Ensayos Profanos (XI)

By on julio 20, 2018

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XI

LA MUERTE DE CERVANTES

La biología ha dispuesto que todos los seres mueran. Animales y vegetales. La muerte es necesaria para que la vida siga. La materia es ajena a los vuelos del espíritu, a las riquezas y a los lauros. Llegado el momento, se desintegra de acuerdo con el papel que la Naturaleza le ha asignado, y sus elementos pasan a formar parte de otros cuerpos. Estas reglas biológicas generales se aplican sin excepción a los casos particulares, incluyendo a los genios.

El 23 de abril de 1616, en una casa de la calle de León en Madrid, murió don Miguel de Cervantes y Saavedra, el más ilustre literato de habla española que ha visto el sol desde que el mundo es mundo. Morir en el propio domicilio es un privilegio que la gente moderna no sabe aprovechar. En otros tiempos sí, solía hacerlo todo el que contara con domicilio apropiado. Los indigentes, que carecían de sitio en que caer, eran quienes morían en el hospital. Ahora ocurre al revés. Los pobres mueren en sus chozas, y la muerte de hospital se ha vuelto lujo.

Como quiera que fuese, aquel 23 de abril rezaban junto al cadáver del famoso manco tres mujeres. Una de ellas, su esposa Catalina, lo odiaba, o al menos no lo quería bien; no tenía por qué quererlo, él le había hecho la vida insufrible. Si ahora estaba allí, era para cumplir con las obligaciones conyugales que impone la ley cristiana. La figura de Constanza, la sobrina, se ha despintado algo en el tiempo en vista de su condición de partiquina; no se sabe si fue buena o si fue mala; sin embargo, no hay ninguna razón para dudar de la sinceridad de su afecto. Isabel, la hija engendrada fuera de matrimonio con una tal Ana Franca no carecía de manchas en su historia y acabó siendo monja; pero aquí los lazos de los genes son directos y el cariño se intuye como razón inexorable. Para guardar las formas y asegurar el tránsito hacia el más allá, habría también un sacerdote del que las crónicas no puntualizan nada. En aquel entonces, tal personaje era imprescindible hasta en las ceremonias de poco rango, como ésta.

Escasa importancia dan los biógrafos al acto final. Por lo menos los que tuve a mi alcance. Unos recalcan las muestras de pobreza que saturaban el ambiente. Otros, para darle cierta emoción ultramundana, señalan su coincidencia con la muerte de William Shakespeare, el campeón de las letras inglesas. Los más honestos aclaran enseguida que la coincidencia es solo aparente y se debe a que, mientras en España el paso del tiempo se medía ya por el calendario gregoriano, en Inglaterra privaban las normas impuestas por Julio César. Hechos los ajustes de rigor la muerte del británico ocurriría el 14 de mayo del año dicho, con once días de diferencia. Demasiada casualidad aún. Es algo ruin eso de tasar en días una aproximación así. Bastante espectacular es ya que dos titanes de semejante estatura fenezcan en el mismo siglo.

La muerte de Cervantes no fue prematura ni esperada, sino que sobrevino como consecuencia lógica al término de una larga existencia llena de penalidades. Sesenta y ocho años tenía. No pocos para una época en la que el promedio de vida andaba por los cuarenta. Sesenta y ocho años en los que la adversidad, de una parte, y los propios excesos, de otra, habían dejado hondas huellas: tullido, melancólico, hinchado, con sólo seis piezas dentarias en la boca, y “mal puestas, pues no tienen correspondencia las unas con las otras.” Por fortuna, el deterioro recayó en el cuerpo y no en la cabeza, pues su cerebro singular siguió chisporroteando hasta el último momento, o hasta muy cerca del último momento.

Carlos Urzáiz Jiménez

Continuará la próxima semana…

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