El Alfiler

By on junio 22, 2017

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El Alfiler

Nadie recibió aviso alguno.

Llegamos el lunes a trabajar, había un nuevo guardia en la puerta. Su primera actividad fue preguntar el nombre de cada uno de los que entrábamos al edificio, y cuál era el área de trabajo de cada quien.

Al segundo día, a todos les hacía alguna acotación, anotación o comentario relacionado con su nombre o apellido. A las secretarias les decía sutiles e infantiles piropos, comparándolas con flores, mariposas y el canto de las aves. Pocas le entendían, casi todas le ignoraban.

Era un hombre sencillo, antiguo ejidatario, parcelario, y lo que fuera necesario ejercer en su comunidad para subsistir.

Cuando hablaba de su vida pasada, en sus ojos transitaba y se reflejaba la visión de los henequenales, las manos ásperas, colmadas de cicatrices. Aquellas mañanas en que había una leve capa de niebla sobre los hierbajos silvestres, el pohá, y aquella resina del icaban que, combinada con el agua del sereno y el golpe de la coa, quemaba la piel y por un descuido cegaba con ardor.

Otras yerbas espinosas, como el subin de gajos duros y firmes, de espinas que semejaban cornamentas en miniatura, crecían al interior de los planteles, como si no fuera suficiente vérselas con pencas y sus bordes dentados y las puyas en la que confluía la hoja del agave; verde en tinto rojo. Como si no fuera suficiente el sacrificio dentro de los planteles del sacrificio.

Miraba el kehuel, tiras de piel reseca de res, espinilleras primitivas con que se vendaba desde el tobillo y hasta antes de la rodilla, espinillas y pantorrillas en conjunto para preservarlas del suplicio de espinas y hierbas que laceraban la parte baja de la pierna, pieles que luego derivaron en hules de viejas recámaras de llanta de bicicleta.

Las alpargatas de hule, antiguos neumáticos que ahora transitaban entre sereno, hierbas, espinos, mojoneras, campos erizados de espinas y piedras filosas como navajas, un campo beligerante que consumió todo un pueblo.

Recordaba todo aquello pero, aunque había pasado mucho tiempo, retornaba como una tortura, una herida que aún no cauterizaba o lo estaba en falso.

Pasó mucho tiempo desempleado y vivió de lo que sus hermanas le obsequiaban para comer, vestir y divertirse.

Escalera, andamios y obreros. De la serie trabajos en la ciudad, 2017. Foto: Juan José Caamal Canul.

Escalera, andamios y obreros. De la serie trabajos en la ciudad, 2017. Foto: Juan José Caamal Canul.

En el tiempo que le conocimos, no vivía en la ciudad, sino que viajaba cada segundo día a su pueblo y se sentía satisfecho con, digamos, el peor de los trabajos existentes, al decir de algunos: elemento de seguridad por turnos de 24 por 24. Había peores chambas y lo comprobó en los vericuetos humanos y ruinosos del Mercado Lucas de Gálvez: cubeteador de inodoros, el hedor que se impregnaba en la piel, los ruidos del cuerpo humano ajeno que, de graciosos, se volvían chocantes, vulgares y finalmente habituales, parte del paisaje sonoro citadino.

Con una de las secretarias, andábamos en la ubicación de los bienes, verificando el código del inventario y palomeando la lista. Entramos al área de la guardia, anexa a la bodega.

En un plato hondo estaba servido un caldo de achiote, que a cada momento revelaba una película cada vez más gruesa de cebo, caldo que amenazaba con desbordarse; decenas de fragmentos de cebollinas navegaban, y un pedazo triangular de limón yacía encallado en la orilla. Junto al plato había poco más tres cuartos de kilo de tortilla. Con las palmas de la mano enrollaba dos tortillas que remojaba en aquel caldo de vísceras de res. Se las llevaba a la boca y luego mordía un chile habanero.  “¿Quieren?” ofreció. “¿Gustan? Acérquense, aistá la tortilla. Métanle.”

“No, gracias,” dijimos.

