Dos regalos por Año Nuevo

By on enero 18, 2018

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Juan José Caamal Canul

Mi padre no se desprendió del pensamiento y, en consecuencia, del estado de animosidad durante varios días. La idea se mantuvo revoloteando obsesivamente en aquella cabeza de cabellos revueltos, testa desmelenada.

En lo personal, se me quedó la inquietud acerca de si desanduvo –¿desanduvo? – la misma calle por la que acudió a comprar aquella noche de año nuevo los cigarros y una bebida de agua mineral en la tabaquería del cruce de las avenidas.

¿Por cuál acera hizo el recorrido de la calle hasta la esquina más próxima? Eso me dijo apenas abrió la puerta del apartamento. Cito: al bajar de las escaleras de la calle, miró hacia arriba y, en lo alto, las ventanas de los pisos superiores sustituían a las estrellas. ¿Estrellas? Solo las conocía por programas de televisión y películas. Alguna vecina le había contado que fue de excursión y los guiaron al claro de un bosque y vio aquellas luces que parpadeaban en lo alto. Alguien cerca de ella, contemplando su asombro por aquel cielo colmado de puntos brillantes, le dijo que eran estrellas.

Mi padre vivió su niñez en orfanatorios, y luego en una penitenciaría. Cuando vivió con mamá, dedicó toda su vida en común a trabajar en la empresa que empacaba fresas. Después de la muerte de mamá, se encerró en sí mismo, en este apartamento y en la ciudad de la que nunca saldría ni volvería a salir.

Era un buen hombre. Nunca hablamos sobre aquellas experiencias carcelarias. Mi madre me lo refirió ya enferma y moribunda. Pienso que fue la única perfidia que le hizo: revelar su pasado.

Sin embargo, mi idea sobre estas y otras circunstancias es que no hay buenos ni malos tiempos, o que los tiempos cambiarán y mejorarán, o empeorarán, o como algunos conciben y concluyen: todo tiempo pasado fue mejor. Los tiempos concurren y son paralelos, coexisten los buenos y los malos tiempos. Depende de cada uno de nosotros y del tiempo que nos ha tocado vivir.

En ese instante, mientras desandaba el tramo, me dijo que no recordaba si anduvo por esta acera o la de enfrente. ¡Cómo era posible que no lo recordara! Eso le puso de mal humor. Al retornar, la impaciencia lo atosigó por el solo hecho de pensar que aún tenía que ascender los treinta pisos hasta llegar al apartamento. Confiaba en que el elevador estuviera en la planta baja, para no tener que esperar.

Antes de entrar, se volvió y observó la calle amplia. Conforme su mirada avanzaba hacia el fondo, la perspectiva se iba cerrando. Solo había un haz de luz que se distinguía a lo lejos: el faro de la rectoría universitaria.

Miró de nuevo los cigarros, y luego la bebida en la bolsa. Convocó su lista de memoria para saber si era todo lo que tenía que traer o hizo falta algo. No. Nada se le había olvidado. Caray, solo eran dos cosas.

Se fijó en una persona de barba frondosa que bajó las escaleras exteriores del edificio y caminó a prisa. Extrajo de uno de los bolsillos del saco una cajetilla de cigarrillos, del cual uno se llevó a la boca, encendió y dio largas aspiradas. Consumió casi medio cigarro. Le llamó la atención el hecho de que avanzara a toda prisa. Se detuvo y, con profunda aspiración, gastó el cigarrón hasta el filtro, como si fuera presa de una profunda inquietud.

Aquella idea se mantenía en su mente: ¿por qué acera fue a la tabaquería?

No era la primera vez que tenía una sensación de extravío. Una noche, mientras estaba revisando y leyendo unos textos latinos para preparar el ensayo que debía presentar en la clase de historia de Roma, llegó papá de la calle, preparó un emparedado, dio un bocado hasta cierto punto ligero, y luego se acostó a leer en el sofá de la sala. El sueño se impuso a la lectura.

El título no viene a cuento. El libro, reposando sobre su pecho, trataba sobre una ciudad antigua, una ciudad de la que no quedaba piedra sobre piedra. Solo escritos antiguos. Solo la memoria de viejos habitantes de aquella ciudad perdida. Había manuscritos y se contaban con los dedos de la mano crónicas, memorias, historias de cómo había sido la ciudad de antaño. Una ciudad que pervivía en sus piedras dispersas, piedras que luego cimentaron edificios religiosos, militares y civiles, o que yacían bajo las calles.

Todo eso quizá se le hizo pesado, como metáfora de una ciudad desaparecida, en un cerrar y abrir de ojos que fue y colapsó en el tiempo transcurrido, en un instante que en el libro se computaba por siglos.

