Ensayos Profanos (XV)

By on agosto 16, 2018

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XV

EL BACILO DE KOCH EN LA LITERATURA

Desde los tiempos más remotos, el bacilo de Koch ha acompañado al hombre en su aventura terrestre. Así nos lo enseña la paleopatología. Sin embargo, las relaciones del uno con el otro, nunca fueron cordiales. El diminuto organismo, multiplicado por división amitósica que se repite miles de millones de veces con la velocidad de la luz, viene a ser en todo caso una partícula desprendida del antiquísimo original. No obstante su pequeñez, cargaba en el principio una virulencia impresionante. Su primer encuentro con el ser humano debió ser catastrófico. Guiado tan sólo por el instinto, pronto comprendió que los pulmones de algunos individuos constituían el ámbito ideal para su multiplicación y desarrollo. Y se ensañó en nosotros. Justo es aclarar que lo hizo irreflexiblemente, sin malicia, limitándose a cumplir con el papel que la naturaleza le había asignado en el ciclo vital. Las muertes ocasionadas por el contagio, que por su peligrosidad llegó a conocerse como la “peste blanca”, contaron millones. Con el correr de un tiempo largo y lleno de sucesos y después de prolongada convivencia, las relaciones de estos organismos atenuaron su tirantez. Pareció como si por fin se hubiese establecido entre las partes un tratado de paz mediante el cual el contacto con el germen resultase menos demoledor para el hombre. De seguir así las cosas, tal vez llegue el momento en que sea más fácil compartir la vida con éste, o con cualquier otro microbio, que con nuestros semejantes. Sobre todo con los del mismo oficio.

De acuerdo con el título impuesto a este ensayo, cabe averiguar cuáles son los puntos de enlace entre la literatura y la tuberculosis. Es una dificultosa empresa que no sé si podré cumplir a satisfacción; pero lo intentaré de todos modos.

Cuando innominado aun el bacilo ya horadaba los pulmones del australopiteco, la literatura andaba en veremos. Para entonces la corteza cerebral del protohombre era lisa como un plato y su agudeza intelectual tanto más que la de un dinosaurio o un iguanodonte. Por otro lado, la edad de la literatura es cosa incierta. No hay quien pueda demostrar que ya existía en la Mesopotamia entre los dos ríos padre y madre de nuestra cultura. Lo que tampoco se puede negar; porque seguramente en la época en que los sumerios, los asirios o los babilonios, llevaban a cabo sus incipientes tratos comerciales, ya habían revueltos en su masa hombres extrañamente afectados, como esas naranjas que se pudren en el naranjal lozano. Diferentes. En vez de trabajar como todos sobre la línea del marchante, se dedicaban a sondear el infinito. Ociosamente, con los ojos en blanco y una sonrisa enigmática en los labios. Como si estuviesen soñando o desentrañando la incógnita de lo desconocido. Los llamaron aedos o vates, capaces de adivinar el porvenir. Ellos –los vates– nunca reconocieron el trabajo. Ni siquiera como simulación burocrática. Sabían que el trabajo significa paga y nunca cobraron nada por sus predicciones. Las ofrecían graciosa, generosamente y se conformaban con sobrevivir de milagro. Allá mismo debió nacer la fábula de la cigarra y la hormiga.

Las cigarras cantaban y cantaban, vislumbrando regiones esotéricas y remotas. Pero sus cantos vibraban fugaces en el aire y se esfumaban. De tal manera debieron perderse ricas tradiciones, sueños delicados y bellos poemas. La literatura –cuestión de letras, de palabras– necesitó para perdurar la colaboración del viento, primero, y de las artes gráficas después. Tras hacerse inestables en las ondas del tiempo, las palabras quedaron plasmadas en los jeroglíficos sobre la corteza laminada de los árboles, en la médula de los papiros o la superficie pulida de las piedras. Hubo sin duda una literatura china plagada de bonzos y mandarines, saturada de opio. Y la hubo en la tierra de los faraones desde las dinastías menfitas; y en el Israel de los hebreos que vieron a Moisés bajar del Sinaí. También en la India, en el Irán, en Arabia, en la Selva Negra, en las Galias, en la brumosa Islandia, en Tenochtitlán, en los Andes. En fin, en todas las regiones conocidas del mundo.

Antigua la literatura y antiguo e bacilo, universales los dos, tenían que encontrarse un día y se encontraron. ¿Cuándo? ¿Dónde? Ese es un punto negro. La fecha y pormenores del encuentro son cuestiones difíciles de establecer. La revisión tendría que ser exhaustiva, maratónica y, dada mi poca disposición a las pesquisas, renuncio de antemano al intento. Trataré, pues, de revivir en mi memoria lo concerniente, so pena de grandes olvidos, omisiones e inexactitudes.

Ya en el “Tratado de medicina interna” del Emperador Amarillo, escrito en China 4000 años A.C., se hace una somera e incompleta descripción de la enfermedad; y en los papiros egipcios de Ebers y de Smith, 2000 años más tarde, pueden encontrarse nuevas referencias. Pero estos son escritos especializados en los que domina el carácter informativo de la narración. Será infructuosa la búsqueda en el Maharabata y el Ramayama, los Avesta, La Biblia o el Popol Vuh, aunque una cita ocasional no se descarta. Estos tratados constituyen un cuerpo de literatura tradicional y cosmogónica que no alude a las enfermedades de manera esencial.

Todavía dispersa en las costas del Egeo y del Mediterráneo, Grecia tuvo a Homero, su cantor ciego de La Ilíada, en el contexto de la cual Macaón y Podalirio, hijos de Asclepio, practican su habilidad quirúrgica. Hasta el propio dios de la medicina interviene con sus cuidados para favorecer a algún mortal de su preferencia. Pero no hay en La Ilíada ninguna alusión a la tuberculosis, y menos se hace de ella el motivo fundamental del argumento que, como se sabe, es la guerra de Troya. Otro tanto puede afirmarse del regreso de Odiseo a Ítaca.

Se atribuye a Hipócrates, en el siglo V (A.C.), la descripción más completa de la tuberculosis hecha en el mundo antiguo. Después de los griegos vinieron los romanos, con Virgilio y Horacio a la cabeza de sus literatos ilustres que, según es fama, nunca pecaron de originales. Los romanos fueron seguidos por los diferentes estados que, vueltos países, hoy integran la geografía de los continentes. ¿Qué decir de las primitivas sagas germánicas, la Canción de Rolando o el Poema del Cid? Su contenido épico es ajeno a la nosología y los desarreglos del cuerpo. Aquella gente tenía sin duda otras preocupaciones estéticas. Por más que me esfuerzo, no logro recordar, en el período transcurrido, ninguna obra que tenga como tema central a la tuberculosis. Fuera de los tratados médicos, se entiende.

Carlos Urzáiz Jiménez

Continuará la próxima semana…

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