A la Búsqueda de un Fantasma

By on junio 11, 2017

A la Búsqueda de un Fantasma

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía un tal Pedro Páramo”

Juan Rulfo

Este día pudo ser diferente: quedarme en casa, girando alrededor de mi micro universo, con sus miserias, problemas, proyectos, sueños, ideas, pensamientos, miedos, incertidumbres que me empujan o me orillan al abismo del infierno personal, todo en micro.

Encerrado en mí mismo, sin que piense o imagine la vida de los demás allá afuera, más allá de las paredes que contienen esta atmósfera, sin que suponga la intensa vitalidad que se expande en todos los sentidos.

Pero fue diferente.

Esta es la crónica.

Fui en la búsqueda de un fantasma.

Ahora sé que es la pesquisa del pasado, de lo intangible y de lo que una vez formó parte de nuestro mundo y del paisaje citadino.

A las once de la mañana de un sábado estoy vagando por las calles 64 D y 64 diagonal entre 93 y 95, cercanas, colindantes al Cementerio General, preguntando por El Marqués. ¿Por qué empecé buscando por aquí? Un antiguo trabajador municipal, hoy jubilado y franelero en el mercado de Santiago me orientó para indagar y preguntar.

Placa alusiva a la esquina de La Amapola.

Placa alusiva a la esquina de La Amapola.

En estas calles viven personas que se han forjado un patrimonio propio con esfuerzo y trabajo diario, en medio de las adversidades habidas y por haber. Es un sector popular, relativamente cercano a Xcalachén, referencia cardinal de la chicharronería y los buches rellenos de antología, los que aún recordamos. Sobre un plano cartográfico, la calle 95 avanza hacia el oriente y parece la vieja cicatriz de los límites de la ciudad. Es una arteria con esclerosis. Cerca de allí se localizan viejas panaderías como “La Nueva ticuleña”. Un vendedor ambulante en triciclo pasa exclamando a todo pulmón: “fruta frescaaaaa, papaas, tomateeee y cebollaaaaa”. una familia prepara en el jardín de su casa una cochinita: sobre una mesa están el cuadrángulo de la lata galvanizada, las piernas del cerdo, y los recados, todo esto en medio de la plática de los nietos y la abuela, que vigila paso a paso el proceso de elaboración.

Esta es la Mérida con la que me quedo por siempre, la entrañable, la de barrio, colonia y calle.

En la calle 64 Diagonal viven por lo menos dos Gonzalos: uno es hermano de una señora que, a la sombra de un flamboyán, tiene una mesita con atados de flores y algunas blusas en venta; ella desconocía al tal Marqués, pero me indicó preguntar por otro trabajador también Gonzalo, también trabajador del Cementerio, de apellido Uc. Me recibe su hijo quien, con mucho tacto, me pregunta quién soy y por qué busco al que no encuentro aún. Le explico.

Él me indica que su padre trabaja en el cementerio y quizá lo haya conocido. “Ahí viene.” “Cheto”, le llama a gritos, “Ven aquí, ¿conociste al Marqués?” “Síiiii, ya murió”, responde.

Gonzalo Uc dice que el Marqués hacía trabajos extras, pero que se enfermó y un familiar se lo llevó a la Emiliano Zapata. Me dijo que el nombre de El Marqués era Martín, y recordó una anécdota: “Me contó que por lo menos había tenido diez bicicletas o más. Como su trabajo era dar mantenimiento a las estatuas o monumentos que están sobre un pedestal, muy confiado como era dejaba o aparcaba la bicicleta y subía a trabajar. Mientras tanto, los ladrones de bicicletas se llevaban la suya. Muchas veces se daba cuenta, pero el instinto de supervivencia y la manera como valoraba su vida eran más importantes: no iba a tirarse de lo alto para recuperar la bicla. Así que mejor dejaba hacer, que ya luego conseguiría otra.”

“Quizá le conocieron los viejos sepultureros. Aún quedan algunos.”

Me indica dónde buscar y a quién preguntar en el Cementerio General, donde antaño estuvo la estancia ganadera san Antonio XCoholte, del camino Real a Campeche, nombre de la ex hacienda y del que Daniel Ayala Pérez escribió el poema sinfónico “Uchben Xcoholté”, un Viejo Cementerio.

En la parte posterior de la casona, la casa principal, las actuales oficinas del cementerio, se ubica el depósito de agua. Al pie de él hay un espacio circular asignado a los sepultureros, pero ellos se reúnen y esperan en las bancas y sobre las tumbas que hay en los alrededores. Este espacio es donde se oficia la misa de Fieles Difuntos en noviembre. Allí encontré a don Gabriel Espínola Balam, quién me refirió que conoció al Marqués, que solo atendía la rotonda de los socialistas ilustres, el monumento de Alma Reed, y el busto donde fusilaron a Felipe Carrillo Puerto. Fue trabajador del Ayuntamiento. Me dice que El Marqués se llamó en vida Feliciano o Félix Hernández. El Marqués está enterrado en Xoclán.

