Crónicas de Mi Pueblo (VI)

By on abril 12, 2018

Un Exprés Particular

César Ramón González Rosado

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Una vez por semana, Elpidio abordaba el tren en la estación de su pueblo para dirigirse a la ciudad de Mérida y hacer compras que los ciudadanos de su comunidad le encargaban, a cambio de un modesto pago por sus servicios.

Así, un día de tantos, Elpidio recorrió las calles de su pueblo, armado con lápiz y una libreta donde anotaba los encargos de sus clientes:

“Elpidio, por favor, quiero que me traigas unas chancletas campechanas como esas originarias de allí, es decir, de piel negra y con muchos adornos. Se venden en el Mercado Grande,” le pidió Pisita.

La tía Lib le encargó cuatro metros de tela Chermés para hacer un vestido de quince años a su nieta que pronto los cumpliría; y don Galdino, que gustaba de las bebidas fuertes, una garrafa de Ron Pizá Araña que se vende, le dijo, “en la primera tienda de licores de la Calle Ancha del Bazar.”

Don Donato le encargó unos puros habaneros, de esos legítimos que traen de la Habana, Cuba, con la recomendación de que se fijara bien, no sea que fueran imitaciones.

Y de casa en casa, Elpidio llenó varias hojas de la libreta con numerosos encargos de artículos, lo que lo obligaba a permanecer dos o tres días en la ciudad de Mérida, en una modesta casa de huéspedes.

Al regresar a su pueblo, con las mochilas de cotín y manta cruda repletas de mercancías que con mucho trabajo cargaba, las personas le esperaban con los rostros alegres para recibir sus encargos. Elpidio era el más feliz, pues recibía la paga generosa por sus esfuerzos de exprés particular.

En uno de tantos viajes, al pasar el tren por Maxcanú, se dio cuenta de que una muchacha morena –con tuxes en las mejillas y perlina sonrisa– le ofrecía deliciosas naranjas de china, muy blancas, pues era costumbre quitarles la cáscara. La muchacha coqueteaba con picardía para mejor vender las frutas.

Elpidio aún permanecía soltero a sus treinta años y en su pueblo se rumoraba que iba para “Xnuk niño”, o sea, el hijo quedado, solterón.  Pero no era así: él pensaba casarse y formar una familia, tener hijos y ser feliz. Lo que pasaba era que sus ocupaciones no le permitían tiempo para el amor, o al menos así justificaba su ya larga soltería, o bien todavía Cupido no lo flechaba.

Pero volvamos a la muchacha vendedora de chinas. Se las ofreció a Elpidio y él, ni tardo ni perezoso, compró toda la canasta y repartió las naranjas entre sus compañeros de viaje. Esta escena se repetiría las veces que viajaba hacia la ciudad de Mérida.

 Elpidio pensó que estaba enamorado. Había encontrado el amor de su vida, pues varias veces en sus sueños se imaginaba vestido de blanco con alpargatas chillonas, como yucateco legítimo, casándose con la bella muchacha de Maxcanú.

Decidió entonces declarar su amor en la próxima pasada.

Así lo quiso hacer, pero nada más tuvo el valor de preguntarle su nombre a la joven, cuando el silbato de la locomotora anunció la partida del tren.

“Será la próxima vez,” se dijo.

Se llamaba Candita su dulce tormento. Recordó que una bella jarana tenía el mismo nombre que su dulcinea: “Linda Candita, guapa mestiza de Yucatán.” Desde entonces, silbaba la canción en sus correrías por el pueblo.

Sus clientes le decían: “Hemos notado que vienes muy alegre, Elpidio. ¿Estás chumáo o qué te sucede? ¿Es que al fin encontraste novia?”

“Así es,” respondió, “y me voy a casar, aunque ella aún no lo sabe. Mañana mismo le declararé mi amor y le propondré matrimonio a Candita Canul, que así se llama. Además, dicen que es princesa porque es descendiente directa del cacique Ah-Canul de Maxcanú.