Ocasionalmente dejaba algunos ejemplares sobre la mesa de centro. Mi padre tomaba alguno. Si le interesaba, lo leía hasta concluir. Luego pasaba un tiempo en que no leía. Me decía que, después de leer un buen libro, le costaba trabajo hallar otro semejante, así que era mejor dejar pasar un tiempo, desintoxicarse.

Luicyra, en el área ajardinada, un espacio plagiado al trópico, del campus, condiscípula, de sopetón: “¿Qué libro me recomendarías para este mes y desde luego espero que me lo prestes?”

Le respondí: “No recomiendo ni presto libros.”

“Corre el rumor de que eres uno de los grandes amantes de la lectura,” insistió.

No caí en la celada del elogio rimbombante.

“Soy el esposo de la lectura,” le contesté en el mismo campo semántico de los sentimientos y contratos, o quizá de los contratos sentimentales, citando con escepticismo una acción que se entiende libre y sin coacciones, sin yugos que descoyunten.

“Por lo tanto, mis libros nos los ofrezco ni los cedo. Soy celoso de ellos. Los amo mucho.”

Estuve a punto de decirle que, para leer algunos libros, hago economías, me abstengo y sacrifico algunos gustos.

Pareció leerme la mente: “¿Haces sacrificios?”

“Sí, muchos. En los montes. Soy el Abraham de chivos y borregos. Soy el verdugo de una hecatombe por el Dios de la lectura.”

Por la mirada y los ojos, rebuscando hacia el interior de su entendimiento, pareció no comprenderme o que me extraviaba a propósito por el camino de la tangente. Mejor. Así me la quitaba de encima pronto. Una cosa por otra.

“Los sabores y olores pasan. Los libros, si son buenos, se mantendrán en la memoria y siempre se puede recurrir a ellos para releer pasajes de suprema confección. Por lo tanto,” concluí, “mi aprecio por ellos es mayúsculo.”

 “Te puedo pasar los teléfonos de unos amigos. Ellos sí recomiendan y sugieren lecturas.”

Miré de nuevo por los alrededores por si los hallaba. No les hallé, siempre estaban rodeados de jovencitas de los primeros semestres. Se decían lectores, pero eran sus tretas encubridoras para ligar. Sabían hacerse pasar por santones, gurúes de la lectura. Cuando convocaban a conferencias, acudían con cajas de cereal o galletas en el rostro, recreadas y decoradas de libro, como pasamontañas, como los de Euskadi Ta Askatasuna. Intentaban desentrañar y romper las costuras de los libros, incomodar al lector pasivo, perturbar al lector activo, liberar de convencionalismos, desvelar hilvanes y dobladillos, mostrar el trabajo de orfebre o de relojero de los autores.

Pero hacían falta más lecturas, mejores lecturas. Más tiempo.

“Aunque quizá no te den libro alguno. Los conozco.”

Volví a mirar las mesas de la cafetería, quizá un corrillo formado bajo alguna sombra de las ceibas. Era indisimulada mi insistencia por encontrarlos y remitirla a ellos.

“¿Buscas a alguien?”

“Son de esta misma universidad, los debes conocer. Deben estar por allí. Creo que llegaron tarde a la lectura y al papel de hacerse pasar por lectores consumados. Pero igual te presento con ellos, si los hallamos y, si no, te paso el número telefónico para que los contactes. Ya tú verás si te ayudan sus sugerencias.”

“¿Y son buenos?”

“¿Ellos recomendando?”

“No, los libros que sugieren.”

“No sé. Eso tú lo dirás. Te puedo adelantar que los libros que recomiendan no son de mi agrado, pero quizá a ti te pueden convencer. La verdad, no sé cuáles sean tus intereses, o los deseos que te impulsan a leer. ¿Qué te interesa saber? La lectura nace de la curiosidad, del interés por saber algo que quizá no tenga utilidad en la vida diaria o en un empleo, como se entiende en estos tiempos, donde te exigen productividad, eficiencia y obediencia, sin reflexión.”

Haciendo acopio de buen humor y paciencia, le comenté que hay otras sendas enrevesadas, vericuetos para llegar a la lectura, a la buena lectura por cuenta propia. ¿Cuáles? Las revistas y suplementos. Hay tantos periódicos culturales que puedes leer, y ahí tu curiosidad puede ser asaltada o sorprendida por algo. Leer convoca a otras lecturas. Un libro llama a otro libro, y así se va tejiendo una red de conocimientos.

Quizá prefieras los programas donde dialogan autores, lectores y libros. Aunque hay quien dice que lo que importa es la obra, siempre y solo la obra. Busca Apostrophes, de Pivot, o el Show de los libros, de Skarmeta. Claro: videograbados.

