Los «Extraños»

By on diciembre 27, 2018

Hay gente mala haciendo cosas buenas,

hay gente buena haciendo cosas malas,

pero la que realmente me preocupa,

es aquella gente que no hace algo.

Kikirikiii, Kikirikiii.

Era el sonido que estaba esperando para abrir los ojos y ponerme de pie.

Estaba emocionado. No todos los días eran así de especiales. Salí corriendo rumbo a la capilla. Tenía que ser el primero en ver a los “Extraños”. Mi mamá los llamaba así, aunque para mí eran “los señores de los regalos”.

—¡Chiquito, adónde vas!—. Mi mamá aventó el grito al cielo al ver que salía volando de mi hogar.

—Ahora vuelvo, mamita. ¡Hoy es el día!

Mi mamá no dijo nada. Bueno: sí dijo algunas cosas, pero no son vocablos permitidos para un niño de escasos 10 años, así que dejémoslo en que no estaba contenta de verme partir.

Me dolían mucho los pies. El sol, a pesar de ser diciembre, calentaba mucho las piedras de la calle. Corrí, qué se yo, unas 20 cuadras, hasta que por fín llegué a mi destino.

En punto de las ocho de la mañana, parado en la puerta de la capilla, vi llegar los autos de los extraños. Igual que el año pasado, o hace dos años —bueno, creo que toda mi vida los he visto llegar, cargados a reventar de cosas—, comenzaron a bajar cajas de mercancía, ropa y peluches.

En la capilla esperaban cerca de 60 “abuelitos”. Iniciaron entonces las actividades que tenían ya preparadas para ellos con un sabroso desayuno.

Debo confesar que me acerqué a ofrecer mi ayuda y la respuesta fue un delicioso plato de comida —mejor respuesta, ¡imposible!—. Tenía mucha hambre. Sin embargo, tan solo tomé un pan y lo demás se lo regalé a otro niño en cuya miraba observé que tenía más hambre que yo.

Terminado el desayuno, los “abuelitos” fueron conducidos hacia la capilla para la misa. La parroquia de San Antonio de Padua sirvió de templo para escuchar al sacerdote durante cerca de 60 minutos. No entré a la iglesia, permanecí sentado en la banqueta de enfrente, observando como todos corrían, daban vueltas y preparaban unos regalitos que al finalizar les entregaron a los presentes.

Inmerso en mi mente, pensando en la “inmortalidad del cangrejo” —como dice mi mamá—, no quitaba la mirada de la capilla y pues, como buen niño, algo llamó mi atención.

—¿En serio, unos peluches para unos viejitos?

La pregunta en mi cabeza obtuvo respuesta instantes después, al observar la mezcla de lágrimas y sonrisas de los abuelitos al recibir los presentes de los extraños.

—¡Muchas gracias! —exclamaban, mientras los extraños los abrazaban y apapachaban. Observé sonrisas en cada uno de ellos, amplias sonrisas en aquellos rostros que reflejaban soledad hacía unos instantes. Entendí entonces que ¡los abuelitos son como niños!

De pronto, los extraños abordaron sus vehículos. El último, el más despistado de ellos, apenas salía corriendo.

Cuando se acercó, logré verle el rostro: él no era un extraño.

Inmediatamente saqué de la bolsa de mi pantaloncillo un viejo trompo, se lo enseñé, sosteniéndolo ante sus ojos.

Su ojos se llenaron de lágrimas, esbozó una cálida sonrisa, me abrazó y me invitó a subir a su vehículo.

—¿Ya desayunaste?

—No, pero no tengo mucha hambre —respondí mintiendo, porque realmente las tripas de mi panza chillaban vorazmente. Por su sonrisa, entendí que no era el único que las escuchaba.

El vehículo se detuvo en un puesto ambulante de comida tradicional dominguera. Me invitó a bajar, pidió y comimos un par de tortas. Mis tripas se calmaron, pero mi curiosidad no.

—Señor, ¿por qué trae juguetes y regalos a personas que no conoce? Igual y nunca los volverá a ver o, peor aún, no se lo agradecerán, ni se acordarán de usted.

El “extraño” mantuvo el silencio y la mirada fija en el horizonte. Lentamente volvió sus ojos hacia mí.

—Me llamo José Och. Para mis amigos, como lo eres tú, soy Pepe. Llámame Pepe. Tú te acordaste de mí, ¿cierto?

—¡Cómo olvidarlo, Señor! Usted no solo me dio un regalo; me dio esperanza y felicidad.

Después de que dije esto Pepe, como yo, tenía algo en la garganta difícil de pasar.

Abordamos el coche. Se instaló entre nosotros un silencio lleno de paz. Pepe me revolvió el cabello y detuvo el auto. Habíamos llegado a nuestro destino.

No tuvo que darme instrucción alguna. Había entendido la lección.

Pudimos observar cerca de quinientos niños ya esperando, algunos con sus mamás; todos abarrotaban el lugar.

—¡Vamos, chamaco! Que hay muchos juguetes que entregar.

Fue un trabajo duro, pero los “Extraños”, con un ayudante adicional, lo hicieron de nuevo: no hubo persona alguna que se fuera con las manos vacías.

Este año fue diferente, y no lo digo por tener un par de tenis, juguetes y ropa para mí y para mi mamá, sino porque pude ponerme en los zapatos de los “Extraños”.

Logré entender que hay gente que da todo, que sacrifica muchas cosas y, lo más importante, que no espera nada a cambio.

Isaías Solís Aranda

yahves@gmail.com

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