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La Puerta (XX)
XX
“La casa de mi Padre tiene muchas moradas…”
Chuck se acercó a Muraki y tiernamente la tomó entre sus brazos.
Muraki se asomó en sus ojos y le comunicó:
“Nunca pretendí actuar como han pensado, Chuck. Fue mi deseo que la Humanidad se mereciera una nueva oportunidad, independientemente de lo mal que hubiéramos actuado todos aquellos que influimos en su evolución.”
Las lágrimas escurrían por el rostro del anciano, enternecido y subyugado por las imágenes que danzaban en su cerebro, comunicadas telepáticamente por la desfalleciente anunnaki.
Una última imagen se fijó en la mente del anciano.
Con un suspiro, Muraki expiró.
León estaba desquiciado, eso le había quedado muy claro a Chuck. Era necesario que comprara tiempo mientras pensaba en una salida de este aprieto.
A un lado de León, Carlos Robertos parecía drogado: el salto interespacial lo había mareado.
“Finalmente se murió ese parásito,” rugió León. “Ahora platiquemos tú y yo, anciano. Dime cómo llegaste a dar aquí, en la encrucijada de los Tiempos, en el amanecer de los Hombres.”
Chuck depositó lentamente el cuerpo de la anunnaki en el suelo, retirándole uno de sus pendientes; mientras le cerraba los ojos, deslizó su mano a uno de los bolsillos y retiró algo.
“Entiendo que tú eres León Carballal,” comenzó diciendo Chuck, mientras observaba la ondulación que se comenzaba a dibujar en el espacio a espaldas del asesino. “Fui amigo de tu padre. Compartimos notas de nuestras investigaciones. Ciertamente, tú no eres digno de llamarse su hijo: él jamás hubiera condonado lo que has hecho.”
Con sorna, León contestó: “Mi padre nunca comprendió que a veces es necesario ofrecer sangre a los Dioses del Universo para comunicarse con ellos. Para abrir un portal, nada mejor que la sangre, y si es de tus enemigos, aún mejor.”
“¿Pero no te das cuenta, León: en el Universo todos necesitamos de todos para evolucionar? ¿Que algunos llevan ventaja tan solo porque tienen mayor tiempo que nuestra raza, pero que inexorablemente habremos de alcanzarlos?”
Chuck, lentamente, se irguió y dio unos vacilantes pasos hacia León.
Carlos sacudió la cabeza: empezaba a recobrar la consciencia.
“Quieto, anciano, que no quisiera verter tu sangre, a menos que eso me trajera algún beneficio,” dijo León, mientras daba unos pasos laterales, empuñando la daga ceremonial.
En la mente de Chuck, como mantra, se repetía: “No conoce gentes ni tierra: Vestido va como Sumuqan. Con las gacelas pasta en las hierbas, con las bestias salvajes se apretuja en las aguadas, con las criaturas pululantes su corazón se deleita en el agua.”
Levantando las manos, dijo: “Aquí, en el umbral de nuestro triunfo total, se halla también la semilla de nuestra destrucción. ¿Te puedo confesar algo, León? Hasta antes de este momento, mi terror era absoluto, como mi incertidumbre.”
“Por lo que veo, el lugar donde nos encontramos no encontró en ti una manera de reaccionar e impulsarte. Pienso que vio lo que habita en tu mente, y se cerró. Estás atrapado, León, y necesitas de mí para escapar de este sitio. Tus planes no están saliendo como los pensaste.”
El mantra se repetía en un ciclo continuo en la mente del americano. Con cada repetición, la ondulación mostraba cada vez más lo que parecía el contorno de un rectángulo.
Los ojos de León se fueron llenando de sangre.
Empuñando el cuchillo, tensó los músculos y se lanzó sobre Chuck.
Carlos se interpuso entre ambos. Gruñendo, le dio un fuerte empujón que hizo perder el equilibrio a León.
Chuck tomó la mano de Carlos y lo dirigió al rectángulo luminoso que se percibía perfectamente delineado donde había estado León.
Ambos lo cruzaron, mientras escuchaban el desgarrador grito de León: finalmente comprendió que había sido burlado y se quedaría encerrado en esa antesala por el resto de sus días.
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Al otro lado del umbral, Carlos era nuevamente humano, y Chuck se había convertido en un ser de luz. Ambos habían evolucionado.
“Lucía,” fue el primer pensamiento que llenó la mente de Carlos.
La presencia que alguna vez fue Chuck se dirigió a él: “Carlos, debes regresar a nuestro mundo. Veo que mis amigos están en manos de los reptilianos, y necesitan de tu ayuda.”
“Extiende tu mano.”
Con temor, Carlos hizo lo que le fue indicado. En la palma de su mano se materializó un objeto hexagonal, y un arete en forma de lágrima.
“Introduce el arete en el centro del hexágono cuando estés listo. Una nave anunnaki registrará tu llamada y vendrá en tu rescate.”
“Presta atención: ahora implantaré en tu mente un breve recuento de lo que ha sucedido, e información que permitirá a mis amigos enfrentar el peligro que los acecha. Deja que los anunnaki lean esto que te comparto.”
Imágenes llenaron la cabeza de Carlos.
Al finalizar la transferencia, preguntó: “¿No vendrás conmigo? ¿Qué he de decirle a tu sobrina?”
En su mente se dibujó la respuesta que entregaría a Vera: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas, y en cada una hay una puerta…”
El ente de luz emprendió el vuelo hacia las alturas.
Carlos sonrió y dijo: “Algún día nos veremos.”
Introdujo el arete al hexágono, y se dispuso a esperar su transporte a la Tierra.
Alpaso
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