Luicyra acudía a nuestro edificio después de visitar a una familia con la que compartía algún parentesco. Ya la había visto algún día mientras esperaba el elevador y ella salía, o viceversa, o en la acera del edificio, esperando que pasaran a por ella.

Mi padre decía que era sobrina de unos señores que habían venido de un lugar de Centroamérica; que fueron muy pobres, pero remontaron su suerte; que el señor había hecho muy buenos negocios con las retacerías de cerdo –paladares, orejas, cabeza, costillas, rabo y pezuñas– que luego importaba a China.

¿Cómo supo? “El conserje,” me dijo en esos momentos de espera en que se dice de todo y nada. La señora era muy de su casa. Era la abeja reina y la obrera. Era la de Saba y la de Babilonia. Su rey era tuerto, y su reino de ciegos. Sobre la roca, su atalaya, aislada miraba con soberbia, sobre el hombro a los súbditos. Era la madrastra y la cenicienta. Era la granjera y la vaca. La bruja y la cazadora. Era la zorra y el cuervo. Era la frente en alto y la de hinojos. Se paseaba por los amplios, extensos jardines, pasillos y salones de un castillo, pero solo palpaba las oscuras paredes de una cueva. Su baño era de porcelana y manerales de bronce, pero se aseaba en cuclillas, como en la selva. La casa era oscura. Habían mandado tapiar los amplios ventanales. Miraban al exterior por una trampa. La señora aún lavaba a mano.

En fin, personas que vivían en la opulencia ficticia, pero mentalmente seguían viviendo en el recuerdo real de su tierra primigenia. No quise ahondar ante un cuadro tan crudo como realista. Tan escatológico.

En la cocina, lavaba los platos de la cena. Al despertar, percibiendo la luz encendida de la cocina y dar por sentado que era yo que estaba preparándome un café y un pan tostado para afrontar la calle, el transporte urbano y abordar la isla universitaria, escuché que dijo: “¿Me preparas un café?” Espabiló un poco y se dispuso a levantarse.

Le dije que apenas eran las diez de la noche. Que solo habían transcurridos dos horas desde que se acostó. Entonces vi en su rostro el reflejo de su alma y su mente, una confusión todavía más pronunciada. Me dijo entonces, trascurridos unos minutos, que sentía una desorientación o pérdida de la idea del tiempo consumido en el sueño. Había dormido profundamente. Que en su mente se había instalado la idea de que eran las cinco de la mañana.

 Continuó caminando y persistía el pensamiento acerca de por cuál acera había acudido a la tabaquería a comprar la bebida y los cigarros. No recordaba haber pasado antes por esta acera, o qué aparadores había visto; si se había detenido delante de la librería, o si miró momentáneamente la compañía de equipos electrónicos.

No recordaba haber mirado la acera con sus cuadriculados sobre el concreto, ni las grietas. O algún periódico revoloteando por la acera o la calle, ejecutando una pirouette a lo Nureyev, o un doble giro, que no nacía de la naturaleza sensual y salvaje de la esencia artística, ni de una fuerza espiritual, sino del impulso centrípeto al paso de un vehículo solitario que le hacía girar en espiral.

Por alguna acera había sido, si no ¿cómo habría llegado a comprar los artículos? Dejaría de lado aquella idea que le perturbaba un tanto y otro no.

Algunos días más tarde: el recuerdo revelador dentro del sueño de que su hermana lo había subido al auto. “Ven, te alcanzo para la esquina.”

Lo vio desvalido, triste. Solo. Se enterneció por el sino vital del hermano. “Si cuando murió mamá le caló hondo la soledad, ahora la noche vieja, la baja temperatura y la hora de hacer cuentas se le colaban profundamente, hasta la estructura ósea, hasta el alma.”

En primera instancia dijo que no, que haría el recorrido caminando. Pero la hermana le insistió tanto. Había pasado a dejar los regalos: una agenda y unos audífonos. ¿Por qué aquel recuerdo había retornado de esa manera? ¿Por qué no pudo cruzar aquella laguna con el recuerdo de subirse poco antes a un vehículo al regresar a casa?

Recordaba todo: que bajó los pisos superiores, que cerró la puerta de la entrada de los apartamentos y que su hermana había retornado con las bolsas de papel.

Días después, completó aquel fragmento de tiempo y espacio que se le había extraviado.

Regresaba, pero no recordaba haber acudido. No recordaba detalle alguno de la acera. No recordaba de qué lado anduvo de la planta baja a la tabaquería de la esquina.

Mi tía era un caso especial. Siempre tuvo detalles para con nosotros. Creció con los abuelos. Lejos de papá. Ya grandes se conocieron y llevaron más o menos una buena amistad.

Ahora mi padre descansa en su recámara. Escucho su respiración, serena y acompasada.

Asumo su preocupación.

La comparto.

3 de enero de 2018

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