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La Ripiosa Conducta de Don Gabo
XIX
LA RIPIOSA CONDUCTA DE DON GABO
Don Gabo recibió el manuscrito que recién le había yo enviado y lo guardó en su bolsillo. A los pocos días nos encontramos en el viejo bar de Chemas. Del tambache de periódicos y revistas que siempre llevaba bajo el brazo, extrajo mi pequeño ensayo y me lo devolvió.
-Pero, don Gabo… ¿Por qué me lo regresa?
-Impublicable- me respondió con los ojos enrojecidos-. Simplemente impublicable.
Se trataba de un comentario a un libro del Dr. Lindstromm, sueco para más señas. Su trabajo aludía a la cuestión de las minorías eróticas, pero no sólo se refería a ellas sino que elogiaba su conducta y pedía justicia y equidad para sus integrantes. Una suerte de codex degeneratus, de habeas corpus para cobijar a tristes y humanos fornicantes, muchos consagrados al pecado nefando.
Don Gabo, responsable de la revista cultural del periódico, me rechazaba aquel inocuo comentario.
Me disgusté y no dije nada. Pedí mi cerveza y compartí la solitaria barandilla con don Gabo, bebedor generoso de una caja diaria de veinticinco cervezas obscuras.
Yo conocía la conducta ripiosa de don Gabo, pero no me esperaba que impugnara mi escrito, un comentario crítico que ciertamente nada tenía de mala influencia en una sociedad como la nuestra, usada a la hipocresía y a la ostentación de las buenas costumbres. Pero don Gabo era implacable en cuestiones sexuales y acaso tuviera razón: la esposa lo había infamado con su mejor amigo, y dos de sus hermanos practicaban la sodomía.
A la sexta o séptima cerveza ya estaba borracho (como todos los días).
Pronunciaba incoherencias y desdeñaba las chanzas que no fueran las suyas.
Era un excelente repentista: el alcohol exacerbaba sus sentidos histriónicos. Hablaba, ya ebrio, con un dejo cantinflesco muy sui generis.
Hablaba, hablaba todo el tiempo, hablaba consigo mismo, y nada decía, nada inteligible.
Por las navidades bebía tequila y ron y acababa tan borracho que era necesario llamar un taxi para que lo llevara a casa. Allí su madre lo recibía, lo arropaba y lo ponía a dormir. El padre (un hombre de noventa y tantos años) lo reprendía como se reprende a un chico que ha cometido una travesura.
Dormía a pierna suelta don Gabo, y solía levantarse con el primer sol, para darse una ducha, rasurarse y tomar un desayuno extremadamente frugal consistente en un huevo tibio, una tostada (no el totopo de Jolopo) y café, mucho café, para ayudar a combatir la resaca.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…
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