Mientras trabajábamos, nos hizo plática: “Pasé al mercado y compré treinta pesos de mondongo con un maistro, el cual tengo años de conocerlo. Me llenaron la ollita, peluná: me dio tres pedazos de carne y dos pedazos de hueso. Esa madre no lo puedo comer, verdá. Es puerco el cabrón. Y eso que lo conozco.”

Siempre encontraba tema y persona con quién conversar.

Tenía una obsesión con los teléfonos celulares: había gastado una buena cantidad de dinero en tiempo aire, tratando de que algunos de los ocho que le regalaron pudieran habilitarle la línea. Andaba pidiendo favores de que alguien hablara con la operadora, porque decían cosas muy rápidas y no entendía. Todos los modelos estaban descontinuados o tenían algún desperfecto.

Abel fue uno de los primeros que comenzaron a tratarlo.

Un miércoles, una semana después de que llegara, estando en la puerta durante el tiempo de la comida, dijo, refiriéndose al compañero de la oficina: “Te manda saludos mi hermana; ya le dije que trabajas aquí. El domingo pasado platiqué con ella. Está muy feliz, ya sabe que trabajas aquí.” Volteé a ver a Abel, y este solamente levantó los hombros, en señal de que tampoco sabía de qué hablaba. Solo me refirió que le había contado que una de sus hermanas, Doris, quizá a la que se refería, ponía inyecciones; que era la única persona en el pueblo que se dedicaba a ello; que de vez en vez la recordaba porque por las tardes hacía un recorrido por calles polvorientas y marginales, con el sol fuerte aún, con un estuche de acero inoxidable conteniendo la jeringa, émbolo, cilindro y agujas de distintas medidas, los cuales tenía que esterilizar después de usar, para aplicar nuevas inyecciones. Nos quedábamos pensando en el riesgo que corrían aquellas personas, pues ya existían las jeringas desechables.

“Si quieres que ella te inyecte,” decía – ejemplificado de manera personal y en segunda persona, como si uno fuera el que necesitara la inyección – “tienes que conseguir el alcohol y los algodones.” Y, por supuesto, el medicamento, dábamos por entendido. “También pone lavativas, pero el costo es mayor,” concluía. La hermana era solicitada por los vecinos, así que caminaba grandes distancias en el pueblo, para atender a todos.

“Ah, ok,” le decía.

Pero Abel agregó, en confidencia: “Nada más que su hermana, Doris, murió hace algunos años.

El guardia, otro día, en otro momento, contó que cotidianamente platicaba con su hermana, dialogaba con ella en sueños. Que había noches en que ella venía a visitarlo en el espacio de sus sueños, y hablaban de cosas que a él le sucedían y ella le aconsejaba. Pero el guardia en el mundo de sus sueños tenía conciencia de que estaba durmiendo, y de que su hermana estaba muerta. Y se lo decía: “¿Por qué vienes a verme si tú ya estás muerta?” Ella le replicaba como una madre, medio regañándole con ternura, así junto, en un diálogo copeteado: “No, hijo. Solo descanso. Por eso cerré los ojos.”

A veces Castillo subía con un refresco embotellado de cola de tres litros y un pote de aluminio, todo abollado, y ofrecía el refresco a los oficinistas, mujeres y varones. Se inclinaba y les decía si gustaban un poquito de refresco: “Es un lujo, pero creo que es necesario,” decía. “¿Quieres un poco, quieres más?” decía. “Yo, si no tomo, me duermo. Es mi medicina.”

Cuando hablaba, lo hacía disminuyendo el tono de la voz, hasta niveles casi inaudibles, como si confiara un secreto, y movía los parpados en sincronía con lo que decía, truco de galán para acercarse a las damas. Pero no: confidenciaba con todos por igual, aproximando la cara temerariamente, hasta que una carcajada o una sonrisa contenida los apartaba abruptamente.

Pepena en Paseo de Montejo, de la serie Trabajos en la ciudad, 2017. Foto Juan José Caamal Canul.

Pepena en Paseo de Montejo, de la serie Trabajos en la ciudad, 2017. Foto: Juan José Caamal Canul.

