica, Sara. Es más grande un pescado del cielo que un lucero, tonta, vas a ver.

“¡¡Adiós mamá!! ¡¡Adiós y cuídate, hijo!!” Vino la voz del fondo de la casa.

¡Salte, Firulón! ¡A correr, van a dar las siete! En la esquina del Roble un policía espera el camión. ¡Guárdate, Firu! ¡Que no te vea! No mires a los que pasan. Nos pueden reconocer. ¡El plano! Toma una galleta. Me estoy orinando. Luis, ¿a qué hora llegas? Ven pronto. Enrique, ¿por qué tardas tanto? ¡¡Si no vienen nos vamos Firu!! Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… No vinieron. Vamos por esta raya del plano. En esta cruz está la línea del tren. El perro y el niño se perdieron al dar la vuelta a la esquina.

Luis llegó al Roble con una caja grande de cartón y Enrique con una brújula. Esperaron algunos minutos. Luego, nerviosos, aburridos (mentiroso, cobarde, nena) regresaron a sus casas diciendo que la maestra estuvo enferma.

Cuando Paquito le contestó al policía de la garita que se iba al mar a pescar luceros, el anciano guardián de La Amapola le asestó un par de coscorrones en la coronilla. “Toma tu mar”, “toma tu mar”. Se lo entregaron a su padre en las propias manos, duras como tablas. Total estaba paseando con Firuzo. Buscaba unas flores, algo así como piñas del tamaño del dedo gordo de Paquito –no todo el dedo, nada más la parte de la uña – que únicamente se dan por ahí, por el rumbo de la caseta de La Amapola. Nos dijeron que teníamos que llevar de esas flores a la escuela y como tenía miedo le dije a Firuzón que me acompañara. El policía no me preguntó nada; me vio y me pescó de la oreja y ¡jala!

Luis y Enrique (todavía no muy contentos porque estuvieron puntuales en El Roble y después de esperar mucho tiempo pues, ni remedio, se regresaron. Además Luis tenía un poco de temperatura y la gente muy metiche no dejaba de fisgarlos. Enrique sí hubiese ido solo, pero no iba a dejar así nomás a Luisín…) oyeron por compromiso lo que Paquito les contó del mar. Nada era interesante, todo lo habían visto cuando los llevó el amigo marinero – el de la mano de gancho que Paquito no conocía –, hasta los pedazos de arco iris que los pescadores llevaban a vender a la playa… Lo que no le perdonaron fue que todos los luceros se los haya dado a “esa Sara…”

RAÚL RENÁN

Continuará la próxima semana…

 

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