 “Vamos a ver al Señor Valencia”, me dice. Caminamos hasta la base del depósito de agua; es un lugar donde se guardan implementos de trabajo y objetos personales de los trabajadores del cementerio. Del cuarto circular emerge un  vaho húmedo, un olor a flores mustias y a tierra removida. Sale el Sr. Ángel Valencia y me indica que El Marqués se llamó en vida Félix Hernández, y que vivió cerca del bar “El Chinchorro”, en la 74 por 85 y 87. No saben más de él. Encamino mis pasos hacia la dirección recibida.

En este predio vivió la familia Hernández Esquivel.

En este predio vivió la familia Hernández Esquivel.

Por estas calles hay dos puntos de referencia, uno es el lugar donde se expendía petróleo o gas morado: “Los Flamboyanes”. Pregunto por el Zurdo Quintal. En “El Chinchorro” aún no es hora de abrir. El Zurdo está sentando, leyendo un medio impreso, esperando que traigan los ingredientes para las botanas. Acaba de terminar de hacer la limpieza. Abre la reja y me indica dónde vivió El Marqués. Actualmente las casas están dadas en renta. Me informa que la hija del Marqués acaba de morir: “Tiene dos semanas”. Me informa que cerca de allí vive Fausto Correa, compadre de Rudy, el hijo del Marqués. “Son compadres y trabajan la fotografía.”

Acudo allí y, efectivamente, el parentesco es cierto. “Rudy estuvo en la mañana por aquí”. Fausto se dedica a la fotografía particular: fiestas infantiles, quince años, bodas. Recuerda al Marqués porque era ampáyer de la Liga Yucatán, “cuando éramos chavos”· Dice que El Marqués murió hace cuatro años y, aún a la edad avanzada que tenía, montaba su bicicleta. “Vivía por Tahdzibichén y desde ahí venía para acá. Era una persona fuerte y eso con los años que tenía encima.” Me da el número del teléfono de Rudy, y desando el camino. Entonces espero al camión que va al Centro en la esquina de La Amapola.

José Rodolfo Hernández Esquivel

José Rodolfo Hernández Esquivel

Esta es la otra referencia. Unos vecinos me dijeron que para llegar al Chinchorro me orientara usando la esquina de la cocina económica La Amapola, pero yo dije, y a la vez pregunté – una perogrullada–: “¿El molino?” “No, la cocina económica”, me corrigieron.

En realidad, la esquina debe su nombre al molino y a la tortillería. El lugar pertenece a don Efrén Mena, alias “Chon”. El lugar actualmente solo es reminiscencia de lo que un día fue: una mesa alta, una lámpara que es recuerdo de un fin de curso escolar, muebles con periódicos viejos, una mesa de plástico, un refresco de cola recién destapado, un sofá mullido y desvencijado. Aún se percibe un distante y espectral olor a nixtamal. Las paredes y techos están ennegrecidos por el humo de la hoy inexistente máquina de tortillas.

En medio del cuarto está “Chirimole”, un perro mestizo atigrado. Entro al lugar y el perro se acerca. Don Chon le ordena: “Ándate por ahí, salte”, pero el perro se echa en medio del cuarto. Le pregunto al señor Mena a qué se debe la fama del lugar, ya que los camiones de la ruta dicen “66 Amapola”. “Principalmente porque aquí daba vuelta el camión y regresaba al Centro; luego se amplió la ruta y la daba en la glorieta del cementerio, y luego en la Base Aérea”, responde. Me explica que la entrada al cementerio no es la de la 66, sino la de la 81 A.

A don Rudy le encuentro en el Sindicato de Fotógrafos, en el circuito oriente, frente al estadio Carlos Iturralde. Le miro y escudriño en el pasado. Lo hallo como encargado de aquella empresa – Magicolor – dedicada al rubro de la fotografía, frente a la iglesia de Monjas, y por el Centenario, como responsable de la sala de recepciones del sindicato. Tantas veces que le vi, que pasé junto a él, y no se me ocurrió o no pude imaginar que era el hijo de El Marqués. Don Rudy, como todos le conocen, es fotógrafo de bodas, quince años y bautizos. “Me ocupo, y mis especialidades son la fotografía y el video digital”. Tiene que ser. A fuerzas.