Durante el tiempo que no trabajó, venía a Mérida a ver en que podía hacerlo: de mozo, de carretillero, de albañil, de lo que saliera. Iba del Portal de Granos al parque Eulogio Rosado, antes que pusieran punzones en los arriates para inhibir la vagancia, y luego iba al costado sur de la Plaza Grande. A las once o doce estaba frente la Casa de Montejo, y allí se sentaba, incluso a veces se acomodaba en la banca y quedaba dormido. Al poco rato sentía que lo sacudían. Era su hermana Lula.

“¿Qué haces aquí?” y después de la explicación le decía: “Bueno. Entonces vámonos para la casa.”

“Íbamos para su casa y allí me atendía. Como soy el Xtup, siempre me atendía como un niño.”

El marido de la hermana se molestaba: “Hasta hembra tiene ese cabrón, y lo atiendes mejor que a mí.” Pero yo le decía a mi cuñado:No tengo hembra…ahora; se fue allá lejos.” Y mientras recordaba y decía estas palabras, se quedaba como se dice, enclochado, en stand by, recordando dentro de sus recuerdos. Luego agregaba: “Se fue a Quintana Roo.”

Pero mi hermana me decía: “No le hagas caso, yo también lo mantengo. Pero tú te quedas aquí, ¿oíste? No te vas hasta que yo te diga.” Entonces había días que extrañaba mi pueblo y le decía:Lula,inclinaba la cabeza, bajaba la mirada y fruncía los labios,ya me fastidié, quiero ir a mi pueblo.”

“Anda,” me decía mi hermana, “pero cuando yo te llame, vienes. Y no quiero verte otra vez en la plaza.”

“Soy viudo,” decía. “Mis hijos están en el pueblo. No tengo hembra…fija. Conozco un montón de señoras y cada vez que quiero voy y las visito. Mi hijo me está pidiendo diez mil pesos para reparar su auto. Trabajaba en una granja avícola, lo liquidaron y con el dinero compró un auto, más viejo que Matusalén. Un día pasó por la casa y me llamó mi nieto: “Abuelo, abuelo, vamos a dar la vuelta.” Me subí, no avanzamos ni una esquina. Dejó de andar. Se lo compró a su cuñado; toda su liquidación la invirtió en ese auto.”

Cuando tengo ganas de comer alguna comida. Le digo a la vecina: Vecina, ¿qué vas a comer hoy? Me dice: puchero de gallina. Ha doy la mitad, le digo. Está bien, me dice. Pero al final yo pago todo. Ni modos. Su marido la dejó y pues yo medio trabajo, así que la ayudo. Otras veces me dice: ¿Ha comes gallina asada? , le digo. También al final yo termino por pagarlo todo.

En las noches visitaba a la señora. Primero comencé con ella y luego con su hija. La señora me recibía, pero se dio cuenta que no le quitaba los ojos de encima a la muchacha. Florinda se llama, me pedía dinero y se lo daba. Le pedía un beso, me lo daba. La agasajaba y se dejaba. La llevaba detrás de la casa. Ahí la besaba, la tocaba bajo el uniforme, ella nomás se quedaba con el pescuezo estirado y torcido, alerta, los ojitos bien abiertos, por si se asomaba algún vecino o su mamá regresaba de la compra.

Entonces la señora, cuando me recibía, se dio cuenta de que miraba a su hija que dormía a lado, en la otra hamaca. Pero la muchacha no dormía, se movía, se hacía a la dormida. Divisaba la intensidad de su mirada, sus ojos ardientes entre el tejido de la hamaca. Nuestras miradas se cruzaron muchas veces. Se acostaba como al descuido.

Un día, me decidí estar con la muchacha y no pude con ella. Luego otra vez, y tampoco. Fui a una hacienda donde tenía a otra Xun y le expliqué. Ella me dijo: “Son los nervios, como está joven, te ganan los nervios.” Pero luego me di cuenta de que la mamá era matrera. Preparaba a la muchacha: estaba acostada la muchacha, la tenía así de frente, como una flor. Toda para mí. La miraba toda, y ni así podía.