“¡No me digas! Ah, entonces despídete de tu pretensión. Tú, un simple x’huinic de pueblo no puede volar tan alto.”

“¿¿¿No??? Ya verás, ya verás,” respondió con optimismo Elpidio.

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Mestiza yucateca2, de Pink-Alux

Emocionado y silbando la jarana iba Elpidio en el tren, impaciente de pasar por Maxcanú.

Allí estaba Candita, esperándole para venderle toda la canasta de chinas.

Entre que recibía las frutas y sacaba el dinero, el silbato de la locomotora anunció la partida del tren y no tuvo tiempo de declarar su amor.

“En el próximo viaje será. Le diré que estoy muy enamorado de ella y que me quiero casar si me acepta.”

Durante el siguiente repasó sus palabras, el tono en que las diría, pues deseaba impresionar a Candita.

Al llegar a la estación, cuando estuvo enfrente de ella se le trabó la lengua y la muchacha, que le apuraba vender sus naranjas, le entregó la canasta. Elpidio, extasiado por el bello rostro y como hipnotizado, nada más la contemplaba y no se dio cuenta de que ya tenía la canasta entre sus brazos. En eso silbó la locomotora anunciando su partida y de prisa, sin pagar a Candita, Elpidio abordó el tren.

Al darse cuenta de su error, dejó las chinas, bajó de nuevo y corrió con los brazos abiertos hacia ella que también hizo lo mismo hacia él… pero por su dinero.

Elpidio, obedeciendo a sus impulsos o a una orden de Cupido, y olvidándose otra vez de pagar las chinas, la abrazó y le dio un beso en la mejilla sin pedirle permiso.

¡Cuán grande no sería la sorpresa de Candita!

“¿Por qué me besas?” le reprendió ofendida, limpiándose la mejilla con la mano.

“Perdóname. Es que te amo y quiero casarme contigo…”

Emocionado como estaba, apenas logró Elpidio subirse de nuevo al último vagón del tren, que avanzaba con velocidad, sin antes decirle a Candita que esperaba su respuesta en el próximo viaje.

La muchacha quedó entre enojada y desconcertada. También era soltera.

Una gran inquietud la invadió.

Durante tres días pensó y pensó qué le iba a decir a Elpidio y al fin decidió decirle… “no”, porque ella pensaba que las muchachas decentes deben hacerse del rogar.

¡Pobre de Elpidio! Se sintió desolado cuando Candita le dijo que no quería ser su novia, y menos casarse con un desconocido.

Sin embargo, cuando arrancó el tren, la muchacha esbozó una cierta sonrisa que Elpidio apenas pudo percibir, pero que revivió su esperanza.

Al pasar el tren de nuevo por la estación de Maxcanú, Candita, ataviada con un vistoso terno de mestiza bordado de bonito colorido, llevaba un tulipán rojo prendido en su cabello. Al ver de nuevo a Elpidio, le ofreció la canasta de naranjas que éste presuroso compró, pagándole también las anteriores.

El tren retrasaba su partida por algunas maniobras, así que le dio tiempo a Elpidio de preguntarle a la muchacha: “¿Me aceptas como tu novio y como tu futuro esposo?”

Candita se ruborizó y dejó caer la roja flor, como por descuido, en la canasta de naranjas blancas y huyó de la situación que le resultaba embarazosa, pues era una muchacha tímida y nunca antes alguien se le había declarado.

Elpidio entendió el mensaje.

Al día siguiente viajó de nuevo a Maxcanú, pero ya no de paso, sino que se quedó para formalizar su noviazgo con Candita Canul, que lo aceptó, profundamente enamorada de él…

El silbato de la locomotora sonó de nuevo y los dos, entre arrumacos y discretos besos, viajaron felices de luna de miel a la cercana ciudad y puerto de Campeche en el tren del Camino Real.

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