Su nombre completo es José Rodolfo Hernández Esquivel. Es hijo de Félix Octavio Hernández, El Marqués. Entonces sostenemos una de las conversaciones más enternecedoras y desbordada de sentimientos  que yo recuerde.

Datos, anécdotas, inventario de los trabajos y los días en la vida de nuestro biografiado, hechos vivenciales de un padre e hijo. El padre que parece y desaparece en el mundo y de la vida de los adultos, de las batallas del día a día, de la sobrevivencia y la subsistencia diaria. Cada quien por su lado, pero nunca perdiendo el contacto ni la comunicación. “Yo soy hijo de su primera familia. Mi madre se llamó María Jesús Esquivel. Hace 25 años que falleció.”

Globo terráqueo que adorna el Parque Hundido de Poniente. Cortesía de la familia Hernández Loría.

Globo terráqueo que adorna el Parque Hundido de Poniente. Cortesía de la familia Hernández Loría.

El Marqués fue un impulsor del deporte en el barrio bravo de San Sebastián. “Ahí hizo un tablero con luces. Creo que fue el primero que hubo en la ciudad”. Mucho antes que existieran las Ligas Yucatán y la Fernando Valenzuela, El Marqués impulsó los campeonatos de béisbol en San Sebastián, y de ahí surgieron figuras como Justo Martínez, Pedro Coronado, etc., personas que luego destacaron en las ligas del Estado. Impulsó también el ciclismo, siendo don Rudy ejemplo de ello.

“Mi padre era un hombre culto: podía hablar con usted del tema que quisiera porque siempre estaba leyendo,  siempre informándose. Tuvo una de las mejores colecciones de música. Sus intérpretes favoritos eran Pedro Infante y Jorge Negrete, e incluso visualizaba quién podía tener éxito y quién no. Una vez llegó con un disco de La Sonora Dinamita, un disco de 75 RPM. Mis tíos, más dados a la bachata, despreciaban la cumbia y le decían ‘¿Oye, ¿quiénes son esos? No sirven’. Ya ve usted a la vuelta del tiempo quiénes son La Sonora Dinamita, y cuántos grupos o Sonoras se han derivado de ellos”. En este sentido se puede decir que fue un visionario en cuanto a su gusto musical.

Y también hablamos de la libreta, la famosa libreta con recortes de las festividades y celebraciones cívicas de la ciudad.

Una obra de El Marqués. Foto cortesía de la familia Hernández Loría.

Una obra de El Marqués. Foto cortesía de la familia Hernández Loría.

Del rumbo del Chinchorro me dice que aún lo frecuenta, porque es el rumbo de la familia. “Hace dos semanas murió mi hermana Lilia María Hernández.” Todos los que viven en esa calle son sus parientes: el Zurdo Quintal, Fausto, las personas a las que acudí en primera instancia son sus compadres y primos. De ese rumbo sansebastianero recuerda que había unos corrales donde se descargaban cerdos. Ellos, niños cómo eran, en ambiente de fiesta arreaban la piara hasta el matadero, el rastro que estuvo en donde en la actualidad se levanta hoy un supermercado sobre la Avenida Itzáes.

Don Rudy nunca ha perdido el orgullo de ser hijo de quien es, y siempre ha tenido al Marqués como un héroe, como la figura a seguir en todos los aspectos, principalmente en cuanto a su incansable vida laboral. Aún se maravilla de sus manos hábiles para dar forma a cuanta escultura había que hacer, a cuanta piedra había que esculpir, a dar forma al concreto. “Con su escorfina labraba piedras y muestra de su arte son algunas de las placas que hay en Santa Lucía. Con su pincel repintaba para destacar las placas piedra que hay en el Centenario”. Para dar el acabado de granito hacían trucos: “lo hacíamos con alimento granulado que sirve para alimentar gallinas, comida que se le da a las aves para que den más peso”. Sacaban moldes con sosquil. Los atlantes de la Ermita. La Mestiza de la avenida Alemán. El Marqués fue ayudante de Rómulo Rozo.

A su mente acude y relaciona un hecho con el momento histórico universal en que el hombre llegó por vez primera a la Luna. Entonces adolescente, acompañaba a su padre a trabajar a la Ermita. Allí El Marqués diseñó las farolas y recuerda que en esa ocasión, mientras instalaba una de ellas, otro trabajador del Ayuntamiento subió el switch. El Marqués recibió una fuerte descarga eléctrica que le dejó inconsciente y pendiendo de la farola por una esclava de oro que tenía en la muñeca. La prenda, al romperse, hizo que El Marqués cayera al suelo. A consecuencia del golpe reaccionó. Entonces, como en muchas otras ocasiones, escapó de su hora definitiva.