Decía la señora: “Te están jodiendo. ¿No puedes ni con la briaga? Porque yo uso Lerk cien por ciento.” Voy a la farmacia y pido Lerk cien por ciento. Aquella señora, insistía: “Está raro. Te están jodiendo. Tiene una contra para ti.” ¡¡Pásumare, para descubrirlo!! La señora sabía de lo que hablaba. Tenía nociones de esas mañas. “Mira,” me dice, “esconden un alfiler, tiene guardado un alfiler, o en su ropa o en su cabello. Un alfiler de seguridad.”

Hace muchos años escuché algo parecido, los viejos del pueblo lo decían. Un día fuimos a la zona; tábamos chamacos, y los cuatro que fuimos no cumplimos con una señora que ahí estaba. Se lo contamos a un señor y nos dijo: “Le vamos a descubrir su secreto, pero ustedes pagan.” Fuimos con el señor, entró y al rato salió. “Ya. Ya pueden entrar, ya le descubrí y le quité su secreto.” Entramos uno por uno, y los cuatro pudimos. Esperamos un rato, hasta que pasamos todos, y nos fuimos con el señor y le preguntamos cuál era el secreto. De su bolsa sacó y nos mostró: “Esto, pendejos.” El secreto era un alfiler. Pero yo aún dudaba.

Otra vez supe de un señor que trabajó como barrendero, un ex boxeador, Kid Lona. Siempre que lo veía estaba con una mujer distinta y siempre joven, más joven que él. Pero me fijé que a la altura del penúltimo botón de su camisa tenía un alfiler. Y yo, metiche como hasta presente fecha, le digo: “Disculpe, –pone cara de que algo muy importante no comprende y se prepara para preguntar, como si tuviera al susodicho enfrente. Hace un lapso prolongado de silencio, dejándonos en suspenso… El dedo índice sobre la barbilla: “¿Por qué tiene ese alfiler? ¿De qué se trata?” El señor me dice: “Hermano, estoy jodido. “¿Sí?,” respondo y pregunto. Me dice: “Es una contra, si no lo pongo todo el día está despierta, si lo pongo descansa. Tá claro, ¿no?,” le responde imaginariamente. A nosotros nos comenta: “Ya quisiera estar yo sufriendo esa jodienda.”

“Volviendo a la señora,” me dijo, “te voy a decir lo que vas a hacer: quita tu gorra y la pones bajo la hamaca, o tus chancletas o alpargatas, los pones boca abajo y cruzadas, y ya vas a ver que así si puedes.” Así lo hice. Me erguí, la muchacha me sintió, me tuvo en sus manos y se quedó mirando, contemplándome fijamente, como si fuera la primera vez que lo viera; bueno, sí, en esa condición y en lo que a mí me concernía, y yo creo que ya se había resignado a tenerla, con truco o sin él, entré y empezó a decir: “¡¡No puede ser, no puede ser!!”

De fuera vino un estruendo, algo que cayó al piso y se hizo añicos, quizá intencionalmente arrojado, o las manos y dedos perdieron fuerza. La mamá vino apresurada, sobresaltada: “¿Qué pasó?, ¿qué pasó?” – indagó, con mal presentimiento en la voz. La muchacha nomás dijo: “Ya, ya pudo ser.” “¡¡ Hueputa!!,” dijo con voz levantisca la mamá y regresó a su quehacer.

Raúl Castillo un día desapareció.

Quizá lo cambiaron.

Tal vez renunció.

Quizá regresó con su hermana Lula.

Quizá sigue hablando y pidiendo consejo a Doris, su hermana muerta.

Quizá anda libre, visitando a sus amistades femeninas por caminos y veredas en pueblos y ex haciendas.

Quizá sigue acumulando y compartiendo anécdotas, riéndose de lo que ha vivido y vive, seduciendo a quien se deje.

Un personaje inolvidable que se extravía entre tantas personas anónimas que lucha por el día a día, que pululan por los lugares más concurridos del centro de la ciudad, pero no para nosotros, que le conocimos y que perdurará por siempre en estas letras.

Juan José Caamal Canul

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