Puede ser que nadie recuerde que un relámpago derribó la antorcha que sostenía en la mano Miguel Hidalgo y Costilla en el monumento hecho de tezontle que se halla en la glorieta donde se cruzan las avenidas Itzáes y Colón, frente al hospital Juárez. Pues El Marqués fue el encargado de reconstruirla, “y nadie nota que esa parte no sea del mismo material”.

El Marqués era insustituible. Aun cuando ya no trabajaba en el Ayuntamiento, le daban comisiones y trabajos para hacer esculturas. “Uno de sus últimos trabajos fueron los animalitos de concreto que hoy son los juegos infantiles en el parque de la Melitón Salazar”. Don Rudy me dice que El Marqués esculpió el monumento en forma de globo terráqueo que adorna el Parque Hundido de Poniente, por el Neuropsiquiátrico. Conserva una foto un tanto borrosa de la escultura y del autor. Ahí está con su nieto. Tratará de hallarla, pues la atesora en sus archivos, para prestármela e ilustrar la nota. En la familia la fotografía ocupa un lugar importante. “Yo no puedo ver una foto en el piso o tirada, para mí es un elemento testimonial muy valioso. Imagínese entonces aquellas en las que aparece mi padre”.

Félix Octavio Hernández, El Marqués, con sus nietos. Foto cortesía de la familia Hernández Loría.

Félix Octavio Hernández, El Marqués, con sus nietos. Foto cortesía de la familia Hernández Loría.

De las raíces del Marqués surgió este árbol que es don Rudy, y de las ramas han crecido los frutos: Rodolfo, Jesús Antonio, José Guadalupe y Denisse del Rosario, que han encontrado su propio camino como Químico Biólogo, integrante del Trío Cardenales, Ciclista y Asistente en una clínica privada, respectivamente. Ellos aportarán las semillas para continuar multiplicando la sangre y la memoria de Félix Hernández.

El Marqués nunca perdió contacto con la familia. Pero un día un presentimiento recorrió la sangre del hijo. Habían trascurrido tres días sin que supiera nada de él. Salió en su búsqueda y anduvo preguntando por su paradero. Recorrió los lugares que frecuentaba: talleres de bicicletas, parques, jardines. Por donde pasaba le decían que lo habían visto o que se acababa de ir.

-“Aquí estuvo”

-“Se acaba de ir”

-“Hace un momento le vi”

Así fue El Marqués: tenía el don, por su actividad y laboriosidad, de ser ubicuo.

Más tarde lo halló en la glorieta del Panteón Florido con su cubito de pintura, su brocha, la inseparable bicicleta. Él sentado, recostado sobre su espalda, como si estuviera descansando, pero en esta ocasión con las fuerzas menguadas, qué digo, la vida escapándosele para siempre.

Falleció el cinco de febrero de 2012, a los 91 años.

Don Rudy piensa que pudo vivir muchos años más, “pero la tristeza se lo llevó, la tristeza inconsolable de perder a su segunda esposa. Ya no tenía la voluntad ni el ímpetu de soportar el tremendo pesar. Apenas habían pasado dos meses de que había muerto la señora.”

Uno de los últimos trabajos de El Marqués, en el parque de la Melitón Salazar.

Uno de los últimos trabajos de El Marqués, en el parque de la Melitón Salazar.

Cuando recorro por mis propios medios la ciudad – a pie, o en camión urbano –, miro esas construcciones que sirven para recordar los hechos y a las personas. Me pregunto cuánto le hemos quedado a deber a El Marqués, si acaso no le debemos también un monolito a su memoria, a él, que hizo tanto por aquellas estatuas, bustos y monumentos. ¿Acaso no sería justo un bloque votivo para perpetuar su presencia?

Ahora, con tanta desmemoria desbordada – aunque hay contadas y verdaderas excepciones –, con tanta gente que llega de otras partes del país y para la cual Mérida cumple una función utilitaria. Con tantos amigos y personas que viven en la ciudad, pero a quienes les da lo mismo ser o estar, cuando no le dan la espalda, pues miran al norte y más allá al norte, Canal de Yucatán de por medio. Personas que se regodean de que existe un mundo feliz, un sueño americano, desinteresándose de todo cuanto sucede o pasa por la ciudad, de sus personas y personajes, de sus monumentos y plazas, del latir cotidiano de su gente, de las más sencillas y trabajadoras personas que atraviesan geografías, líneas de tiempo, momentos socio económicos y espirituales, de aquellos que aun así subsisten y viven para contarlo.

A pesar de todo habrá meridanos que, cuando todo esto acabe, aun estarán aquí para continuar viviendo y sosteniendo esta ciudad mediante la memoria colectiva, la lectura de su historia y su porvenir.

Yo, Juan, doy fe de ello.

Juan José Caamal Canul

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